martes, 16 de agosto de 2011

FRESAS

Charly estaba de botas de caucho y sombrero de paja, coronando una montañita rodeada de setos de flores frente a la cabaña campestre. Estaba algo sucio de tierra, y su barba y sus manos estaban untadas de alguna sustancia roja y seca como polvo de ladrillo. La luz en la espalda le daba algo de estoicismo a su figura. Se veía alto, bien parado sobre sus pies. Astrid y yo terminamos de subir la falda hasta que llegamos junto a él, y nos saludó mientras el sol, que estaba a medio caer por el horizonte, alargaba nuestras sombras por el pasto.

-¡Qué tal! ¡Hace tiempos!-. Me apretó entre un abrazo con palmadas que correspondí.

-Todo marcha, -dije-. -Ella es Astrid-. Charly le estiró la mano y la saludó viéndola a los ojos. Luego se inclinó para darle un beso en la mejilla.

-Hola-, dijo Astrid sonriendo. Miré su expresión. Algunas veces no me gustaba cuando saludaba a desconocidos, pero esta vez no noté nada más allá de sincera curiosidad, que yo también sentía. Este tipo había renunciado a un trabajo de director de una editorial en la ciudad y se había largado para un rancho en el campo a escribir una novela. O tenía mucha plata o tenía muchos huevos o estaba loco.

Seguimos al interior de la casa. Era un viaje al pasado, con muebles viejos y rancios. Frente a una gran ventana que daba hacia un paisaje coloreado con varias tonalidades de hermoso verde, eucaliptos y demás, había un gran escritorio viejo de madera gruesa que parecía pesar una tonelada. A la escena le daba contraste un brillante computador de último modelo en medio de un montón de papeles con dibujos y un diccionario gigante de sinónimos y antónimos aprobado por la Academia de la Lengua. Había una copia de un libro de instrumentos musicales antiguos.

-¿Quieren tomar algo? ¿Una cerveza?

-Yo sí-, dije. Astrid dijo que tomaría agua o té. Volvió a mi mente la idea de que quizá estuviera embarazada.

Llegaron las bebidas y nos sentamos en los sofás, quedando bastante hundidos. Toda la casa olía igual a lo que olía Charly. Toda la casa tenía un aroma a lana empapada y sudor.

-Es linda tu casa-, dijo Astrid.

Charly miró en derredor hacia lugares a donde no miraba nunca, e hizo un gesto con los hombros.

-Gracias. Es diferente a la ciudad. Hay menos comodidades.
-Por mí fuera, viviría en el siglo diecisiete. Por las comodidades nos tienen clavados los bancos y el gobierno.-, dije.
-Creo que es linda-, dijo Astrid. -Le falta un toque femenino, algo de color, pero creo que es linda… ¡uy, perdón!-, dijo llevándose ambas manos a la boca –a veces soy una imprudente-. Se sonrojó y buscó mi apoyo, pero yo estaba distraído viendo un rifle de la segunda guerra mundial exhibido muy alto en una pared. -No hay problema. Tienes razón-, dijo Charly después de revisar sobre su hombro el vano oscuro de un corredor hacia otra área de la casa. -Cuando dan las petunias y los novios, les corto y les pongo en un jarrón. A Roberta le gustan mucho-.

Yo no veía a Roberta desde hacía unos años, pero recordaba cómo le caía de bien un par de jeans llenos de rotos en las piernas que se ponía a veces para ir a la universidad. Era un poco callada, pero sonreía a menudo y se veía como una hembra saludable aunque uraña. Cuando supe que se había juntado con Charly, me sorprendió.

-¿Y en dónde se metió Roberta?
-Ya viene. Estuvo preparando un cheesecake de fresas. Es su obra maestra. Ya verán. Nosotros mismos las cultivamos. Casi todo lo que comemos sale de nuestra huerta.

Astrid se levantó de la silla, fue hasta la ventana y apoyó sus manos sobre el escritorio. Se inclinó ligeramente hacia el vidrio y el vestido acentuó sus curvas un poco. Noté una diferencia en la alzada de su culo que, cuando estaba desnuda, no se le veía.

-Es mejor, dicen, ¿no? La comida orgánica-, dijo viendo hacia fuera, como buscando algo en las montañas.
-Depende de lo que se considere mejor. Si te refieres a que es mejor que ir a la tienda y agarrar lo que necesites, no lo es.
-Me refiero a que es mejor para tu cuerpo. Dicen que uno es lo que come.

Charly sonreía mientras la miraba. No creo que se diera cuenta de que lo hacía, pero yo sí.

-¿Y cómo ha estado Roberta?-, pregunté.
-Pregúntale a ella-, dijo levantándose de su asiento. Astrid se volvió y enderezó su pose.

Yo también me paré y fui hasta donde había aparecido.

-!Roberta!, -dije-. !Carajo! ¿Hace cuánto?
-Hace mucho-. Recibió mi beso de saludo casi con la oreja. Tenía el pelo recogido en una moña, y de sus patillas se desprendían unos pocos hilos de canas brillantes que se enterraban entre el nudo de su pelo. Tenía unos treinta y tres años. Yo no la veía hacía cinco o seis. Miré sus piernas y no pude ver nada. Estaba vestida con un manto parecido a costales tejidos que bajaban hasta sus tobillos, y alhajas plateadas que le colgaban del cuello en gajos. Estaba descalza y no llevaba maquillaje, pero conservaba algo que todavía la hacía atractiva. Imaginé sus muslos y sus axilas y no pude más que verles completamente blancos.
-Te presento a Astrid-, dije. Roberta la miró y se acercó a ella tomándola por los hombros. De nuevo puso su oreja para recibir el beso.
-Mucho gusto, Roberta.
Astrid y yo nos sentamos de nuevo. Luego Roberta volteó a mirar a Charly, que para entonces estaba preparando la hooka para que fumáramos.

-Chito, ¿vamos a fumar antes de comer?, -pregunto Roberta.
-Lo que tú quieras, Rob. Muchachos, ¿qué prefieren?

Yo paso. Alguien debe manejar ese chéchere de vuelta a la ciudad, -dijo Astrid.

