jueves, 29 de julio de 2010

La pared - cuento infantil

LA PARED

A Jacobo, con todo mi amor

Esta tarde, cuando los pájaros daban sus últimos cantos al día antes de irse a sus nidos, oí un ruido en la casa que no había oído nunca. No es raro que en mi casa haya ruidos, sobretodo de noche, pero no son para preocuparse. La mayoría de las veces es el viento que pega contra la ventana y la hace vibrar. Otras veces se trata de las columnas y el piso de madera que se estrechan por el frío, y que suenan como si se hubieran roto por dentro. Pero no hay qué temer. La madera es fuerte y la casa está bien levantada. No por nada mi papá es un gran constructor de casas y siempre en el pueblo lo llaman para ayudar a otros en sus proyectos.
Al principio, creí que el ruido que había oído se había hecho en la cocina. Bajé las escaleras despacio, porque no quería espantar a lo que fuera que estaba haciendo ese ruido. Cuando llegué al final, me asomé a ver qué estaba pasando, pero nada, todo parecía normal, y hasta más silencioso que de costumbre, menos por lo que ya he dicho de las ventanas y la madera. Me senté en el último escalón y cerré los ojos. A veces, cuando uno cierra los ojos, oye mejor, y si se concentra mucho, los oídos se vuelven más desconfiados, y comienzan a sospechar de todo lo que oyen. Yo quería encontrar ese ruido, pero sin que nadie me ayudara, porque una voz dentro de mi cabeza me decía que ese ruido sólo yo lo podía encontrar. Me quedé ahí sentado un rato con los ojos bien cerrados y oyendo cosas. Descubrí que a las ventanas, cuando suenan, les ayuda el palito que cuelga del cordón para cerrarlas, rebotando una y otra vez sobre el vidrio. También descubrí los siguientes sonidos:
- El maullido de Jonás, cuando se mete de cabeza en la chimenea y pone las patas sobre los ladrillos negros, y que suena como si hubiera toda una familia de gatos dentro del tubo.
- Las gotas de agua que caen sobre el metal del lavaplatos con su ritmo, que rebotan y salpican mientras hacen el tiempo: tac… tac… tac… tac…
- El viento que silba bajo la puerta y que se cuela haciendo uuuuuuuuuuuuuu, uuuuuuuuuuu…
- Afuera de la casa, los columpios que me hizo mi papá y que les falta un poco de aceite.
Me quedé sentado otro rato cuando lo volví a oír. Era un sonido como de balón cuando rebota, pero rápido, con un zumbido de velocidad que daba un poquito de nervios. Sonaba muy dentro de la casa, como si fuera parte de ella. Me levanté de la escalera y seguí por la sala rodeado de los mapas de mi papá de todo el mundo, con los sitios a donde había viajado, con las banderitas azules pegadas con un alfiler en cada ciudad. Mi papá siempre me ha dicho que viajar es otra escuela para educarse, porque no hay nada más delicioso que hablar con alguien que haga cosas que te pueden parecer muy raras, pero igual las hacen y allá a nadie le parece raro.
Perseguí el sonido con los ojos cerrados otra vez. Desde el corazón de la pared parecía que susurraban algo, muy pasito, como si me quisieran contar un secreto, así que pegué mi oído y esperé a que se repitiera. De repente, sin que me lo esperara, sentí un golpe fuertísimo de tambor que me dio justo en la oreja y me hizo caer asustado. ¿Qué era eso? Una ola de calor me cayó sobre la cabeza y me hizo ver doble por un segundo. En el oído me retumbaba el sonido una y otra vez, como un eco en la montaña que repetía pummm… pum… pum… muchas veces, hasta que recuperé la visión normal y pude poner los pies sobre el suelo de nuevo. ¿Qué era? ¿Qué había hecho ese ruido que me había hecho doler la cabeza? Como no sabía, salí a correr. Atravesé a toda velocidad la sala hacia la puerta de salida, tenía miedo y pedí a mis piernas que se movieran más rápido de lo que jamás se habían movido porque creía que ese algo que estaba dentro de la pared me estaba persiguiendo, y en mi mente me lo imaginé detrás de mi hombro, listo para atraparme si me alcanzaba, salté sobre el sillón sin tocarlo -creo que impuse una nueva marca de salto alto- y llegué a la puerta agarrando la perilla como un rayo, salí de la casa y al fin giré para verla con sus luces encendidas en los dos pisos, tranquila, descansada, como si nada hubiera pasado, como si adentro no estuviera la criatura que yo había descubierto en mi expedición de ojos cerrados.
