martes, 10 de agosto de 2010

¡MILAGRO!

Sobre el púlpito de la iglesia, justo en la parte donde cuelga con los brazos abiertos el que fuere entonces el Redentor, hay una inscripción que dice en latín lo que en otro idioma sonaría desmedido de poder. Detrás del altar está el sagrario, lugar donde se planta la custodia y las copas doradas con las que el sacerdote bebe poco a poco el vino consagrado. Hacia un costado del templo están las figuras de los santos con caras de apoplejía y otros que la historia ha llamado mártires por llevar el dolor de la tortura en su expresión, muertos con horror porque se les prohibió cantar su fe hacia el cristo que pende. A sus pies se inclinan señoras con las cabezas cubiertas por una mantilla, y sus dedos arrugados cavilan entre cada espacio de las pepas del rosario mientras con los labios pronuncian en leves movimientos, casi imperceptibles, oraciones con las que quieren conquistar algún deseo o eliminar una pasión. Son ellas las que cuidan las lamparitas en el costado anterior de la cúpula y las limpian cuando están muy sucias o sacan de sus bolsillos las monedas para meter en la hendidura que enciende la luz durante treinta minutos. Las velitas artificiales brillan cuando las mujeres han pedido lo suficiente, e iluminan la esquina que irradia a una mujer bonita y joven que mira al niño entre sus brazos con admiración. En el centro, casi eliminando el paso por las galerías laterales, está el lugar donde en los días de antaño cantaba el coro con los niños y las mujeres de la ciudad, que utilizaban el efecto acústico inmejorable de estas construcciones para cantar al cielo el Hosanna y las misas que genios musicales compusieron en las épocas en que eso valía algo para Dios.

Las manos de Humberto se aprietan con firmeza, y sus dedos se blanquean en algunas zonas por estar tan juntos entre sí. Los pulgares van hasta su entrecejo y se quedan resobándolo ceremoniosamente. Humberto se sienta en la última silla aun cuando están disponibles otras más cerca del altar. Saca un anillo que hace rielar los ojos con su lámina pulida, luego lo guarda y lo pone de nuevo en el lugar que le corresponde, en el bolsillo más cerca de su corazón. Lo consiguió de aquella que decía con su adiós que lo tomase para que la llevara en buen recuerdo, devolviéndole la única cosa que compró con el mayor esfuerzo que pudo hacer para regalárselo en prenda nupcial, pero ella ya se fue y el viento que la apartó está ahora en el olvido. Humberto está llorando por algo, se puede saber con certeza a pesar de la poca luz que cae de las arañas colgadas del techo, llenas de bombillas fundidas que no se pueden reemplazar sin la ayuda de un andamio.

La madera horizontal, aquella donde los fieles entregan la fuerza de sus rodillas, está ya muy doblada por el peso de tantos que se han hincado pidiendo el auxilio del todopoderoso y Humberto no es la excepción. Él conoce los secretos de la vida sacra mejor que muchos, y utiliza las tácticas que aprendió de personas en busca de milagros que saben pedir precisamente lo que quieren que suceda: una intercesión divina en un asunto de la tierra. Repite entonces constantemente la oración que se sabe memoriosamente, la misma que todos cantan en coro cuando el clérigo se pone de pie y abre los brazos como el ave que representa, haciendo volar su ropón blanco si es que estuviera dando la misa, cosa que no sucede en este momento de silencio sólo interrumpido por algunos tacones chatos que resuenan en el domo circular.