-Tú te lo pierdes-, dijo Charly. Esta cosa es lo mejor. Un plom y quedas en las nubes. Es de mi propia cosecha. Mira-. Mostró una bolsa de plástico negra llena de moños de marihuana de distintos tonos de verde, como la piel de una iguana hecha jirones.
-Charly se ha vuelto un genio para los trabajos del campo-, dijo Roberta. -Vivo con todo un profesor Yarumo-. En ese instante oímos unos graznidos espeluznantes y un golpeteo muy fuerte en la puerta de la cocina. Parecía que la fueran a tumbar. Astrid dio un salto y me agarró del brazo. Volteamos a mirar hacia la puerta.
-¡Charly! ¡No sacaste a Buda!-. Charly seguía acomodando cazos y mangueras y llenaba la barriga del aparato con un hilito de agua. Lo hacía con dedicación. Roberta fue corriendo hasta la puerta y la abrió dejando salir un cerdo gris y rosa del tamaño de un niño de dos años, con las orejas casi tapándole los ojos. Movía su nariz de arriba abajo y daba saltitos rápidos por la alfombra y sus pezuñas hacían clik click click cuando le daba al baldosín. Luego Roberta Lo levantó del suelo y lo abrazó poniendo su cara contra el hocico inquieto del cerdo que graznaba y batía su rabo enroscado.

-¿Quién es mi vida? ¿Mi amor? ¿Quién?-. Roberta lo mimaba y el cerdo casi moría de un infarto mientras batía sus patas.
-Ahora vas a portarte bien, -dijo Roberta al cerdo-. -Tenemos visitas-.

El animal salió en estampida y llegó a olisquearnos. Metió su hocico entre las piernas de Astrid y la hizo dar un salto sobre el sofá.

-¡Buda! ¡No! ¡Malo Buda! Chito, llévalo a su cuarto y dale unos juguetes. Si no, no nos va a dejar en paz. Es un loco ese niño-, dijo dirigiéndose a nosotros. Astrid estaba paralizada, pero luchaba por disimularlo. Charly dió una última mirada al armazón de la hooka y se levantó. Luchó un minuto por agarrar al animal que resistió, pero finalmente lo pudo alzar por la espalda dejando expuestos sus testículos en crecimiento. La panza era lisa, lampiña y pálida, no muy distinta a la de una mujer pequeña. Salió por la puerta hacia el cobertizo y se perdió de vista con el animal dando gruñidos.

-¿Tienen hambre?-, nos preguntó Roberta mientras alizaba su ropa y ordenaba sus collares.
-Un poco, pero haremos lo que ustedes ordenen-, dije amablemente.
-Yo sí. Muero de hambre-, dijo Roberta. -Les gustará lo que preparé. Voy un segundo a la cocina a ver cómo van las cosas. Qué pena el disparate.-. Cuando desapareció tras la puerta, Astrid susurró:
-Dios mío. ¿Qué carajos fue eso?
-Un cerdo.
-No seas imbécil. Ese puto cerdo casi me viola y te me quedas viendo no más. Además, ¿quién putas tiene un cerdo de mascota?
-Muchas personas. Hay gente que duerme con serpientes.
-Es un asco. Voy a tener pesadillas durante meses.
-No exageres. Y deja de susurrar.
-Si no susurro, grito. No me habías dicho que estaban tan locos.
-Yo no creo que estén locos. Tal vez sólo están aburridos.
-Aburridos, un culo. Lo que están es chalados. De verdad hay gente para todo. Parece que AMARA a ese bicho.
-Voy por otra cerveza, ¿quieres?
-No. Quisiera irme. Tengo ganas de vomitar.
-Trata de calmarte.

Fui hasta la cocina. Roberta estaba en cuatro patas con la cabeza metida entre una alhacena. Su culo se veía bastante forrado y, de repente, los trapos con que vestía parecieron menos horribles. Hacía ruido con el metal de las ollas y sartenes.

-¿Charly? ¿eres tú? No encuentro la maldita bandeja. ¿Charly?
-Soy yo. No soy Charly. Vine por otra cerveza, si no te importa.
-Nada de eso. En la nevera encuentras las que quieras. No pidas permiso la próxima vez. Sólo vienes y la agarras y ya-. Dijo todo eso con la cabeza todavía clavada dentro del negro hoyo.
-¿Necesitas ayuda?
-Eres un santo. ¿Podrías mirar en los cajones de allá arriba a ver si está una bandeja de flores amarillas?
-Claro-. Miré entre unos compartimientos. Sólo vi suciedad y polvo endurecido como arcilla. Había telas de araña y un montón de hojuelas gruesas y duras que alguna vez fueron cáscaras de mandarina. Luego vi hacia abajo y encontré la punta de la bandeja asomándose tras la nevera. La saqué y la entregué a Roberta.
-Gracias, lindo. Ahora llévate tu cerveza y vete a acompañar a tu mujer.

Salí y Charly estaba sentado en mi lugar junto a Astrid. Los dos voltearon sus cabezas para mirarme. Yo me quedé parado con mi cerveza en la mano. La media erección que había logrado en la cocina se esfumó.

-Ven, Nene-, dijo Astrid. Charly estaba mostrándome lo que hace acá. Es fascinante. ¿No quieres verlo?
-En realidad pensaba en fumar un poco de esa cosa que armaste.
-Oh, ah, oh. Claro, claro, por supuesto. Después seguimos viendo estas cosas. Ahora lo que importa es que pasemos un buen rato juntos-, dijo Charly.

Charly puso la hooka en medio de la mesa del centro de la sala y nos arrodillamos. Cada uno tomó una de las mangueras y, en el otro extremo, Acercó un encendedor. La máquina hacía burbujas y de la manguera salió una enorme bocanada de humo que me hizo atorar y toser con fuerza. Di un largo tirón a mi cerveza.

Estuvimos fumando un rato, pasándonos la manguera de la hooka. Roberta llegó y cayó pesadamente a mi lado, levantando un poco de viento.

-Si no me apuro, me dejan sin nada-.
-Esa es una doble negación-, dijo Charly.
-¿Cómo?-, dijo Roberta conteniendo una bocanada de humo.
-Lo que dijiste, “me dejan sin nada”, es una doble negación.
-Y bueno, Don Ezequiel Uricoechea, ¿cómo se supone que deba decir que si no corro me joden?

