miércoles, 22 de septiembre de 2010

ESCALERA

Mi suegro y yo estábamos sentados en el porche de su casa desocupando la tercera cerveza helada. Las casi cuatro horas de carretera y el descenso a tierra caliente me habían dejado cansado y con sueño, pero mi suegro es un gran conversador y, aunque yo no tanto, hablábamos de cosas de mi trabajo, las sequías de la época en el valle del Magdalena, y la escasez de la subienda de peces. Me contó cómo antes, cuando era joven, el pueblo era otra cosa y la gente, otra cosa. Es un tipo agradable, mi suegro.


La llegada con el bebé y con los tiestos del bebé y la cuna portátil y los maletines para mi mujer y yo, me habían dejado exhausto. El bebé tenía dos meses y lloraba constantemente, cosa que tenía a mi mujer bastante irritable y a mí también, así que nos pareció una oportunidad perfecta para visitar a la familia y descargar un poco de la tensión. Pensé que nadar en la piscina me haría bien para relajarme, pero eso tendría que ser en la mañana.

Cuando volvía de la cocina con un par de cervezas nuevas y las destapaba, oímos los gritos en la casa de los vecinos. Eran gritos como no había oído antes jamás. Parecía que a alguien lo estuvieran cocinando vivo o que le estuvieran arrancando la piel a tirones. Además eran los gritos de un hombre, lo que descartaba un ataque de histeria. Pero también había música. Música cristiana de alabanzas a Cristo, pero no con coros y violines como en las misas corrientes, sino con batería, guitarras eléctricas, bajo, piano y voces femeninas y masculinas en dueto, acompañadas de coristas. Una orquesta de alabanzas y oraciones. Y la música se repetía constantemente o era una sola canción larga que decía “porque grande es el señor / y para siempre su misericordia. Porque grande es el señor / y para siempre su misericordia. Porque grande es el señor / y para siempre su misericordia. Porque grande es el señor / y para siempre su misericordia. El ejército de Dios marchando está / contra todo principado y potestad, el ejército de Dios marchando estaaaaaa”. Nos miramos con mi suegro y sonreímos.

Durante una visita anterior en otro fin de semana, habíamos oído la música, y se había vuelto habitual que la casa de los vecinos se alquilara los fines de semana para las reuniones de cristianos, lo cual era un alivio para mis suegros porque de lo contrario podían estarla cediendo a grupos de jóvenes con hígados incansables, que podrían durar la noche entera cantando a todo pulmón vallenatos, corridos, rancheras y demás cosas que los borrachos cantan a las cuatro de la mañana, sin importarles para nada la paz de los demás. Pregunté a mi suegro si había oído antes los gritos, pero dijo que no. Se había oído la música y una que otra voz fuera de tono, pero no un grito así y menos a ese volumen. Mi mujer pasó por la sala y nos miró a través del angeo contra los mosquitos, le dio una mirada al grupo de botellas y entró en la cocina a preparar un tetero para el bebé mientras mi suegra venía con él alzado en sus brazos haciéndole arrullos y mimos para calmar su llanto. Mi suegro y yo estábamos en silencio tratando de escuchar algo más, pero no volvimos a oír más que la música sobre el muro. Mi mujer salió para decirnos algo, pero yo le hice una seña con la mano para que nos dejara oír y volvió a entrar a la casa.

Volvimos a oír gritos y otras voces de varias personas que acompañaban y hacían eco al primero. Me levanté, pasé por el camino de piedra donde mi suegra hacía crecer sus orquídeas, subí por la pendiente junto al asador hasta el planchón de la piscina y seguí de largo en dirección al muro cubierto de vegetación. Sentí el pinchazo de una hormiga en los pies y me di una palmada. Estaba muy oscuro y no se podía ver bien en dónde pararse, pero la música se oía mucho mejor y se distinguían muchas voces de hombres y de mujeres. Iba a regresar para llamar a mi suegro para que se acercara a oírlos, pero me había seguido y venía cargando una escalera plegable de aluminio que apoyó suavemente sobre el muro entre los matorrales, exactamente en el punto en donde las voces sonaban más alto. Me contó que el muro lo tuvo que construir hacía diez años cuando sus buenos vecinos decidieron vender la casa y comenzaron los alquileres. Era un muro alto de ladrillo gris, de unos tres metros o más, pero no tenía alambres ni púas. Más que seguridad, ofrecía privacidad. Mi suegro fue el primero en subir. Llegó hasta el borde y asomó la frente y luego toda su cara estuvo iluminada por las luces de la casa. Desde abajo parecía como si estuviera viendo una película en el cine. Le pregunté qué pasaba y abrió su mano para que esperara un momento. Le dije que ya volvía y fui por las cervezas que seguían en la mesa. Al regresar con las botellas le entregué la suya y fue mi turno. Me encaramé hasta el borde de la tapia y miré. En una sala, a no más de dos metros de distancia, había unas veinte personas en círculo, algunas sentadas en sillas blancas de plástico observando hacia el centro, en donde un tipo barrigón con camiseta de un equipo de fútbol y pantaloneta sostenía por los hombros a una mujer joven con la cabeza agachada y el pelo sobre la frente, con los ojos cerrados y bastante sudada. El hombre le indicaba al demonio que debía dejar el cuerpo de esa criatura de Dios, apoyaba su frente contra la de la mujer, cerraba con fuerza sus ojos y le sacudía los hombros. Luego puso la palma de su mano sobre la coronilla de la poseída y le dio un fuerte empellón en el centro del pecho, a lo que la víctima de usufructo maligno de su cuerpo cayó de espaldas, siendo recibida por el ayudante del maestro de ceremonias, otro tipo gordo, más corpulento que el jefe pero mejor vestido, quien la puso suavemente en el suelo.