Las líneas de expresión de Humberto están marcadas por un gesto quejumbroso y no queda arruga sin doblar en este rostro que ha visto de su vida lo peor sólo hace poco. Se nota que no ha dormido bien. Ayer, pocas horas antes de irse a la cama, todo marchaba por el camino en el que transitan los días para la gente común. Humberto estaba, como siempre a esa hora, rezando en su alcoba llena de imágenes perfectitas de santos, siervos y beatos, puestas en la estantería con un pedazo de cinta adhesiva debajo y un velón a sus pies, jamás en desorden, porque Humberto tiene en su mente la geometría exacta con la que los objetos deben estar organizados para conservar la armonía de los espacios y sacar de ellos su mejor provecho. En su armario existe sólo un vestido siempre impecable mientras el de reserva está lavándose y tres cajones en su orden ascendente con las medias, calzoncillos y corbatas. El espejo en la portezuela brilla a pesar de estar mostrando los signos del envejecimiento, revelado en las manchas de óxido que le bordean. En el nochero se inclina una sola fotografía que siempre es la primera en liberarse del polvillo que entra por la ventana. La cara en ese retrato es familiar a la de Humberto, tan parecida que es ella quien dedica en el reverso de su imagen todo el amor para un padre que la ama con todo lo que un buen hombre puede dar. Es ella quien ha entrado al cuarto esta noche, vestida con su uniforme de la escuela, a ver al padre porque es allí donde eligió contarle un secreto. Se le ve muy alentada a hablar después de haber sido bienvenida con un poderoso abrazo del padre reforzado por un mes de ausencia, casi el lapso suficiente para que se perdone cualquier cosa que se tenga que confesar, así sea que ella, sin la edad suficiente para comenzar a penar, todavía con la ternura de los vellos dorados en los muslos, está encinta, y ya se comienza a notar de perfil el inflamiento de su panza.

Lloraron el padre y la hija cada uno en su esquina, lejos de sí por haberse herido con palabras malsanas, y por haberse dicho cosas que jamás imaginaron. La niña supo que su padre conocía el vocabulario mejor de lo que pensaba cuando salieron de su boca sinónimos de puta en todos sus matices, golfa, meretriz, perra, seguidos de algunas frases compensatorias de la herida, mi nena, mi tesoro, te amo. Esta no era escena alguna en la que se hubiera visto a Humberto. La niña tomó bocanadas de aire varias veces hasta que su respiración se reguló. Levantó el maletín del piso y lo colgó sobre su hombro para terminar la conversación diciéndole a su padre que se iba a casar con quien puso la semilla en su vientre, porque le amaba más que a nadie, y salió a la calle dejando la puerta abierta.

Cuando estuvo solo se acostó bajo el rayito de luna que únicamente en ésta época del año le pega a su cama, y regresaron a su mente como truenos las palabras que descargó sobre su hija, esa lección de conocimientos generales de la lengua guardada por pudor, pero lanzada hacia la pobre sin compasión en medio de la sacudida que le causó moretones en los brazos, sin querer, en el impulso de la sinrazón.

Humberto sale a la calle ahora que ha amanecido. No sabe muy bien a dónde ir, pero en su mente lleva una carga que le dificulta levantar la cabeza para mirar al frente como los que van a su lado a otro ritmo. Camina despacio, con las manos en los bolsillos de su pantalón, y un dedo se le escapa por el hoyo en el fondo de la tela y logra sentir su piel erizada por el frío. Piensa en el lugar más cálido, aquel al que va siempre por costumbre, por necesidad sólo una vez cuando su esposa lo dejó y tuvo que buscar amparo bajo los ojos de los santos. Acelera su paso en tanto sabe que es en aquel lugar donde podrá ser igual que todos, donde el ambiente sereno le alimenta y le llena de paciencia. Se queda un rato parado en el vano de la entrada al templo y mira lentamente a su alrededor. Da unos pasos y se sienta en la última banca. Humberto se arrodilla y frunce el ceño que aprieta con los pulgares, saca un anillo deslumbrante de su bolsillo y repite oraciones, pero todo esto ya se sabe que lo ha hecho.