Reímos. Astrid también lo hizo. Sentí la rodilla de Roberta apretarse contra la mía durante la risa general. Miré a Astrid y le pregunté:

¿Quieres un poco? Un poquito no te va a matar.
-Gracias nene, paso. Ya estoy turra sólo de estar acá. Voy a la cocina a buscar agua. No te importa, ¿verdad Roberta?
-Adelante.
-Voy a cambiar el porro. Éste ya murió-, dijo Charly sosteniendo el moño quemado entre los dedos. Se levantó y fue hasta la mesa en donde tenía la bolsa, sacó un moño grande y comenzó a romperlo en pedacitos que ponía en un plato. Roberta se inclinó por el paquete de cigarrillos junto a la hooka, sacó uno, lo encendió y volvió a recostarse junto a mí.
-Mírame-, me susurró.

La miré y exhaló el humo sobre mi cara, con sus labios haciendo un agujero del que salía un hilillo apenas perceptible de humo. Se me puso dura instantáneamente. Charly regresó con la hierba y la metió en el cazo después de desechar la que estaba quemada.

-¿Listos para el Round Dos?-, preguntó alegremente.
-¡Lista!-, dijo Roberta inclinándose para coger la manguera que Charly ofrecía al primero que la recibiera.
-Esta vaina está buenísima-, dije.
-Te lo dije. Charly es un experto.

Oímos el agua del baño y Astrid salió con un vaso de agua en la mano. No me había dado cuenta de que hubiera entrado.

-Ya vengo-, dijo Roberta. Es hora de comer. Ya me dio la munchies. Y salió hacia la cocina.

Astrid posó su vaso de agua junto al cenicero lleno con las colillas aplastadas. Se sentó en una poltrona, y quedó con los brazos a los costados como si estuviera en una bañera. Dio un suspiro profundo cuando estuvo inmóvil. Su vestido se había encaramado sobre uno de sus muslos, pero no hizo nada para corregirlo. Era un muslo bastante apetitoso y pensé en mi suerte. Mientras Charly terminaba la operación de la hooka, Astrid lo miraba. Luego de un momento, dijo:

-Charly, ¿Sabes qué me gustaría? Me encantaría un gran vaso de fresas con crema.

Charly levantó la mirada y se detuvo en las piernas de Astrid. Luego me vio. Dijo:

-Hay pocas maduras, pero seguro encontraremos alguna que otra que se pueda comer. Las fresas son tan generosas.
-Yo iría por unas-, dijo Astrid. .
-Tendría que acompañarte, ¿no?-, dijo Charly, pero el “¿no?” era para mí y lo dijo viéndome.
-Pues, ¡vamos!-, dijo Astrid emocionada, saltando de la silla. Se acercó a Charly y lo tomó de la muñeca llevándoselo. Él simuló una pesadez que no tenía y se dejó arrastrar hasta la puerta, por donde se fueron riendo. Los oí alejarse.

Al poco tiempo Roberta salió de la cocina con una bandeja llena de verduras de distintos colores, y unos cubos blancos que parecían queso.

-¿A dónde se fueron?
-Están buscando unas fresas.
-¿Fresas?
-Eso dijeron.
-Fresas, fresas, fresas, dijo como terminando un suspiro.
-Astrid y tú se ven bien juntos. Es bonita.

Hubo un silencio. Luego Roberta dijo:

-¿Te acuerdas de nosotros? ¿Alguna vez? Yo a veces lo hago. Charly es un aburrido. El otro día antes de llamarlos a invitar pensé en lo bien que la pasábamos, ¿te acuerdas?
-Todavía me cuesta creer que vivas acá. Nunca lo hubiera imaginado.
-Charly es un gran tipo. Él me salvó la vida, ¿sabes? Cuando todos los demás me abandonaron, sólo él me dio la mano. Te pregunté si piensas en nosotros.
-No sé, de pronto alguna que otra vez.
-Yo sí. Hace poco soñé contigo un sueño muy real. Parecía que estabas ahí, ¿sabes?. Charly dormía y roncaba. Fue como estar en dos lugares al mismo tiempo.
-Dios, Roberta.

Se me acercó a la cara, sacó la lengua de su boca y pasó la punta sobre mi barbilla, labios y llegó a la punta de la nariz. Abrí la boca y entró con su lengua plena hasta el fondo de mi garganta. Hice lo mismo. Las pelotas me dolieron. Luego separé a Roberta por los hombros y le dije: -Para.

Oímos pasos afuera. Me pasé una mano por el pelo y me limpié la boca con la manga del saco. Se abrió la puerta y entraron Astrid y Charly con una caja de cartón. Astrid masticaba una fresa que acababa de morder.

-Hola chicos-, saludó Charly-. Trajimos unas fresas de lujo. Están deliciosas.

Astrid siguió de largo y puso la caja en medio de la mesa. Escogió una fresa y se la metió entera a la boca. Cogió otra y se la ofreció a Charly haciéndole un ademán para que abriera la boca.
-Vamos a ver cómo ando de puntería. Abre bien. Charly abrió la boca. Parecía un círculo rosado en medio de la barba negra. Astrid lanzó la fresa y le cayó justo en medio de la lengua. Charly masticaba y reía con Astrid.
-¿Ven? No he perdido el tino-. Cogió otra y se dirigió a mi.
-Ahora tú.

Abrí la boca y la lanzó. Me pegó en el ojo. Se dobló con una carcajada. Yo recogí la fresa del suelo y me la comí. Roberta se asomó a la caja con las fresas y dijo: -Están muy verdes. Charly, a estas fresas les faltan por lo menos dos semanas.

-Cogimos del suelo la mayoría. Pruébalas, están muy ricas.
-Se ven verdes.

Roberta escogió moviéndolas con el dedo, escarbando entre las pelotitas deformes, algunas todavía blancas, buscando alguna que estuviera a su gusto. Creo que tuvo éxito.

Decapitados

Mi primer cuento fue sobre cómo moría decapitada la directora de mi colegio al acercarse demasiado al columpio en donde iba yo a toda velocidad de un lado para otro. Le arrancaba la cabeza y había sangre púrpura y brillante por todas partes. Las niñas lloraban y los niños empezaban a jugar fútbol con la cabeza. Uno de ellos le sacó el ojo de una de las cuencas, se paró frente a las niñas y se lo metió en la boca haciéndolo explotar. Ellas gritaron y varios vomitaron. Luego vino la risa.