Bajé los peldaños. Mi suegra acababa de llegar. Nos preguntó algo nerviosa pero sonriente qué estábamos haciendo y nos advirtió sobre el peligro de que nos vieran espiando. Mi suegro le dijo que, sí quería, subiera a echar un vistazo. Vaciló un momento, pero se decidió y subió, asomando mucho más que la cabeza porque el escalón donde nosotros nos parábamos era demasiado bajo para ella, pero si se paraba en el siguiente dejaba al descubierto medio cuerpo. Espió durante un par de minutos. Mi suegro y yo dábamos sorbos a la cerveza y fumamos un cigarrillo. Mirábamos hacia arriba de vez en cuando, pero mi suegra seguía con mucho interés la escena que le pedimos nos describiera. Nos dijo susurrando que había tres personas en el suelo, y que todos les pasaban por encima como si nada. Cuando se terminaba la música, uno de los dos tipos volvía hasta el equipo de sonido y apretaba un botón que repetía la misma canción “el ejército de Dios marchando está, contra todo principio y potestad…el ejército de Diooooooos”. Cuando bajó contó que todos se tomaban de las manos en círculo y se movían de un lado a otro en un vaivén alrededor de los desmayados. Volví a subir. Me fijé en la cocina y había una mujer pelando unos plátanos verdes y tirando pedazos en una olla humeante. Mi suegro hizo algún comentario sobre el banquete que se iban a dar después de todo el gasto de energía y reímos.

Volví a la casa por un par de cervezas nuevas. Mi mujer estaba sentada frente al televisor con los pómulos tensos. Me preguntó qué hacíamos y le dije lo que estábamos haciendo. No pareció darle mucha importancia, así que salí de la casa y volví a la acción. Mi suegra me preguntó si la había visto y le dije que sí, que la había invitado, pero que no quiso venir, y comenté algo sobre su estado de ánimo a causa de los desvelos del bebé. Pensé en que sería muy agradable verla sonreír.

Llevábamos ya una hora de haber comenzado los turnos sobre el muro. Mi suegro y yo comenzábamos a sentir las cervezas y reíamos como cómplices de una travesura. Durante mi siguiente turno, vi al maestro de ceremonias preguntar a todos si alguien sufría de artritis, si alguno de los presentes sufría de dolor de cabeza, de reumatismo, de alcoholismo, de pancreatitis, de insomnio y hasta de corazón débil. Una voz frágil dijo “yo”, y los demás se voltearon a mirarla. La anciana dijo que sentía presión en el pecho y el hombre preguntó si no había alguien más. En esas oí la voz de mi mujer junto a mis suegros. Voltee hacia abajo a verla y la saludé. Bajé y le dije que era su turno, y ella subió los escalones hasta quedar a la misma altura que su madre. Le dije que prestara atención especial al tipo de la camiseta de fútbol y comenté que al señor exorcista sólo le interesaba sacarles los demonios a las jóvenes. Todos reímos. Vi la cara de mi mujer asomada sobre el muro y su pelo encendido por los destellos. La acaricié suavemente detrás de la rodilla y contemplé su figura empinada sobre la escalera. Me pareció hermosa. Le di un beso suave en el muslo descubierto. La noche estaba completa.