Tenía el pulso muy acelerado y el corazón me palpitaba con fuerza dentro del pecho. La carrera me había dejado con las manos en el pasto, nervioso, con la respiración agitada y preocupado por mi papá, que todavía estaba dentro de la casa y que no sabía de la existencia del intruso. Me sentí mal porque no alcancé a avisarle, pero el miedo me había hecho correr sin pensar. Algo seguro: tenía que rescatarlo. Pensé en gritar, pero luego pensé en que tal vez el intruso no supiera que yo lo había oído. Al fin y al cabo el que tenía la oreja sobre la pared era yo, y de pronto para los demás no había sido un ruido tan fuerte como para preocuparse. Pero yo sabía que había algo dentro de la pared y lo tenía que encontrar. Además, siempre que yo me caía, o me daba un golpe jugando, o lloraba, mi papá venía a rescatarme, me alzaba en sus brazos, me besaba en donde tuviera el golpe o la rapadura, y me tranquilizaba llevándome a comer un delicioso helado de nueces con vainilla. Esta vez, no. Esta vez yo lo iba a salvar a él y no él a mí.
Decidí entrar a la casa de nuevo. Me levanté y sacudí el pasto de mis pantalones, me metí la camiseta dentro del cinturón, pasé una mano por mi frente para quitarme el pelo de la cara, y caminé hacia la puerta que había dejado a medio abrir en la carrera de escape que esperaba nadie hubiera visto, porque comenzaba a darme vergüenza que creyeran que soy un cobarde, y eso sí que no. Nada de eso. Oí una voz en mi mente que decía: Esta es tu casa y la vas a proteger. ¡Esta es tu casa y la vas a proteger! ¡ESTA ES TU CASA Y LA VAS A PROTEGER! Eso me hizo más fuerte y decidido a volver a entrar. Subí los cuatro escalones hasta la puerta y miré hacia dentro a través de la ventana. Nada parecía estar en desorden. La luz seguía cayendo igual sobre los muebles, el reloj cucú seguía moviendo su péndulo de un lado a otro como si nada hubiera pasado, con la puertecita cerrada escondiendo al pájaro que salía a avisar la hora, el tapete estaba en su sitio. Todo estaba igual. Era como si sólo yo hubiera oído al entrometido visitante dentro de la pared, pero a la vez como si la casa supiera y lo estuviera escondiendo. Entré y cerré la puerta. Pensé en que no volvería a salir hasta que resolviera el misterio, o el misterio saliera por la puerta para no volver a molestarnos.
Fui hasta donde había oído el ruido. Miré la pared. Parecía un pedazo cualquiera de muro, con el papel de flores azules y rojas que llega hasta la altura de mi cabeza y que termina en un palito de madera que recorre toda la casa. Traje la lupa del escritorio de papá y comencé a investigar más de cerca, como en las películas. El papel se veía muy bonito y los colores se hacían más fuertes e intensos bajo la lente. Pude notar que la pintura tenía una especie de cráteres como en la luna, y que en algunas partes salían unos pelitos minúsculos que la brocha había dejado cuando pintaron, pero lo que más me impresionó fue que encontré una línea en relieve oculta que bajaba desde la altura de mis rodillas hasta el suelo. Busqué con los dedos dónde empezaba y dónde terminaba la línea bajo el papel de flores. Volví al escritorio y traje un lápiz con buena punta, lo puse sobre la línea suavemente, y se hundió e hizo un hoyo pequeñito en el papel. Saqué el lápiz, lo puse sobre otra parte en la línea y fue igual: se hundió y dejó un huequito en donde se hundió la punta. Esto estaba muy raro. Con mucho cuidado de no romper el papel, pero siguiendo la línea que se notaba por debajo, seguí la línea con el lápiz desde el suelo, subí hasta donde terminaba, seguí hacia la izquierda en un movimiento recto, llegué a la otra punta y comencé a bajar. Cuando volví a llegar al suelo, di un paso atrás y vi lo que había pintado. Había encontrado algo escondido en mi casa, algo que en mis exploraciones por todas partes nunca había encontrado y de lo que mi papá nunca me había hablado. Ahora tenía otro problema: ¿cómo se abría? Y otro más: ¿quería abrir eso que parecía una puerta? Estaba seguro de que allí se escondía lo que había hecho el ruido y tenía tanta curiosidad de saber qué era que me olvidé del miedo. Rompí el papel sobre el rectángulo y comenzó a verse un pedazo de madera diferente al que había en toda la casa, de un color más oscuro, pero con partes más claras que hacían figuras bonitas. Cuando retiré todo el papel y vi el cuadro de madera completo, lo toqué. Estaba caliente y me hizo retroceder, pero no tanto como para no intentarlo otra vez. Cuando me acerqué con la punta del dedo, comenzó a moverse agrietando la pared de la que caían pedazos al suelo, las lámparas comenzaron a apagarse a encenderse una y otra vez, y lo que antes parecía una puerta estaba saliendo de la pared en la forma de una caja cuadrada, retumbando y tratando de zafarse del marco que la contenía, en un esfuerzo que vibró por toda la casa haciendo mover las bombillas, los cuadros, los instrumentos del escritorio, los cubiertos sobre la mesa de la cocina, y cayeron pedazos de aserrín y madera al tiempo que el fuego de la chimenea daba una llamarada que subió por el tubo hacia el cielo que se la tragó. Creí que la casa se iba a venir abajo, cuando todo quedó quieto, en la oscuridad silenciosa excepto por unos rayos de luz azules, verdes, rojos y amarillos que salían del cubo, que ahora sufría de temblores pausados, cada tanto, haciendo el zumbido de pelota de antes pero más fuerte, sin pena de ser descubierto porque ya había salido de su escondite y estaba a la vista, aparentemente más tranquilo porque había salido de su trampa.