La profesora de literatura me llevó ante la Directora. Clara. La Directora Clara del Centro de Educación Individual. Me hicieron sentar en una mesa redonda a un costado de su oficina. Había un montón de cuadritos con fotos de plantas de follajes coloridos por toda la pared y varios trofeos dorados con medallas enredadas en ellos.. El psicólogo estaba en uno de los asientos con sus codos sobre la mesa y los dedos entrelazados bajo la barbilla. Cada uno tenía una copia de mi manuscrito frente a sí. El psicólogo empezó:

-¿Sabes por qué te llamamos?

-No-, contesté. Y en realidad no sabía.

-Te llamamos por lo que escribiste sobre Clarita.

Clarita tomó la hoja de papel entre sus manos y la alzó un poco de la mesa. Me miró y dijo: -A nosotros nos parece que esto no está bien. ¿Qué te hizo escribir algo como esto? ¿Es que me odias?-.

-No señora.

-Pero quieres que muera, ¿no?

-Claro que no señora. No quiero que usted muera, –dije-. Todo lo que sabía de la muerte era por un canario de mi papá que apreté entre las manos hasta que dejó de respirar. Lo saqué de la jaula para verlo como hacía mi papá, para saber si era macho o hembra soplándole la panza. Me acuerdo de su vitalidad y de cómo volaba desesperado de un lado a otro esquivando mi mano, de la velocidad de mi corazón, y también de su quietud cuando me di cuenta de que no se movía y lo puse de vuelta en la jaula sobre el periódico. Mi papá nunca dijo una palabra al respecto. Simplemente cogió su pañuelo y sacó al muerto de la jaula tirándolo a la basura. No hubo tristeza ni lágrimas. Supongo que tenía a otros cincuenta por alimentar y cuidar.

-Llevo veinte años educando a niños de todas las edades, y es la primera vez que leo algo como esto. ¡Y en cuarto de primaria!-. La directora apretó su entrecejo con las puntas de los dedos y suspiró con los ojos cerrados. Sentí que una llama de orgullo se encendía en mi pecho. Se me notó.

-¿Estás sonriendo? Esto no es para reír. Esto es grave. Podríamos considerar esto como una amenaza y eso es una falta grave. Héctor, ayude a este muchacho. Confío en usted-. La directora salió y cerró la puerta con firmeza.

El psicólogo sacó una libreta y unas hojas y comenzó a hacerme preguntas. Que si mis papás me pegaban, que si se odiaban, que si alguien en la familia me había tocado de forma “incorrecta”, que si alguien había muerto. No-no-no-no. Imagino que de haber contestado a alguna de esas preguntas con un “sí”, el tipo hubiera dicho “¡Eureka!, tenemos un niño traumatizado”, pero no. Nada de eso. Luego el tipo me pasó una caja de colores y me pidió que pintara lo primero que se me viniera a la cabeza. Pinté unas montañas ocultando la mitad de un sol naciente, y un riachuelo que atravesaba el prado recién cortado frente a una cabaña de madera coronada por un hilillo de humo que salía por la chimenea de ladrillo. Un par de aves surcaba el cielo y una pequeña oveja las veía volar hacia el horizonte mientras anhelaba su libertad.

El tipo cogió el dibujo y se quedó viéndolo un momento.

-Es muy bonito. A la directora la va a gustar saber que has pintado esto-. Yo no entendía cuál era realmente la diferencia. Era una mentira como la anterior, pero por alguna razón se hacía más aceptable, más “bonita”. Comprendí que todo el mundo quería que le dijeran mentiras bonitas y que eso de alguna manera se relacionaba con el arte. Comencé a amar el arte inmediatamente.

miércoles, 26 de enero de 2011

GORDA

Mi mujer está gorda. No es simplemente un caso de unos kilitos de más en su cuerpo rollizo, sino que está verdaderamente obesa. Cuando visitamos a su familia, los observo a todos tratando de descifrar si su descomunal tamaño viene de alguna línea genética visible, pero hasta el día de hoy no he visto a ninguno que se le asemeje en tamaño, ni siquiera un poco.

No siempre fue así. Cuando nos casamos tenía un cuerpecito delgado, con los huesos marcados debajo de las axilas, unas piernas largas y bronceadas, y su cuello se levantaba como una torrecita para sostener su rostro que brillaba como si tuviera luz propia. Me acuerdo que en esa época no le podía quitar las manos de encima y teníamos mucho sexo atlético y sudoroso. Hace poco estábamos viendo fotos viejas, de antes de casarnos. En una de un paseo al río, mi mujer tenía puesto un bikini rojo que me producía celos porque llamaba la atención de los demás hombres. Sus tetas se veían bien, paradas y duras, y la pieza de abajo era un hilo dental que se metía entre sus nalgas para desaparecer en la oscuridad de su entrepierna. Vimos las fotos con detenimiento y, mientras sacaba una cuchara repleta de helado de vainilla y almendras para llevarla a su boca, dijo “En esa época tenía mucho acné. Era horrible.”

Hace dos años comenzó a comer, exactamente en su cumpleaños número treinta. Se comió medio pastel de chocolate con caramelo, y luego dijo, mientras cogía con las dos manos su entonces pequeño balón de estómago, “quedé llenísima, pero quiero más…”. Desde entonces siempre piensa en comida. Al cabo de un tiempo, también en las noches atacaba la cocina para comer “una dosis”, como le decía a los antojos. Pero lo que en un principio fue una serie de pequeños caprichos gastronómicos de medianoche que se llevaba a la cama, se transformó en una cena adicional entre la comida y el desayuno, que se comía sentada en el comedor a las tres de la mañana. A veces, para no ensuciar la vajilla y tener que lavarla una y otra y otra vez, mi mujer se come una mezcla de todo lo preparado directamente de la olla en donde cocina, de modo que con una cuchara basta para consumir todos los alimentos de una vez.

Mi mujer suda mientras come. Se sienta frente a la olla llena de comida picada y revuelta, truena los dedos, coge su cuchara con la mano derecha, guarda la otra bajo la mesa, enfrenta la montaña de comida y se pone a comer. Se mete las cucharadas colmadas entre la boca a tal velocidad que se alcanzan a ver los pedazos sin masticar del bocado anterior. Me ha dicho que le preocupa quedarse sin dientes, pero le contesto que no se preocupe, que tengo un amigo odontólogo que con gusto le haría una boca nueva con dientes más fuertes.