La niña, mientras Humberto ha estado hundido en las imágenes de su cabeza, ya ha tomado una decisión impulsada por el miedo. En lugar de creer que todo va a salir mal de ahora en adelante y que el presagio que el padre le hizo acerca de una vida negra se cumplirá, la niña quiere ahora un espacio en la ciudad de los vivos, y una familia como todas para sumarla al caudal de gente que inunda las calles. Su elección ha sido desposar a quien la ha preñado, pero no ha sido una decisión que haya tomado sola. Aquel niño inmaduro ante los ojos del mundo le ha dicho que quiere ver crecer a su hijo, que cambiará y dejará la banda, que comenzará a trabajar para proveer como los buenos padres preocupados y que le llevará regalos en cada aniversario.

Humberto se levanta ahora y toma el pasillo de la izquierda, donde las señoras se han reunido a poner monedas en las ranuras que encienden las lamparitas. Va mirando a los costados. Humberto tiene en su mano la moneda que enciende la lámpara, y mientras la soba con los dedos dentro de su bolsillo, la niña está esperando en el andén a que el hombrecito rojo en posición de firmes se convierta en el verde que simula un paso y pueda entonces cruzar la calle junto a los demás que aguantan la espera de un semáforo concurrido. Humberto ya ha llegado hasta la fila de lamparitas y está escogiendo a cuál de las apagadas darle vida; la niña aún espera a que la luz se vuelva roja para los carros y ella pueda cruzar sobre las rayas pintadas en el suelo. La mano de Humberto se dirige hacia la ranura en la que cabe sólo el ancho de la moneda, con su mente vacía por ahora sólo haciendo el esfuerzo mecánico de estirar el brazo; la niña espera inquieta en primera fila a que los conductores también obedezcan la señal consabida por todos y se detengan en su momento, piensa en su hijo y en su padre, y se siente atrapada entre esas dos generaciones. Justo en este instante, cuando la moneda está entrando en la ranura y rechina el contacto de los metales, Humberto suelta su deseo, la petición que hasta ahora ha guardado, y pide a Dios que lo escuche con todas las fuerzas de su alma. Confluidos los puntos que hacen fuerte un llamado y se hace audible sólo para quien tiene oídos en todas partes, exige a Dios que lo libere de la situación y que impida el casamiento de su hija con ese al que odia sólo por haberse interpuesto en su camino robándole lo más preciado de su vida. La niña ha visto al hombrecito verde y ahora puede caminar porque el paso está libre, pero ha cometido una falta de precaución al poner el pie en el pavimento sin mirar a los costados, confiando en que nadie va a tomarse la ley por su cuenta y va a transitar cuando no debe, oyendo por última vez un rechinar de llantas que dejaron marcado su trazo negro sobre la vía antes de ser enviada a volar casi tres metros. Humberto admira la lamparita que brilla independiente de las demás mientras su hija yace muerta no lejos de allí, rodeada de curiosos que gustan de la sangre ajena, mostrando la carne bajo su piel despedazada por el piso pedregoso. Todos miran a la niña sin saber que han sido dos las víctimas en ese único golpe fatal y que dentro de ella muere también un vástago que no sobrepasa una ciruela.

La visita a la casa del Altísimo ha dejado en Humberto una satisfacción. No está seguro por qué, pero siente que ha sido escuchado, que su devoción le implica menos distancia entre los débiles de fe y ese que todo lo puede, y que su clamor ha llegado por vía expresa hasta Él, que cuando quiere, atiende. Asoma a su casa de nuevo, ignorando totalmente lo que la vecina ha venido a decirle con gran afán, y mientras inserta la llave en la cerradura, ella, con lágrimas en los ojos por el aterramiento, toma el aire con el que suelta la atrocidad que ha ocurrido y de la que se ha enterado a través de una llamada de la policía.