Creí que iba a desmayarme, pero resistí. Yo había descubierto esto encerrado dentro de la pared de mi casa, y yo mismo iba a averiguar de qué se trataba. Me acerque al cubo despacio. Las centellas de colores recorrían las paredes, el suelo y los techos de la sala oscura, pasaban por mi cuerpo de arriba abajo y de abajo hacia arriba, y eran tan fuertes que tuve que poner mi mano sobre los ojos para protegerlos, pero poco a poco me fui acostumbrando y ahora miraba maravillado aquella caja que guardaba algo poderoso. No sé por qué, pero sentí que esa cosa no iba a hacerme daño. Justo cuando estaba a punto de poner mi mano sobre la superficie lisa de la caja, hipnotizado por la danza de destellos de colores hermosos como de peces en un acuario, oí la voz de mi papá que me llamaba desde el piso de arriba, lo que obligó a los rayos a meterse de nuevo en los huecos a toda velocidad, dejando sólo la iluminación de siempre con los bombillos encendidos, el reloj a su ritmo, y el crujir de los leños dentro de la chimenea como siempre los dejaba encendidos mi papá en las noches de frío, o después de comer y sentarnos a ver las fotos en los álbumes de la familia mientras inventábamos historias con lo que creíamos que estaban pensando las personas en las fotos cuando se las tomaron.
Mi papá volvió a llamar. Subí los escalones de a dos por zancada y fui hasta su habitación. Abrí la puerta despacio y lo encontré recostado sobre el espaldar de su cama, con un libro en la mano y los anteojos apoyados sobre la punta de la nariz.
-¿Tienes hambre?, me preguntó-.
Yo estaba mudo.
-Hola…-, dijo, imitando la voz de una transmisión desde el espacio, con las manos puestas sobre la boca a modo de intercomunicador-,… -tierra llamando… repito, tierra llamaaaannnddddooooo…
Yo seguía mudo, asombrado de verlo tan tranquilo.
-Bueno, ni modo-, dijo mi papá, –Creo que este micrófono está dañado. Tendremos que esperar a que la nave de la vuelta a la luna para intentar otra vez…
-Papá-, dije, -¿no sentiste el terremoto? ¿no viste cómo se apagaban y prendían los bombillos de la casa? ¿y las llamaradas? ¿y las luces? ¿nada?
-El único terremoto que he sentido vino de mi estómago. Tengo tanta hambre que podría comerme este libro. ¿Tú no quieres algo? Qué tal un rico sándwich de atún con limón, mayonesa, pimienta y los bordes del pan cortados, ¿eh? ¿No te parece un manjar? Y qué tal acompañarlo con un delicioso vaso de jugo frío, ¿ah?... se me hace agua la boca de sólo decirlo…
-Estás loco, pá. La casa acaba de temblar, retumbar, rezongar, chirriar, graznar y chasquear y tú te quedas ahí fresco como pozo de lluvia, -dije casi enfadado.
-Haber, ven aquí-, me dijo, -déjame verte-. Me acerque hasta su lado y me apretó entre sus brazos, me dio un gran beso en la frente y me miró a los ojos. Estiró mis párpados hacia abajo, me pidió que abriera la boca, que subiera y bajara la lengua y que hiciera AHHHHHHH… me dio otro fuerte apretón contra su pecho y dijo: -Te quiero, precioso, pero parece que aquí el loquito no soy yo. Ahora anda mientras yo acabo de leer este capítulo y luego comemos juntos, ¿te parece?
Salí del cuarto y bajé las escaleras despacio, dejando un pie en cada escalón y viendo a través de la baranda hacia la sala. ¿Sería que lo había imaginado todo? No podía ser. Estaba seguro de lo que había visto y que había temblado muy fuerte. Pensé en los destrozos y los escombros, y supuse que sería prueba suficiente para mi papá de que algo grande había pasado. Para mi asombro, tan pronto llegué hasta el sitio en donde estaban los trozos de papel por el suelo, los restos de pared dejados por los temblores de la caja tratando de salir, y el reguero de aserrín que cayó del techo, no encontré nada. Todo estaba en su lugar acomodado perfectamente, y la caja había desaparecido de nuevo tras la pared que se veía intacta, sin rasgaduras ni rayones ni pedazos de papel colgantes. Al parecer, aquí no había pasado nada y todo estaba en orden como de costumbre.