No sé cuánto ha crecido mi mujer desde que empezó a comer, pero creo que estamos al borde de una crisis. Hace como un mes estaba yo en la cama viendo televisión cuando comenzó a hacerme juegos y a tocarme con sus manazas sobre el pantalón tratando de bajarme la cremallera. Al principio yo no quería porque estaba algo cansado del trabajo, pero ella estaba como un animal, mezcla de salvaje y burda carne caliente, con su enormidad amenazante haciendo sombra sobre mi cama. Fue al clóset y se puso un pequeño vestido rosa con encajes y un brasiercito negro que traslucía por el velo sedoso. Se me acercó despacio y me dio un beso en la mejilla y comenzó a jugar con sus tetas frente a mí. Luego salió un minuto del cuarto y volvió con una pata de pavo en la mano masticando el mordisco que le había dado. La luz que entraba por la ventana se reflejó en sus labios grasosos haciendo destellos. Gotas de aceite caían de la pata al piso y ella las aprovechó para jugar un poco más untándose grasa en sus gigantescos pezones. Se puso la pata en la entrepierna como si fuera un pene y me lo mostró levantado hacia el techo. Comenzó a masturbar lentamente la pata y a subir y bajar su mano sobre ella. Luego la subió y le dio otro mordisco que, a medio masticar, me escupió sobre el cuerpo y me dijo que me lo tenía que comer si quería seguir viendo. Me tocó comerme su pedazo masticado, pero aún tenía algo de sabor. Rogué para que no me fuera a tocar ponerme debajo de ella. Estaba preocupado ante un aplastamiento.

Cuando terminamos, ella jadeaba exhausta boca arriba y su carne ocupaba casi toda la cama. Yo en mi esquina, desnudo, me sentí al borde de la muerte. Su respiración ocupaba casi todo el aire de la habitación y, como me sentía algo mareado, le pedí que me dejara abrir la puerta. “Tengo hambre”, dijo. Le dije,“te voy a preparar algo. Ya verás cómo te va a gustar”. Ella sonrió y me preguntó si no le había parecido algo extraño lo que hizo con la pata del pavo. Parecía que estaba preocupada por eso. Yo le dije que la gente en la intimidad hace cosas así, y que no había de qué preocuparse. “Estoy brava contigo. Es increíble que no la hayas encontrado.” Yo sabía que me hablaba del incidente, pero no es fácil encontrar en la penumbra el pliegue exacto en donde está su vagina. Cuando vio que me había equivocado, amorosamente corrigió el camino y me llevó hasta donde debería ir. Lo que le molestó más, me dijo, fue que yo no me hubiera dado cuenta, pero la sensación es prácticamente la misma. Tengo eso para excusarme.

Ahora su tamaño está hecho de un conjunto balanceado de redondeces y óvalos. La cabeza parece una protuberancia sobre sus hombros, como si alguien hubiera metido la mano dentro de su cuerpo y hubiera sacado de sus entrañas medio melón haciéndole luego un par de rayas para los ojos. Su piel se agrupa en capas desde el cuello hasta los muslos, una encima de la otra, como quedan los conos de helado cuando se sirven de una máquina. Cuando se viste de verde y se pone los aretes grandes que le regalé, parece un árbol de navidad. Otro día tuve curiosidad de ver si alcanzaba su ombligo. Ella me retó con una sonrisa y meneó el dedo diciendo "no, no... No eres capaz..." Claro, como a cualquiera cuando lo retan, no pude resistirme y tuve curiosidad así que le dije que se quitara el camisón y antes de comenzar la búsqueda, dijo "yo misma he intentado muchas veces, y nada. ¿Crees que no me baño?" Ella parecía contenta. Me gusta verla así, de modo que le seguí el juego. Remangué mi camisa en el brazo derecho hasta el bíceps, puse la punta de mis dedos en el vórtice del remolino en donde calculaba yo que podría estar su ombligo y entré. Pensé que podría haber usado algún lubricante, pero ya estaba hecho. Era como meter la mano entre dos colchones cuando hay diez personas sobre la cama. En un punto, cuando iba por el codo, sentí temor por mis huesos, especialmente cuando ella se reía por las cosquillas y se movía de arriba abajo: ya se sabe que el brazo de una persona puede doblarse sólo hasta ciertos ángulos. Aunque el sudor me ayudaba a resbalar por los vericuetos de su piel, estaba muy cansado. Me iba a dar por vencido cuando toqué algo metálico que identifiqué inmediatamente como una moneda. La agarré con fuerza y la saqué al exterior después de haber naufragado quién sabe hace cuanto entre su piel. Se la mostré a mi mujer y se puso feliz. “Uy”, dijo, “mis cuentas sí estaban mal, después de todo… pensé que alguien me habría robado. Pero sigue, que esto será plata, pero no es ningún ombligo…” Yo, la verdad, no quería seguir, pero habiendo encontrado algo me picó la curiosidad y quise saber qué más podría encontrar entre su inmensidad. Cuando terminé la exploración mi mujer estaba casi dormida. Yo estaba sin camisa y sin pantalones, y en ocasiones tenía que tomar aire para meter mi cabeza dentro de ella porque el brazo no alcanzaba el fondo. Tenía que hacer fuerza con mis pies sobre la pared para entrar así fuera sólo un centímetro más. Así estuvimos cerca de una hora, en un mete mano-saca cosas. Al final había en un montoncito: un pasaporte, una caja con dos donas rancias y aplastadas, mi reloj de pulsera perdido (sin pila), un llavero, un par de calzoncillos míos y una bolsa con semillas que no pude identificar. Seguramente hubiera encontrado más cosas, pero estábamos muy cansados de modo que me quedé dormido sobre ella. Siempre fue cómodo acostarse sobre su vientre. Por cierto, nunca encontré el ombligo; ella generalmente tiene razón.

Hace una semana que no duermo en el cuarto. Ella dice que ha estado enferma y que prefiere que no entre. Oigo bajar el agua del inodoro unas diez veces al día, y la televisión está a todo volumen, pero no me dice nada. Le dejo la olla con su mezcla de comida en la puerta y me pide que me aleje, incluso que me vaya. Cuando regreso, así haya estado afuera sólo cinco minutos, la olla está vacía en el mismo sitio en que la dejé. Eso pasa muchas veces diarias. Ahora no tiene que pedírmelo: simplemente hace sonar una campana y me pongo a cocinar. En mi trabajo ya no toman más excusas para ausentarme, pero no soy capaz de dejarla sola y enferma.