Humberto ha caído con las manos en el suelo, y se llena de una sensación de nauseas que es reconfortada por el vaso con agua que la vecina trae en medio de la conmoción, y que le da en la boca como si fuera un niño incapaz de sostener su propio cuerpo. Ella quiere agregar un abrazo que se interrumpe por la carrera loca de Humberto hacia la calle. Su vista está nublada por la aguasal que inunda las cuencas de sus ojos. Sus pasos lo llevan de regreso al lugar de donde vino sólo minutos antes, después de depositar la moneda que compró la luz de media hora y decide volver a entrar, no taciturno como antes, sino a implorar que la justicia divina le brinde alguna explicación. Corre por el pasillo central que separa las filas de bancas, haciendo sonoro su llanto en el lugar más callado que se puede encontrar en la ciudad y otros que están allí lo miran desilusionados porque interrumpe las meditaciones que corren en ese momento. Ya está muy cerca del crucificado cuando levanta la vista y lo reta a explicarse, a que le diga por qué ha comandado semejante acción. La gente sisea en acto de protesta por la interrupción. Arrodillado frente al altar, hecho una madeja de lamentos, su mente comienza a funcionar, y entonces lo sabe. El cristo agoniza con la frente ensangrentada por las espinas en su cabeza, y frente a sus ojos se ven los pasos de las mujeres que se acercan preguntándose qué le habrá pasado a éste que ahora llora sin consuelo.


jueves, 5 de agosto de 2010

VIAJE EN BUS

El segundo día de guayabo es el peor. Ya no se sienten las ganas de vomitar constantemente, pero la boca sabe a una mezcla de sangre y grasa y cosas rancias que suben por el esófago de vez en cuando. No lo calma nada y los antiácidos se juntan al sabor y lo empeoran.

El caso es que esta mañana me levanté con uno de esos. Hacía tiempo no me daba uno tan fuerte. Creí que no llegaba al baño, pero cuando estuve en el piso abrazando la taza sólo salieron muchas babas espesas que caían sobre el reflejo de mi cara en el agua. El estómago me pedía liberarse de algo que yo no podía soltar. Pensé que tal vez no le quedaban fuerzas a mi tórax ni siquiera para devolverme los venenos que le metía, pero bueno, qué le vamos a hacer. El cuerpo es más sabio que uno y si se confunde, hay que dejarlo pensar en calma y arreglárselas solo.

El despertador ya había sonado unas cuatro veces en intervalos de quince minutos. Una hora de retraso, mínimo, a menos que no me bañara y saliera corriendo con un pan en la boca a montarme al bus, con lo cual sería sólo media hora. Me quité los pantaloncillos, me miré desnudo en el espejo, me palmeé los testículos y le di un apretón al bulto sexual. Acerqué mi cara al espejo y estiré las ojeras azuleadas para mirar la carne roja bajo los párpados, saqué la lengua blanquecina y estiré los labios abiertos para ver las muelas. Hice una flexión de los brazos como los fisicoculturistas, me di una palmada en la panza que ya crecía y apreté la llanta que hacía rato quería eliminar con ejercicio, pero nunca me decidía. Me senté en la taza y cagué con dolor.

La ducha me hizo sentir mejor y hasta pensé en que podría comer algo. Llevaba dos días tomando cerveza sin comer, y ya quería algo de sal. Tal vez un huevo o una arepa con queso, queso campesino derretido, pero se demoraba mucho en preparar. Un huevo entonces. Frito, sin gracia. Salí de la ducha, me vestí y se me quitaron las ganas de desayunar. Le eché un ojo a la ventana de la vecina pero no la vi. No estaba de suerte.

Fui a la calle a buscar el bus. Caminé las tres cuadras desde mi casa hasta la avenida y esperé. Al menos no estaba lloviendo aunque no hubiera importado mucho, y vi a la gente entre los carros. Me pregunté cómo los pagaban. Todos se mueren de hambre en esta ciudad, pero cualquiera parece poder pagar millones en intereses al banco sólo para poder montarse tras un timón inmóvil a maldecir del tráfico. Algo estúpido.