Me acerqué a la pared a buscar el relieve de la línea que había encontrado antes, pero no estaba. Era un pedazo de pared pintado común y corriente, como cualquier otro de la casa. Tomé el lápiz del escritorio, lo llevé hasta el mismo sitio en donde había visto que se rompía el papel, pero en lugar de que pasara lo mismo de antes, la punta se partió y cayó al suelo. Me senté sobre el apoyo de brazos del sillón y me quedé viendo a la pared.
No recuerdo bien, pero pude haberme quedado dormido. Cuando abrí los ojos, mi papá me llevaba cargado sobre su pecho y abrazaba mi espalda, mientras que con la mano sostenía mi cabeza sobre su hombro. El suelo se hacía más pequeño con cada escalón que subía y que hacía mover mis pies colgantes de atrás hacia adelante. Justo cuando iba a dar la vuelta en el corredor para entrar a mi cuarto, entre las barandas del segundo piso, lo vi, o por lo menos vi el mismo brillo de antes que salía por la esquina de la pared, pero el sueño era tan pesado que me hizo cerrar los ojos sin remedio.
Anoche volví a soñar con él. Estoy seguro de que hay un sol en la pared, no importa lo que digan. Me pide que lo libere, pero tiene que ser de día para que pueda unirse a los otros rayos de sol que están en todas partes. El problema es que he ido durante una semana y no lo encuentro. No sé si intentarlo de noche porque mi papá siempre está en la casa y al pobre solecito le da miedo salir cuando está él. Me he soñado que es pequeñito y muy brillante, y que lo puedo coger con mis manos porque no quema, y que me cuenta que quedó atrapado cuando hicieron la casa porque se distrajo un momento cuando subieron la pared y le tocó conformarse con la caja en madera en donde está seguro porque nadie, sólo yo, puede verlo. Cuando por fin lo libere, le voy a decir que, por favor, cuando la vea en su regreso, le diga a mamá que la extraño y que la quiero.

El ser más feliz del bosque - cuento infantil

EL SER MÁS FELIZ DEL BOSQUE

A Jacobo

El bosque de los sauces creció cuando las semillas que el viento trajo una mañana a la pradera, se mojaron después de una lluvia que duró muchos días. Nacieron flores que desprendían toda clase de aromas, hongos como cúpulas llenos de puntos blancos, marrón y púrpura, plantas con hojas de muchas formas, árboles enormes de grandes ramas, y un musgo muy fino que crecía sobre las piedras y las hacía ver suaves y acolchadas como almohadas de terciopelo.
Poco a poco, vinieron los animales. Las ardillas aprendieron que si clavan sus garritas en la corteza del los árboles, podían subir hasta las copas a buscar nueces para comer. Los pájaros anidaron en las ramas más delgadas, donde ningún ladronzuelo vivaracho pudiera ir a robar sus preciosos huevos mateados. El grupo de gusanos de piel blanca y cabeza dura decidió hacer una gran cueva subterránea formando una ciudad, y se convirtió en vecino de las hormigas que habían llegado allí atraídas por el delicioso sabor de las hojas de trébol. Las termitas, a quienes también les gustaban las cuevas, decidieron hacer una montaña llena de carreteras por dentro en lugar de un túnel y así tuvieron un lugar dónde vivir.
Al poco tiempo hubo ranas y sapos de muchos colores, lagartijas de tonos verdes claros y oscuros con crestas de colores vivos y brillantes. Llegaron arañas de patas largas y traseros gordos, serpientes que se enroscaron bajo las piedras y ratones que pasaban como rayos por el suelo levantando las hojas secas en un huracán.
Los primeros animales grandes en llegar fueron un oso gris y un cocodrilo que se sintió muy a gusto en su nuevo hogar, nadando en el lago central de noche y de día descansando en el sol para calentar su gruesa piel.
Como llovía tanto, por el bosque corría un pequeño arroyo que llegaba hasta el lago, en donde cada mañana se reunían todos a contemplar el amanecer, a decirse los buenos días y a agradecer a la naturaleza su generosidad. En el bosque todos eran muy felices.
Un amanecer, cuando el sol iluminaba el hermoso bosque con sus primeros rayos y lo hacía parecer de oro y bronce, se oyó en medio de los grandes troncos de madera un llanto. Los animales se fueron despertando poco a poco y se miraban para descubrir cuál de ellos lloraba. El pájaro gritó desde arriba y dijo que él estaba durmiendo cuando oyó los lamentos, así que no podía ser él. El oso habló con su voz gruesa y dijo que él no había oído nada porque estaba muy dormido, y mostró su gran boca en un enorme bostezo que dejó a todos asombrados. La serpiente dijo que estaba mirando fijamente al ratón y el ratón dijo que él no tenía tiempo de llorar porque siempre estaba corriendo. Se sugirió que pudiera haber sido el cocodrilo, porque se sabía que ellos a veces lloraban, aunque no sintieran ningunas ganas de hacerlo. El cocodrilo se defendió diciendo que él había estado bajo el agua todo el tiempo, hasta que oyó el arrebato de los demás y decidió sacar sus ojos del agua para investigar qué ocurría.