Unos días antes de encerrarse, mi mujer me dijo que estaba preocupada porque nada la saciaba. Su hambre estaba consumiéndola. Ese día volví del trabajo y la vi sentada en medio de la sala viendo televisión. Estaban dando un programa sobre la preparación de un cerdo rostizado. Estaba imbuida en el programa tanto que no me sintió llegar. Le dije “hola” varias veces, pero su mandíbula se suspendía abierta sobre una de las papadas que le caían del cuello y de su boca salía un chorro constante de saliva. Como pude, subí una pierna sobre una de sus rodillas, busqué una saliente de las caderas en dónde apoyarme, me sostuve de una mano cerca de su cuello y logré balancearme hasta subir al nivel superior de su cuerpo. Al no ver ninguna reacción con todo el movimiento, me preocupé y di un último salto hasta sus hombros en donde le grité al oído “¿QUÉ TE PASA?” y ella se asustó, obviamente, y levantó una mano hasta su hombro como para espantar un insecto lanzándome al otro lado de la sala, en donde caí casi inconsciente entre las dos neveras. Al verme volvió en sí y dio un alarido mientras se me abalanzaba para recogerme. Me dio un beso en la cabeza que me dejó saliva entre los oídos y me pidió perdón mil veces en tanto me ponía en medio de sus tetas y se levantaba para llevarme a hacer una curación de mis heridas. “No es grave”, le decía yo, pero ella no paraba de pedirme mil perdones por lo que había hecho. Estaba de verdad arrepentida. Me dijo que si hubiera de matar a todos alguna vez yo sería el último. Luego se puso a llorar. Traje un vaso para recoger sus lágrimas, pero se llenaba al poco tiempo y luego decidí ir por un balde que tampoco sirvió. No quedaba más que mojarme, pero me pareció poético que lloviera dentro de mi casa, así que me dejé llevar.

Anoche intenté entrar al cuarto. Quise ver cómo estaba y si podía dormir en la cama, porque estaba cansado del sofá. Traté de abrir pero no pude. Parecía que hubiera trancado la puerta con algo, posiblemente el armario de la ropa, así que tomé impulso y me abalancé con todas mis fuerzas y le di una patada con tal fuerza que le abrí un hoyo en la madera del tamaño de un balón de fútbol. Cuando quise asomarme al hueco para ver cómo estaba mi mujer, me encontré con una especie de líquido viscoso y rosado que salía despacio, a la velocidad en que se mueve la miel dentro de un frasco. Di un paso atrás y comencé a ver cómo brotaba esa masa con algunos pedazos de pelo, un ojo, una mano que reconocí porque llevaba la alianza del matrimonio, sus pies, primero uno y a los cinco minutos el otro, y kilos y kilos de piel imposible de identificar. La puerta cedió al ímpetu de la carne y se rompió, dejando caer a mi mujer descuajada sobre el piso. Pensé que estaría muerta, pero unos ruiditos dentro de las capas de carne llamaron mi atención y comencé a buscar la fuente hasta que encontré su boca que me decía, “tengo hambre… tengo hambre…” No sé qué voy a hacer con ella. He pensado en dejarla ahí en la sala, pero me preocupa que comience a tener mal olor y los vecinos puedan decir algo. Yo seré el marido, pero no le voy a limpiar el culo ni aunque supiera en dónde está. Por ahora voy a ver si duermo sobre ella hasta que encuentre la forma de sacarla sin hacerle tanto daño.