El bus llegó y estaba atestado. Lleno de masas de carne y destartalado, otra basura con ruedas que anda por la ciudad a mil por hora matando gente. Me subí como pude y encontré la manera de sostenerme sin perder el equilibrio, agarrado de una varilla y de un tubo de metal junto a la registradora, con la punta del pie izquierdo sobre el primer escalón de la entrada y el otro volando en el aire. Quedé con el inmenso culo de una gorda en mi cara. Rogué para que la vieja no se me fuera a venir encima lanzándome al pavimento y de ahí a los infiernos. Era difícil, pero se lograba. El conductor seguía parando y más y más gente se metía de cualquier modo. La gorda soltó un gemido y se quejó con el tipo, ¡No más! ¿no ve que ya no cabemos? ¡Uich! ¡Tsszzzzs!

Mi cara estaba casi dentro del par de nalgas flácidas. Rogué otra vez para que no se fuera a tirar un pedo. Bajaron algunos y pude entrar poco a poco a la seguridad del interior, colgado ahora de una de las barras horizontales en el techo del aparato. La gorda miraba a todos los hombres sentados con desprecio y se quejó para sí misma de lo poco caballerosos que se habían vuelto. Nadie quitó los ojos de las ventanas. ¡Ayyy, uich! ¡Ay! ¡Ayy! Y carraspeaba la gorda y pasaba saliva y se quejaba y se tambaleaba con los frenazos y las arrancadas y las curvas sin aviso. Alguien frente a ella se levantó y pudo acomodar su gran culo en el asiento aplastando a quien estuviera en la ventana. Se abanicó con la mano y bombeó aire a sus tetas con la blusa ¡Ayy!...

Hasta allí todo normal. Cada vez que pierdo el transporte del Instituto, que pasa a las 7:20 en punto todas las mañanas, me toca irme en el público. Pero está bien. Excepto por esta mañana. Yo ya iba cansado y mareado y sentía que no podía respirar y que me iba a desaguar. Pensé en qué pasaría si, de repente, soltara un manantial de vómito anaranjado y cervecero a presión sobre todas esas cabezas sentadas, sobre todas las pelucas, las maletas, los uniformes, las corbatas, los maquillajes, los niños, la gorda. Me imaginé linchado por una turba furiosa de gente vomitada. Sonreí.

El bus seguía por la novena en un tráfico del demonio. Calculé que me haría falta una media hora para llegar a la oficina, y dejé de preocuparme por eso. Todavía no había asientos disponibles. Cada vez que alguno se desocupaba saltaba alguno de los que estuviera parado a cogerlo, así fuera sólo por un par de cuadras. Yo no quería saber nada de eso.

Con el movimiento y la marea de hombros y codos que arrastra gente por el pasillo, llegué hasta un lugar en donde pude estar más cómodo y dejar que volviera sangre al brazo izquierdo. Me arreglé el maletín sobre el hombro y miré el asiento de abajo. Una mujer joven ocupaba el espacio de dos personas. Tenía las piernas cruzadas sobre los dos asientos y abrazaba el respaldo de las sillas. Su cuerpo se inclinaba hacia la ventana y miraba hacia la calle y lloraba con las respectivas convulsiones de los hombros. Tenía las mangas de la chaqueta llenas de los mocos que limpiaba hacia arriba respingando la nariz. Sorbía mocos y lloraba. No podía verle la cara, pero el anverso de sus manos estaba tostado y tenía surcos profundos parecidos a pliegues de papel crepé. Me parecieron unas manos horribles. La gente no parecía ponerle atención al hecho de que ellos estuvieran parados y que yo estuviera parado y que esta holgazana llorona estuviera ocupando el puesto de dos. Problema de ella si le pegan. No sé por qué, pero sólo pude pensar que el llanto fuera porque le pegaban. Su papá, su novio, su amante, su novia, su padrastro, qué sé yo. Tal vez me pareció del tipo de las que les pegan y les gusta sufrir por eso, por eso no veía razón a que trajera sus problemas a mi bus y por eso robar mi asiento.