Todos estaban confundidos. Estaban seguros de que habían oído un llanto, pero no sabían cuál de ellos había sido. De pronto, en medio de las voces mezcladas de todos, de las suposiciones que compartían y de alguna que otra idea loca de alguno, como que tal vez fue una nube que pasó muy bajito y se oyó su llanto que jamás se nota porque están siempre tan altas, entre el ruido que hacían todas las voces de distintos tonos al mismo tiempo, una voz aguda y simple se escuchaba desde el suelo pidiendo que la dejaran hablar, que tenía algo qué decir. Todos se miraron en silencio y apareció detrás de uno de los árboles la ardilla, y dijo:
-“Yo sé quién ha estado llorando, pero sólo hasta hoy lo hizo tan fuerte que pudimos oírlo.”
-“¿Cómo?”, se preguntaban los demás, -“pero, ¡si aquí todos somos felices! ¡Aquí nunca se ha visto la tristeza, o a alguien a quien la miseria lo haya atacado!”

-“Habla ardilla”, dijo el oso con voz grave, “dinos quién ha estado llorando”.
Todos los demás quedaron en silencio rodeando a la ardilla, que sintió que debía proteger la identidad de su amigo. Sacudió la cola y se quedó mirando un rato el suelo, pensativa.
-"No se los voy a decir", contestó la ardilla con un gesto de valentía mientras inflaba su pecho, cruzaba sus brazos y cerraba los ojos. -"No se los diré aunque tenga que vivir toda la vida en silencio."
Todos los animales miraban fijamente a la ardilla, pero ella estaba quieta como una estatua de piedra. Al parecer nadie podría hacerla hablar. De repente, el oso se enojó, salió de entre los demás y tomó a la ardilla del cuello, con sólo dos dedos de su enorme garra. La ardilla temblaba de miedo y se sacudía mucho tratando de zafarse, pero el oso era muy fuerte y no la iba a soltar. La llevó hasta su cara y la miró fijamente con sus grandes ojos rojos:
-"Mira, ardilla tonta. Si no nos dices quién ha estado llorando, cualquiera va a poder estar triste, y nuestro bosque va a llenarse de lamentos y de lágrimas y ya nadie reirá y todo se pondrá gris y el lago se volverá salado y todos tendremos que irnos de aquí. ¿Es eso lo que quieres? ¿Que se acabe nuestra vida?"
-"Tonta ardilla, tonta ardilla, tonta ardilla...", murmuraban los demás.
"Oh, no. ¡Se acabará nuestra vida!", -gritó el tucán y cayó desmayado con su gran pico abierto y los ojos en direcciones opuestas. Un topo que había estado fisgoneando desde su hoyo en la tierra, metió la cabeza y cerró la puerta de un porrazo.
La ardilla, aunque estaba nerviosa con sus piecitos colgando en el aire y con la cara del oso en frente, tuvo valor para seguir en silencio. Los animales comenzaron a pasar del susto a la molestia. Algunos se quejaban de lo egoísta que estaba siendo la ardilla al no contarles quién estaba causando todo ese revuelo con su llanto.
-“Si no nos dices quién es, tendremos que tomar medidas drásticas“, -dijo el gran oso con mucha seriedad, más tranquilo que antes, pero con una expresión que lo hacía parecer más alto y más fuerte.
-“Quiero decir algo, pero debes ponerme de nuevo en el suelo”, -replicó la ardilla al ver que los demás estaban muy nerviosos y que querían una explicación.
El oso hizo un gesto de desaprobación, pero como tenía curiosidad de saber qué tenía que decir la ardilla, la bajó de nuevo y la puso suavemente en el suelo. Luego la vocecita aguda de la ardilla continuó:
-“Este amanaecer, cuando todos oyeron el llanto y los sollozos, dije que sabía quién era porque lo sé desde hace mucho. Uno de nosotros llora todas las noches, casi en silencio, y he tratado de confortarlo y de darle ánimos para que no sufra, y le he dicho muchas veces que aquí en el bosque, entre toda nuestra felicidad, no debería haber ninguno que tuviera una tristeza tan grande porque para eso estamos los amigos, y como aquí somos tan unidos unos con otros, entonces creí que tal vez podría haber una solución que encontráramos entre todos. Esta mañana, cuando supe que ya todos habían descubierto lo que estaba pasando, decidí que les iba a contar. Lo que no imaginé fue que reaccionaran con resentimiento. La felicidad es un regalo de la naturaleza para compartir, pero eso no nos hace dueños de ella. ¿Quién dijo que nadie puede estar triste? ¿quién dijo que nadie puede llorar si está triste? y, sobretodo, ¿quién ha dicho que la tristeza acaba con la felicidad? Yo creo que sin tristeza no habría felicidad al igual que sin noche no habría día, o sin cielo no habría tierra…”
Todos habían escuchado el discurso de la ardilla con atención, y algunos se sintieron avergonzados por su actitud de antes. El oso, que estaba confundido por las palabras de la ardilla, dio un fuerte golpe en uno de los árboles que estaba cerca y gritó:
–“¡No voy a permitir que haya tristeza en este bosque!” y repitió, con todo el aire de sus pulmones:
-“¡NO HABRÁ TRISTEZA EN EL BOSQUE! Así que ardilla, nos dirás ahora mismo quién está arruinando nuestras vidas en esta plácida mañana de primavera”, -terminó de decir con tono grave y agitado por la excitación.