viernes, 7 de enero de 2011

somos unos vagos



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llego a la oficina, tarde después de una hora en el bus aguantando saltos, empellones y sacudidas. el bus navega por la calle como una serpiente en el desierto. el que lo maneja cree que está solo en el universo. las fuentes de la vida que lo mantienen vivo están conectadas mediante tubos a sus brazos y su pie derecho. y fluyen eternamente. sólo existen él y su aro giratorio, las imágenes de las vírgenes en el parabrisas y una vía al infinito que lo espera. persigue arcoíris en su delirio. los pasajeros esperan sentados la hora de su juicio, en silencio; vamos en la barca de caronte. me bajo del bus y llego a la puerta del edificio. hay policías en la entrada, pero nunca nos revisan. llevo un moño de porro en una bolsa entre la mochila. paso mi carnet por el sensor electrónico y la barra de metal se corre automáticamente dejándome entrar. “buenos días, señores (hijueputas)”.  la oficina está asquerosa. hay polvo por todas partes y el golpeteo perpetuo del martillo de los remodeladores se hace intolerable. sale una mujer que trabaja conmigo y me habla. hace algún comentario sobre la nube de polvo que nos va a matar si seguimos en estas condiciones y me pregunta ¿cómo haces para soportarlo? le digo que no me molesta. la mujer vino a la oficina con su hijo de cinco años que se asoma entre sus piernas y me mira. tiene un tapabocas sobre la cara y sale corriendo cuando lo veo a los ojos. las luces de este sitio deberían ser restringidas para salas de manicomios. si se quiere curar a alguien de una enfermedad mental, mejor cocinarlo debajo de estas luces: matan neuronas y la gente se va volviendo cada vez más dócil. llega un tipo y me dice que van a cambiar las redes de comunicación de lugar y que es posible que nos quiten de acá. me encojo de hombros y le digo que está bien por mí. se me acabó el café. sirvo más. pasan con poca frecuencia algunas bellezas. tengo una obsesión por los culos de las que pasan. trato de adivinar qué color de panties tienen o si tienen, si habrán culeado en la mañana antes de venir. esas cosas se pueden leer en las rodillas según la distancia que las separe. con un par de centímetros de más basta. también pienso en cómo lo habrán hecho. no es necesariamente excitante o sexual; es un tema de salud pública. si por lo menos la cuarta parte de los que llenan este edificio no hubieran tenido un orgasmo esta mañana, nos mataríamos. hago una estadística sobre la antimuerte de este sitio de horrores. en verdad no hay ninguna vieja que me guste o a quien quisiera hacerle avances. habría que hacer un collage de bocas, ojos, orejas, culos, formas de caminar, brazos y cuellos, para luego ir a donde esa mujer perfecta y quedarme mudo ante su presencia. tengo un millón de cosas qué hacer. lo sé aunque no me lo hayan dicho. cada mañana encuentro veinte correos en mi buzón y todos dicen haz esto, haz lo otro, sube, baja, vamos a reunirnos, vamos a despedirnos. acaba de pasar una de las perras que más detesto acá. la muy maldita supo que me iban a dar un aumento miserable que, además, bien me merezco, y se quejó. después vino con su jeta embadurnada de rojo intenso carmesí y me dijo “¿sabías? decidieron que a nadie este año le subirán de sueldo. a nadie”. “no, no sabía”, le dije. esta y las otras zorras, tan pronto se enteraron de mi beneficio, bien merecido, fueron a pedir el de ellas. obviamente no se los iban a subir a todas, así que por mantener el bienestar general, me bajaron a mí. para mi ojo buscador incansable de culos, el de ellas no existe. es como el culo de los coneheads de la película: sin raya y con un hongo en cada nalga. extraterrestres desculadas. sólo una de ellas tiene una masa enorme de trasero y a esa cuando la veo no puedo imaginármela más que sentada cagando bollos enormes. a esa la odio sobretodo porque se gana el doble que yo y trabaja menos de la mitad. el jefe de la obra va a morir pronto, posiblemente de una puñalada o con un pedazo de vidrio en el cuello. le da órdenes a los obreros como si fueran bueyes: cargue este bultico, muévame éste archivadorcito, que si no me quita estas macetas de la esquina le aviso al ingeniero, que por qué tienen que dejar su basura acá en la entrada, que nada que me pintan esta pared. los obreros obedecen y lo miran con ojos asesinos. sería algo interesante para variar. su cuerpo encontrado en uno de los baños, la inquietud de las personas excitadas  ante la presencia de la muerte, las manos de las mujeres sobre la cara, llantos de espanto, las cabezas agolpadas en la puerta tratando de ver el cuerpo y el charco de sangre morada de la carótida creciendo como un derrame de lava. un celador con un walkie-talkie habla con otro para contener la escena mientras llega la policía,  la sensación de alarma que despierta en todos la ola de un chisme grande que los saca de la rutina, de sus asientos y que les recuerda lo que es estar vivos cuando sale el cuerpo ensabanado por la puerta. afuera hay una especie de día hermoso. no lo puedo ver más que a través de una ventana manchada de pintura y óxido en su marco. es hermoso porque se pueden ver las cornisas de los edificios llenas de palomas. si yo fuera una paloma no haría más que cagar sobre la gente. la gente cagada por una paloma se vuelve bella. se les despierta en medio de sus almas una extraña sensación de decoro. los adultos nos volvemos muy estúpidos de muchas maneras, especialmente cuando hay un día hermoso afuera y queremos vernos bien frente a los demás. con frecuencia me sorprenden las mujeres que se ponen faldas en esta ciudad llena de lobos. muestran piernas deliciosas y emiten toneladas de feromonas que los hombres perciben con su nariz, les entran por los adenoides atravesando la barrera de mocos y le pegan al cerebro con una fuerza descomunal que se transfiere directamente a los genitales en forma de calor, haciendo imposible mantener la vista alta y la verga en calma. pasa unas cincuenta veces diarias, a lo menos. es demasiado estrés para un cuerpo y la vía de desahogo más rápida es, obviamente, una maravillosa masturbación en donde se mezclan todas las imágenes por colores, formas, tamaños, olores y cercanías, pasando como un álbum de fotos en la cabeza mezclándose una que otra vez con fantasías de lo que hubiera podido ser. luego del hormigueo en las piernas y de la explosión, se va por el sifón todo el líquido, el álbum con las imágenes y las imaginaciones y, por un relámpago, la mente queda limpia, en blanco, cerca al nirvana. drogada y saneada al mismo tiempo. este maldito ruido es insoportable. ya voy por la cuarta taza de café y, mientras la sirvo, me llama a lo lejos la loca bipolar. la loca bipolar me sacó de mi escritorio. la loca bipolar está enferma de altivez y amargura. hablar con ella es como hablar con un maniquí tostado en un incendio. las manchas de su cara están tapadas con una especie de estuco marrón sobre el que pone color y parece que a sus labios los hubieran llenado con cemento. no deja los ojos quietos en ninguna parte ni mira a nadie a la cara. es una de esas viejas que tuvo plata y que necesita trabajar, pero según ella todo lo hace por caridad. la buena loca bipolar cree que tiene una corona en su cabeza y trata a los demás como peones de su corte. todos para ella somos clases distintas de basura: unos somos ñeros, algunas son levantadas, otras estúpidas, algunos desagradecidos y otros, la peor clase, somos unos vagos. no sé qué querrá la vieja, pero tengo que salir a fumar y me toca pasar al lado de ella. hoy realmente no quiero ver a nadie o, pensándolo bien, no quiero que nadie me vea... no pasó mucho mientras el cigarrillo. hay una manifestación afuera de unos que quieren que les paguen mejor salario. le gritan al jefe que salga y dé la