martes, 21 de septiembre de 2010

PREMONICIÓN

Después de terminar su helado, Andrés tiró la galleta húmeda a la basura. Sacó el pañuelo del bolsillo, buscó una parte que estuviera limpia y se limpió los dedos y la boca. Miraba pasar a los viajeros, algunos con la cara levantada y la boca abierta hacia los anuncios de sus vuelos, y otros con paso firme hacia su destino dentro del aeropuerto. Andrés había volado en avión sólo una vez, pero no le había gustado. Los altibajos de la nave le habían producido terror, y durante la hora que demoró en llegar a su destino tuvo pensamientos catastróficos espeluznantes, recordando cada programa que había visto sobre accidentes aéreos. Imaginó a los pasajeros atrapados y envueltos en llamas aún gritando entre los fierros retorcidos del aparato fallido, suplicando misericordia para una muerte rápida. Pensó en cuánto tardaría en caer un avión envuelto en llamas desde treinta mil pies de altura. Con cada turbulencia cerraba sus ojos e intentaba rezar, pero las imágenes de su mente eran difusas y se sentía confundido. No le valió de nada mirar la paz de los demás viajeros, algunos incluso dormidos, que parecían estar bastante conformes atrapados en su ataúd volador de quinientas toneladas. Y ahora estaba a punto de volver a pasar por todo aquello.

La voz del altoparlante en el aeropuerto estaba envuelta en un eco que impedía su comprensión. Se preguntó para qué daban anuncios ininteligibles y si la persona detrás del micrófono sabía que estaba perdiendo su tiempo. En las pantallas de información apareció que su vuelo estaba retrasado a causa del mal tiempo, cosa que le dio un poco de alivio, a pesar de que fuera sólo un corto aplazamiento de lo inevitable.

Quiso salir a fumar, pero tendría que haberse devuelto por la vía de los controles de seguridad, obligándose a pasar de nuevo por los detectores de metales, las requisas y los fatigosos chequeos de identidad, corriendo además el riesgo de perder el vuelo si por alguna razón se despejaban los cielos. Miró hacia el horizonte por uno de los ventanales y sintió palpitaciones de su pecho. Caminó hasta una de las estaciones de golosinas y bebidas que abundan en las áreas de espera, a esa hora repletas de viajeros estancados, algunos inmersos en la lectura de un libro, otros viendo los televisores altos empotrados en las columnas, otros tratando de buscar acomodarse para dormir un poco y otros sentados observando a los demás. Sacó un billete de su bolsillo y pagó por un cuarto de ron y una coca-cola, que le dieron con un vaso de plástico cubriendo la mitad de la lata. Encontró una silla vacía lejos de los televisores donde se agolpaba la mayoría de las personas, armó su coctel y dio un sorbo ligero, cerró los ojos y apoyó su cabeza en la pared. Cuando se recobró, una niña con una muñeca bajo el brazo lo estaba mirando fijamente y estudiaba el maletín que tenía entre los pies.

-¿Quieres jugar?, preguntó la niña.

Andrés se volvió alrededor buscando a alguien que estuviera con la pequeña.

-Juguemos a que tú estabas dormido y yo llegaba y te despertaba y te presentaba a Susy. ¿Eres un doctor? Juguemos a que estabas dormido y yo traía a Susy que estaba muy enferma y tú la curabas con remedios y ella se ponía feliz. ¿Jugamos?

Andrés dio otro sorbo a su trago y miró a la niña que trataba de alcanzar el maletín. Lo empujó hacia atrás con el tacón de su zapato para dejarlo bajo el asiento.

-¿Esa es Susy?

- Sí. Ella es Susy. Está enferma y dice que tiene que ver a un doctor. ¿Tú no estás enfermo, cierto? Mi papá es doctor. Él siempre mejora a todas mis muñecas, pero la que más se enferma es Susy.

-Ah. ¿Y dónde está tu mamá?

-En el cielo.

-¿Y tu papá?

-En el cielo.

Andrés volvió a buscar entre la gente para ver si alguien llamaba a la niña, pero no vio a nadie interesado. Se inclinó un poco hacia delante en el asiento y estiró su mano para presentarse.

-Me llamo Andrés. ¿Y tú?

-Silvia.

-Mucho gusto Silvia. ¿Con quién viniste?

-Sola.