La ardilla, que temía ahora por su propia seguridad, intentó saltar hacia una rama, pero el oso fue más rápido y la atrapó con su gran garra antes de que pudiera escapar. La ardilla tenía mucho miedo y los otros animales veían la escena con terror, porque no se había visto u oído jamás que en ese bosque alguien hiciera daño a otro ser. De repente, en medio del alboroto, la tierra comenzó a vibrar, el viento sopló entre las ramas de los árboles y una gran nube de polvo salió de entre las hojas a toda velocidad. Una bandada de pájaros que anidaba entre la frondosidad de las hojas salió volando hacia el cielo como una mancha negra, y otros animales que estaban posados en los gajos verdes tuvieron que dar un gran salto a lo lejos o correr por el suelo. Se oyó un gran crujir, parecido al sonido de un trueno, pero más despacio, como suenan las ramas secas de los árboles cuando están a punto de partirse y caer. En ese momento, los animales más pequeños levantaron la cabeza y vieron lo que se les acercaba. Una gran voz profunda, como nunca se había escuchado, una voz que hacía parecer a la del oso como el de una pequeña hormiguita, dijo:
-“Soy yo al que buscan”. “Oso, suelta ahora mismo a esa ardilla y ponla en el suelo.”
El gran árbol sacudió sus ramas y movió su tronco de atrás hacia delante una y otra vez, puso sus ramas principales sobre la espalda e hizo un sonido extraño que parecía de dolor pero a la vez de alivio.
–“Hace mucho, mucho tiempo que no me movía”, -dijo esbozando una sonrisa que se dibujaba en su gran tronco, con sus grandes ojos cristalinos muy abiertos bajo los párpados de corteza que los cubrían, mientras caían miles de hojas secas a su alrededor por todo el movimiento.
El oso estaba maravillado, confundido y tenía el hocico abierto. La expresión de su cara era la de alguien que hubiera visto algo venido de otro mundo. Se veía muy pequeño bajo la sombra de ese gran árbol que ahora le ordenaba bajar a la ardilla. El árbol, después de su estiramiento y de sacudir todas sus ramas, continuó diciendo:
-“Hace mucho, mucho tiempo, antes de que todos ustedes nacieran, de que sus abuelos llegaran a este bosque a habitarlo, todos los árboles podíamos movernos. Jugábamos a lanzarnos al lago a flotar, nos revolcábamos en la tierra y éramos muy flexibles, pero ante todo saltábamos mucho. Éramos grandes saltadores y nos retábamos a ver si alguno era capaz de saltar el lago de un lado a otro… Eran muy buenos tiempos, -suspiró con nostalgia mirando hacia el horizonte.
El árbol carraspeó y estornudó lanzando al topo de nuevo a su hoyo en la tierra con el gran ventarrón. Se aclaró la garganta y prosiguió con seguridad:
-“Un día, vimos que empezaron a llegar pequeños animales que buscaron nuestras ramas para hacer sus casas y sus nidos, y que aprovechaban nuestras lianas para saltar de un lado a otro, y nuestras ramas y hojas para comer. Poco a poco nos fuimos quedando quietos, para no tropezar con alguna criatura terrestre, o no hacer caer los nidos de las ramas con los polluelos en crecimiento. Poco a poco todos fueron quedando dormidos en un sueño muy profundo y las raíces se hincaron más y más en la tierra hasta que no pudimos movernos más. De eso ya hace muchísimos años, y aunque el viento sopla y es muy reconfortante, es otro quien mueve nuestras ramas, y no es igual que hacerlo por uno mismo. Esta es la razón por la que lloro. Ninguno de mis hermanos árboles ha vuelto a despertar, y aunque sé que siguen vivos, creo que seguirán dormidos durante mucho tiempo más. Yo, para decirles la verdad, nunca dormí. Siempre estuve despierto, fascinado al ver cómo cientos de criaturas llenaban el bosque de movimiento, y me enamoré de su tranquilidad y su paz, y creí que estando quieto y en silencio haría un bien para todos, que era más grande que satisfacer mi ansiedad por volver al agua a flotar o por dar una gran carrera para caer de espaldas en el lodo envuelto en carcajadas”.
Los animales se miraban unos a otros. Los que tenían miedo antes, estaban sentados oyendo al árbol hablar pausadamente. El árbol bajó una de sus ramas hasta el suelo y le hizo un gesto a la ardilla para que subiera. Ella dio un salto y corrió batiendo su cola por la rama hasta el tronco, se posó un momento sobre la nariz puntiaguda del árbol, tomó impulso y llegó a una rama más arriba en donde se sentó a mirar desde lo alto a la multitud.