cara para proceder a lapidarlo. se me está cayendo la piel de las manos. investigué un poco y es un síntoma que concuerda con etapas iniciales de cirrosis. pero si todavía no me ha dado, dudo que ahora se empiece a manifestar de la nada. llevo veinte años bebiendo sin descanso y hasta ahora lo peor que me ha dado es un guayabo espantoso que me dieron ganas de arrancarme la cabeza. vomité dos días seguidos y mi cuerpo no podía mantener la comida dentro. solamente aguantaba jugo de naranja. claro que esa vez mezclé el trago con algo de fuá. el fuá es delicioso cuando se toma en dosis moderadas. cuando se exagera es que vienen los problemas de sueño, paranoia, palpitaciones  e inanición. pero lo peor es la paranoia. sentirse perseguido es de lo más jodido de soportar para la mente. es el reflejo humano de la huida exacerbado al mil por cien y, como todo buen instinto, es bastante intenso. es querer largarse de donde uno está sin razón para hacerlo. una parte del cerebro sabe que no hay peligro, pero la otra empuja con todas sus fuerzas al cuerpo para correr. ahí se puede quedar alguien muchas horas esperando a que se decidan. el fuá mezclado con trago mejora mucho la balanza. un depresor junto a un estimulante. es un milagro que el cerebro no haga corto circuito. todo con moderación es bueno. un poquito de zoofilia, un poquito de necrofilia, un poquito de drogadicción, un poquito de demencia, un poquito de gula, un poquito de impulso homicida, un poquito de odio, un poquito de envidia. un poquito, no exagere. un poquito mantiene despierto al cuerpo, y a la mente trabajando constantemente para superarse. un poquito de todo no mata a nadie. me estoy arrancando pedazos largos de piel muerta de mis manos. me he comido algunos. saben a sal. supongo que un poquito de canibalismo tampoco es malo, aunque nunca he oído hablar de autocanibalismo, excepto en un cuento pésimo que leí hace poco sobre un tipo que comienza a comerse a sí mismo comenzando por los pies. he oído hablar de tipos que se la pueden chupar ellos mismos, pero lo otro es simplemente ridículo... estaba releyendo lo que he escrito y la imagen del muerto saliendo con la sábana me trajo a la memoria la vez que fui testigo de un suicidio. estaba en la universidad en clase de estadística durante las vacaciones porque necesitaba nivelarme para el semestre entrante. éramos unos veinte en el salón y hacía un calor voraz que consumía todas las energías. al único que le sobraban era al profesor, un tipo enjuto de tez color caca con una chiverita delineada y un millón de ejercicios de mierda en la cabeza. que cuánto es la media de una docena de hijos de puta que quieren comprar cada uno un carro distinto pero sólo dos quieren uno rojo de distinta marca, o alguna mamada de esas. las clases eran de ocho a doce todos los días por tres meses. salí del salón para refrescarme y fui por el corredor hasta el baño. mientras me descargaba en el orinal y trataba de pensar en nada, llegó un tipo gordo de cachetes colorados vestido de corbata y entró en uno de los sanitarios cerrando la puerta. me apuré a terminar antes de que el olor de su cagada me llegara y salí. me senté en una de las poltronas de cuero del pasillo (era una universidad muy elegante) y me puse a leer. no llevaba más de una página cuando otro tipo que había entrado al baño salió gritando como una vieja histérica “¡seguridad! ¡seguridad! ¡auxilio! alguien está desmayado en el baño.” dos viejas de uniforme azul subieron las escaleras desde el primer piso a toda velocidad y entraron al baño. no sé de dónde salió una enfermera y se metió también y luego llegó un médico. corrió el rumor de que estaba muerto. fui al trote hasta el salón y les dije “se acaba de morir alguien en el baño”. salieron todos y, con la alharaca, los de  los demás salones. el pasillo estaba atestado de curiosos y algunas viejas se tapaban el asombro de la boca con la mano. la de seguridad que llegó primero, bajita y bien apretada en su uniforme, sacó del baño una jeringa cogida con un pedazo de papel higiénico y una ampolleta con una etiqueta púrpura que decía “eutanal”. el tipo se había inyectado una dosis como para matar a un toro y yo fui la última persona que lo vio vivo. yo, que salí corriendo de su presencia porque no quería oler sus pedos. se lo llevaron acostado en una camilla con una sábana encima. por eso lo de la imagen. luego supe que el tipo se había matado porque se iba tirando el semestre de derecho y tenía miedo de su papá. el pobre imbécil. cuando supe eso ya no me dio lástima... bien. es la una y dieciséis. no tengo un peso en los bolsillos y al tipo que me da crédito para almorzar en su restaurante ya le debo, entonces mejor ni me aparezco por allá. me han obligado a ponerme uno de esos tapabocas desechables para evitar el polvo de la construcción. les dije que no quería, pero me insistieron que me lo pusiera o que tendría que salir para irme a otra oficina. acá estoy feliz. me traen café cada media hora en un termo y puedo escribir esta basura. nadie me ve y no veo a nadie. el cielo del oficinista. estoy pensando en comida, pero he tomado tanto café que el estómago está enredado. no sabe si sentir hambre o pedirme más café. creo que se lo voy a dar. ¿qué pasará si le mezclo unas ramitas de porro? ¿quedaré colocado? espero que no me vaya a dar ahora un dolor de estómago de la puta madre… no me dio. el coloque es más lento, aunque no sé si se necesite una dosis más alta o qué. nunca lo había intentado en infusión, pero parece bien. sí. estoy un poquitín colocado. vamos a ver poco a poco si la cosa va subiendo de nivel. en fin, mientras pasa, oigo el metrónomo del martillo darle una y otra y otra vez a la pared que cede por muescas. por acá ya casi todos se han ido y la flacura del capataz no volvió a aparecer.  (el tecito va entrando por oleadas muy muy insipientes, pero entra del carajo). tan, tan, pum, tan, pum… ahora son dos martillos, uno en el piso superior y el de esta mañana. hasta ahora noto que sobre mi cabeza hay un tubo de desagüe de los baños de todo el edificio. no lo veo, pero lo oigo constantemente. como estoy en el primer piso, tengo veintiún cagaderos sobre mí que no paran. cada descarga de agua suena y baja con los deshechos de todos mis compañeros: pajazos, sangre, pis y po. shhhhh… suena como un disco de relajación. los excrementos de setecientas personas en este edificio bañándome... una mosca gigante se acaba de posar sobre mi escritorio. es toda negra y peluda y no me tiene miedo. la ahuyento y vuelve para sobarse sus manitos y pasárselas por la cabeza y las alas. anda unos centímetros como un rayo, para y vuela en un círculo-aterriza-se lava las manos-vuela-la ahuyento-hace un círculo en el aire-vuelve-se lava las manos-anda un  poco-para-se va... la enorme mosca se ha dado la vuelta y ahora me mira con sus cien ojos, mueve las alas y olfatea el escritorio sacando su trompita de elefante y pegándola a la superficie. está lamiendo los restos de café de un rodete que ya está duro. “hola mosca”, le digo, “hola bobo”, me contesta. está adicta la pobre. igual que yo. “en eso no somos muy diferentes, mosca”, “tienes razón, bobo, no lo somos. a los dos nos gusta el café.” me he preparado una segunda tacita de té, pero ahora se me pegó al escritorio de atrás una de estas fufurufas y me da culillo tomármelo en frente de ella. ahí  estoy dejando la infusión calar sus tres minutos de rigor en el agua hirviendo para que suelte todas sus facultades. esta vez hice un poco más y le puse un folleto de riesgos profesionales encima para que no se salgan los vapores. es amargo, pero de buen sabor. las ramitas que quedan en la boca hay que macerarlas bien con los molares para que no se pierda nada. es como mascar tabaco o mambe. ha sido un día muy provechoso. voy a la calle a fumar y a ver qué más pasa...