Saqué el libro que estaba leyendo. La máquina de follar, de Bukowski. Cuando llevaba con mucho esfuerzo dos páginas que casi me hacen perder el conocimiento y que no leí de verdad verdad, la de las manos negras ya estaba sentada mirando al frente como todos los demás y me llamaba halando la punta de mi camisa.

- Hammshhh shuiper hmmm-, dijo viéndome con los ojos vidriosos manchados de rimel negro y azul. Yo le miré las ventanillas de la nariz que brillaban.

- ¿Ah? Hábleme más duro que no le entiendo-, dije mientras guardaba el libro en el maletín. Me acerqué un poco.

- Es que… que… es que no puedhhhsstres-

- Mire. Déjeme sentar y me dice qué quiere porque no le entiendo nada-.

Giró hacia un lado para que yo pudiera pasar hasta el asiento de la ventana. Me acomodé y noté que varios curiosos voltearon a mirar. Yo no le quité los ojos de encima, sobre todo para tratar de leerle los labios, porque en verdad no le entendía nada.

- Mi papá… necesito una cllíinica, no sé qué pasa… creo que me voy a desmayar… no puedo caminnarrr… me voy a caer… tengo que llamar a mi papá-. Mierda, pensé. Cuál pegaron. Esta vieja lo que está es más loca que el chofer.

- ¿Qué le pasa? ¿Está bien?

- Necesito una clínica. Me voy a caer…

- Aquí está la Santafé, ¿se quiere bajar?


Comenzó a llorar otra vez. Yo miré por la ventana y vi a unos gamines corriendo sobre un puente peatonal. Orinaban a algunos carros que pasaban por debajo. Estaban muertos de risa. La mujer abrió su cartera y sacó la billetera.

- Necesito ir aquí-, dijo señalándome el carnet de salud. -Yo le pago, pero présteme un minuto de su celular, por favor… nesssessito llamarr a mi papáa… ¡me caigo! Ahhhhhh-.

La gente en el bus miraba hacia la calle.

- Vea, no tengo minutos–, mentí, -y guarde su plata, no vaya y sea que la roben-.

- Es que sufro de ataques de pánico. Tengo miedo de caerme. Ansiedad. Ya me tomé tres Xanax y…

- ¿Tres Xanax? ¿Me está hablando en serio? Esas vainas son las que matan a la gente. ¿Por qué?

Metió su mano negra al fondo de la bolsa y sacó unas pastillas que me mostró. Eran Xanax. Me dieron ganas de quitárselas y tomarme unas tres o cuatro.

- ¿Y estuvo bebiendo con eso?

- Noooou… no no no… Yo no bebo ni fumo. Yo soy MUY sana. Yo rezo siempre el rosario. Mi papá… necesito hablar con mi papá… bujuuujjjuuuuu. No tenía tufo, así que le creí. Sentí que las náuseas volvían.

- Mire. Hagamos una cosa-, dije. -Ya que no podemos hablar con su papá y que voy a llegar tarde al trabajo de todas formas, yo la acompaño hasta la clínica. ¿Le sirve Cafam?

- Sí, claro, siii.

- Bueno. Este bus pasa por La Floresta. Allí hay Centro Médico de Cafam, pero le advierto que se va a tener que quedar allá todo el día.

- Yo también trabajo. ¿Dónde estamos? ¿En qué calle vamos?-, preguntó la llorona.

- Casi en la 100. ¿Qué va a hacer?

- No sé… es que me voy a caer.