El oso habló con voz muy suave:
-“Por favor perdónanos, querido árbol. No sabíamos qué estaba pasando y sentí temor por los demás. En el bosque ha habido algunos que han intentado acabar con nuestro estilo de vida, y lo único seguro que nos queda es la felicidad. Pero por favor cuéntanos por qué has estado llorando. Dinos, por favor, si te podemos ayudar”.
-“Me temo que nadie puede ayudarme, amigo oso”, -contestó el árbol con serenidad soltando un largo suspiro. “He estado soñando con volver a moverme desde hace mucho, pero soy responsable de tantas vidas y mis raíces están tan enterradas que no creo posible volver a moverme nunca más.”
Un ave que había estado silenciosa mirando de un lado para otro a los que hablaban, dijo con voz dulce:
-“Siempre nos has servido de hogar y de refugio. Siempre has estado dispuesto a cubrirnos de la lluvia cuando cae fuerte, has soportado en silencio que te hagamos hoyos en el tronco para proteger a nuestras crías y polluelos, siempre nos has dado sombra en los días de calor, y nosotros ni siquiera sabíamos que estabas vivo. No me imagino cuántas veces sentiste la necesidad de moverte, y no lo hiciste para no causarnos una molestia”.
Los demás observaban con interés a ese pequeño pájaro de plumas azules y doradas que brillaban con los reflejos de la luz mañanera. El ave prosiguió:
-“Tengo una propuesta: ¡Vamos a liberar al árbol!”
- “Pero si eso es imposible”, -se oyó decir a alguno. “¿Cómo vamos a poder mover semejante peso con nuestros débiles brazos y piernas?
-“Es sencillo”, -contestó el ave. “Mudaremos nuestros nidos a otro lugar, cerraremos los hoyos que hemos hecho en él con resina de miel de abejas, curaremos las heridas que hemos hecho en su corteza cuando hemos querido rascarnos el lomo, y tú –dijo señalando al topo-, tú, querido amigo, cavarás el mejor túnel de tu vida alrededor de las raíces y soltarás la tierra a su alrededor para liberarlo. A ti, gran oso, te necesitaremos para que, con tu fuerza, muevas el tronco de un lado a otro y poco a poco aflojar sus raíces, para sacarlo de su encierro. Tú ardilla, con tu gran valentía, serás quien guíe toda la operación”
Los animales se miraron con ojos de alegría. El pájaro al que nadie había oído antes hablar porque pasaba sus horas cantando, había dicho muchas cosas ciertas. Los gusanos fueron los primeros en decir que ayudarían al topo a cavar. El cocodrilo, que había estado quieto como una piedra, se movió rápidamente y dijo que él ayudaría al oso a halar, siempre y cuando alguien hiciera una cuerda fuerte para atarla a su cola. Las arañas contestaron que se unirían para hacer la mejor cuerda jamás fabricada, con la seda más fina de sus barrigas que, como todos saben, es la cosa más fuerte del mundo. Uno a uno fue diciendo cómo ayudaría en el proyecto, y hasta los demás pájaros sugirieron que tomarían las ramas delgadas del árbol en la copa para ayudar a levantarlo en vuelo, si era necesario.
El árbol, que había estado observando la algarabía de la reunión, y que había prestado mucha atención a las ideas que todos exponían, lloró de nuevo, y una gran lágrima cayó dentro del pico del tucán que seguía desmayado. El tucán se levantó de un brinco, revoloteó y tosió y quedó empapado y confundido. Todos rieron al ver el susto del pobre tucán, que terminó riendo con los demás al unísono y se oyó una carcajada sonora en todo el bosque. Después de la gran risa, el árbol dijo con voz ronca y poderosa:
-“Gracias, amigos.”
Todos iniciaron la labor. La ardilla subía y bajaba del tronco para coordinar al topo y a los gusanos, de modo que sacaran sólo la tierra necesaria para liberar las raíces, que una a una fue quedando al descubierto. Los pájaros tomaban puñados de ramas de sus nidos y los trasladaban a otros árboles, depositándolos suavemente sobre las ramas, mientras que dejaban los huevecillos en los capullos de las flores con forma de cáliz al cuidado de la ardilla. Las arañas encajaron sus redondos traseros uno al lado del otro, y comenzaron a producir un hilo muy fuerte que enrollaron en un carrete con la ayuda de los ratones y las lagartijas. Los sapos y las ranas trajeron agua para saciar la sed de todos, ayudando de vez en cuando hacía falta dar una mano a los demás. La ardilla parecía el director de una orquesta y el árbol miraba orgulloso cómo todos los animales hacían su mejor esfuerzo.
Tres días y tres noches trabajaron los animales sin descanso, parando sólo para comer alguna baya o una nuez, y durmiendo a pequeños ratos por turnos. Lo más difícil fueron las raíces del árbol. Había estado mucho tiempo quieto, y habían crecido mucho dentro de la tierra. Sin embargo, el topo y los gusanos hicieron un trabajo maravilloso, y el árbol se sentía mucho más suelto de los pies, como si le hubieran quitado una gran cadena y ahora pudiera moverse.
Había llegado la hora. Las lagartijas ataron el hilo de la araña a la cola del cocodrilo y dieron varias vueltas alrededor del árbol. El oso estaba preparándose con estiramientos, haciendo traquear sus dedos y moviendo su cuello de un lado a otro, dando saltitos en un mismo lugar para calentar su cuerpo antes de poner su fuerza en funcionamiento. Los pájaros se alistaron en las ramas más grandes que pudieran tomar con sus pequeñas patas y el árbol suspiró dejando caer unas hojas secas al suelo. La ardilla dijo en voz alta:
-“¿Todos listos? A la cuenta de tres, todos con fuerza…
-“Unooooooo… doooooooos, y... treeeeeeeeeeeees…
El oso dio el primer gran empujón. Sus músculos se tensaron bajo el manto de felpa y de su boca salía espuma causada por el esfuerzo. El cocodrilo haló enterrando sus patas en el lodo y siguió halando hasta que los hilos de la cuerda se estiraron al máximo. Los pájaros batían sus alas a toda velocidad y miraban hacia el cielo, con sus patas agarradas de todo tipo de ramitas y chamizos que tiraban hacia arriba. El árbol se estremeció, bajó sus brazos y levantó la corteza que estaba pegada al suelo, tomo aire muchas veces y comenzó a mover las raíces poco a poco, removiendo la tierra a su alrededor en un gran esfuerzo que le hacía dar pequeños gemidos y graznidos, hasta que al fin, pudo verse cómo sus pies se liberaban de la tierra y eran libres una vez más, después de tanto tiempo. Al ver esto, los animales saltaron de júbilo y comenzaron a tomarse de los brazos haciendo danzas en círculos y gritando ¡viva! ¡vale! ¡lo logramos! ¡el árbol es libre! El oso se abrazó de la ardilla y le pidió perdón por haberla asustado antes, el cocodrilo sonrió y soltó una auténtica lágrima de alegría, los pájaros volaron en círculos y todos se mostraron contentos por lo que habían logrado hacer.
El árbol no pudo resistirlo y salió corriendo hacia el lago y se lanzó en un planchazo al agua, flotando y chapoteando, feliz de estar allí mirando el cielo una vez más directamente y no a través de sus ramas.
Finalmente, después de un rato, el árbol salió del agua despacio y pidió a todos que se reunieran a su alrededor. Cuando estuvieron todos presentes, dijo:
-“Amigos. Hoy me han hecho el ser más feliz del bosque. Su generosidad no tiene comparación. A ti, pequeña ardilla, te pido que cuides bien de tus amigos y que los sigas escuchando cuando tengan algo qué decirte. Tus preciosas orejas han sido un gran consuelo en mis días de tristeza. A todos gracias. Espero que sus vidas sigan siendo buenas, y que la próxima vez que alguien haga algo que no entiendan, no lo tomen a la ligera. A veces los cambios son lo mejor que puede pasar a una comunidad.”
Y así, el árbol tomó camino hacia el horizonte, en donde lo esperaban los lugares con los que había soñado desde hacía tanto tiempo, mientras los animales del bosque tomaban una merecida siesta después de tanto trabajo. El único que se quedó hasta el atardecer mirando el camino que había tomado el árbol, fue el oso, a quien se le vio rodar una pequeña lágrima por la mejilla. Desde ese día nunca estuvo prohibido estar triste en el bosque, y todo aquel que sintiera deseos de llorar podía hacerlo. Eso sí, nada podía impedir que los demás, al ver a alguien triste y con ganas de llorar, no hicieran todo por sacarle una sonrisa.

viernes, 23 de julio de 2010

Insorxismo

Este es mi primer blog. No es que le haya tenido aversión o que me haya espantado escribir así, al aire, al mundo real intangible de las máquinas que funcionan con esa misteriora substancia que es el software. No. Simplemente no había querido decir nada. Llevo años sin escribir nada. Con el paso de los días un montón de palabras me seguía como un lastre atado a mis tobillos. A veces me sentaba a contemplarle, tan callado e inocente, pero no me miraba. Otros días intenté hacerle frente al bulto, desafiarlo y pedirle que me abandonara. Allí seguía, ignorando mis súplicas.
Pues bien, decidí entonces vivir con él. Tantas veces he imaginado cómo sería si no tuviera metidas tantas palabras en la cabeza, pero ahora no me importa. Viven allí, escarban en la mente, y a veces quieren salir. Ya no voy a luchar contra ellas. Así son. Así soy.
Este espacio es para eso. Para que el lastre diga todo lo que quiera, y me utilice como a un médium para su propósito. Retiro de mi control toda culpa por lo dicho. Yo he estado ausente de todo esto.