Yo estaba a punto de tirarla del bus para que por fin se cayera. Metió la mano a la bolsa y comenzó a escarbar desesperadamente. Sacó un cuaderno pequeño y se puso a anotar cosas con un bolígrafo mordido colgado del espiral. Se acercaba mucho al papel y lo alejaba cada tres garabatos. No me dieron ganas de leerlas. Luego abrió la última página y sacó la foto de una niña. Me la mostró. Era una niña muy fea y me dio lástima porque le iba a tocar sufrir mucho por culpa de la gente.

-Muy linda su hijita-, le dije.

-Es mi hermana. La niña de mi papá… Snifff… Frrrhummmm… Yo la quiero mucho… ¿Ya llegamos?

-Todavía no, pero estamos cerca. ¿Cómo se siente?

- Yo trabajo por acá. Voy a llegar tarde…

- No va a llegar-, le dije. En la clínica la van a demorar todo el día. No creo que la vayan a atender apenas llegue. ¿Tiene el teléfono de su psiquiatra?

- Ajá.

- ¿Por qué no lo llama?

- La

- ¿La qué?

- “La” llama. Es una mujer.

- Ah, bueno, LA llama, entonces. Dígale cómo se siente.
-Yo tengo pánico, tengo angustia y estrés… Siento que me quemo… Qué vergüenza con ese muchacho de la guitarra. Se asustó conmigo. Él creyó que yo le iba a hacer algo…

- No se preocupe-, dije. La gente es así de boba. Se deja asustar por otra gente como usted. Un tipo joven abrazaba un estuche negro de guitarra contra una ventana. Se estremeció y bajó la vista al piso.

Miré las rodillas de la loca y las apretaba bien juntas y me pareció que estaba buena. Tenía una boca sabrosa. Las quemaduras en sus manos parecían recientes, como sanguijuelas rosadas sobre una piedra negra. Maldije mi suerte.

-¿Cómo es que se quema?-, le pregunté.

- Siento que me arde la piel, que me arde la garganta, como si me hubiera tragado un cuchillo. Siento como hormigas encima de mí. Yo soy muy delicada…

- Mire. ¿Por qué no trata de ir a trabajar? Eso la distrae un poco y tal vez se sienta mejor. ¿Qué le parece? Y si se siente mal a medio día entonces ahí si sale para la clínica, pero déjese al menos ver en el trabajo. ¿Cuánto lleva ahí?

- Dos semanas.

- Por eso. Váyase a trabajar. Vea que si pierde el trabajo ahí si se jodió del todo.

- Pues si… tiene razón… ya he llegado tarde tres veces y… si me echan… buuujjuuuuujujuju…

- ¿En dónde queda su trabajo?


Me señaló un edificio café en la esquina de la 100 con Suba mientras pasaba de nuevo la manga de la chaqueta por la nariz.

- Venga le ayudo a timbrar para que se baje. ¿Puede pararse?

- Si, creo.

- Bueno, venga pues.

Tan pronto se levantó se abalanzó contra una de las sillas en el lado opuesto del bus que ya estaba más o menos desocupado. Los dos que estaban sentados se petrificaron y me miraron como pidiendo una explicación. Yo los desvié y le dije a la mujer que se agarrara duro de uno de los tubos mientras yo alzaba la mano para timbrar. La cogí de la chaqueta por la espalda y la sostuve. Cuando el bus paró se bajó despacio y hacía ruiditos con la garganta. Balbuceó algo que no entendí. La puerta se cerró, el bus arrancó y comenzamos a alejarnos dejándola sobre la acera, loca y perdida. Volví a mi asiento y a mi lectura. La historia se trataba de un tipo al que le toca ir a entregar folletos publicitarios con unos vagabundos, se emborracha, bota los folletos en un carro abandonado y regresa a su casa para meterse entre las cobijas y sentir el culo caliente de su mujer a quien despierta metiéndole el dedo del medio entre la humedad de sus piernas. Hacen el amor, toman vino en la cama y duermen hasta la madrugada. Tuve una erección. Mi guayabo no mejoraba. Me dio envidia de otras vidas.