De pronto un par de guardias de seguridad se acercó a donde estaban hablando la niña y el hombre. Clavaron sus ojos en Andrés y luego vieron a la niña frente a él. Dijeron unas palabras por el walki-talkie y apuraron el paso. Al llegar le preguntaron a la niña cómo se llamaba y ella contestó, pero cuando la tomaron de un brazo para llevarla, soltó un berrido ensordecedor, se lanzó al piso y comenzó una pataleta con gritos, patadas, puños, lamentos y llantos que transformaron la dulce expresión de la niña en una figura como poseída por un ser diabólico. La madre llegó corriendo a la escena, con llanto en los ojos y moqueando. Se lanzó al suelo para levantar a la niña con un abrazo, recibiendo en el descenso un par de patadas en el pecho y el cuello. Cuando la alcanzó, la pequeña mordió la mano temblorosa de la madre y ésta, presa de la desesperación, la zozobra y la evacuación final de su angustia contenida durante la búsqueda de su hija, le descargó una tremenda bofetada que la paralizó y doblegó su rebeldía. Hubo un momento de silencio en la sala. Algunas personas desaprobaron la acción de la madre, sobre todo los jóvenes sin hijos, y otros asintieron en solidaridad. Pero nadie intervino. El sonido de la cachetada sobre el pómulo rosado y tierno de la niñita hizo a Andrés crisparse en su asiento. Todo pasó tan rápido que apenas tuvo tiempo de reaccionar subiendo los pies cuando la madre se abalanzó sobre la niña. Al volver en sí, la mujer lo miraba con los ojos inyectados y le sugería que cualquier persona en sus cabales se daría cuenta de que la niña estaba perdida y buscaría ayuda. Le dio una mirada a la caja de ron en el asiento contiguo y dio media vuelta.

Cuando se alejaban con paso rápido las dos siluetas cogidas de la mano, una bajita y otra alta, la niña se volvió, miró a Andrés, le sonrió con su boca desdentada, alzó su mano y se despidió sacudiéndola de un lado a otro, antes de recibir un tirón de la madre para que apurara el paso.

Andrés sirvió lo que quedaba de su caja en el vaso, lo pintó con un chorrito de gaseosa y bebió la mitad de una vez. Decidió que estar quieto no era una opción, entonces se agachó para recoger su maletín y vio a Susy tirada boca abajo, abandonada por su dueña en medio de la conmoción. Tomó a la muñeca en su mano y sintió que era más pesada de lo que imaginó. Dio un pequeño apretón a la panza y, con su carita tiesa, del interior de los trapos y el plástico salió una voz que dijo: “Mami me quiere mucho, jijijiji”. Volvió a apretar y ahora oyó: “Estoy muy feliz de que seas mi mami…” y otra vez: “Quiero un abrazo. ¿Me das un abrazo?” La cara de la muñeca estaba sucia. Andrés sacó su pañuelo y envolvió una de la puntas con su dedo, la mojó con el charquito en el fondo del vaso y le limpió la frente y la barbilla. Abrió el maletín, la puso junto a su ropa doblada y lo cerró nuevamente dándole un par de palmadas al cuero mientras examinaba que nadie lo hubiera visto.

Fue hasta el baño con su equipaje rodando tras de sí. Entró y se miró en el espejo. “Le has robado a una niña, cabrón. ¡A una niña de ocho años!”, pensó. Abrió una de las llaves, humedeció su pañuelo y lo exprimió. Lo pasó por su cuello, por su frente y su boca, lo enjuagó y guardó de nuevo en el bolsillo. Orinó largamente. Regresó a las llaves, tomó agua en las cuencas de sus manos y bebió. Volvió a mirarse, esta vez, más alejado del reflejo. Se metió las puntas de la camisa y alisó los pliegues de su pantalón, brilló la chapa del cinturón con la manga del saco y volvió a parase frente a su imagen considerando los cambios efectuados. Pasó su mano por la frente moviendo el mechón de pelo hacia atrás y volvió a los pasillos que, con cada minuto, se veían más empachados de gente.

Decidió buscar una esquina poco transitada y se sentó sobre el maletín. Vio a una mujer en silla de ruedas empujada por una enfermera, con la cara apostada sobre el pecho y los ojos trémulos buscando fijarse en algo diferente a los baldosines del piso. El mentón desencajado y protuberante de la anciana le llamó la atención. Pasó la lengua por sus dientes y pensó en el hilo dental que nunca usaba. Colgado tras la silla de la mujer, una especie de contenedor negro oprimía un par de cilindros de oxígeno de los que salía un tubo de plástico transparente que llegaba hasta la nuca de la enferma y luego se metían por su nariz. Se imaginó a sí mismo con ochenta años, o noventa y luego entendió que no sería posible e, incluso, deseable llegar a esa edad, sin importar la condición física ni la salud del corazón.

De pronto, toda la idea del viaje le pareció ridícula y ver a todos varados, un pésimo vaticinio. El viaje en bus hasta la ciudad durante casi cuatro horas, las requisas, la solicitud de documentos en cada estación de control, el clima recio, los pilotos tomando café con las azafatas y ellas riéndose de sus majaderías, la niña pueril, bella y trastornada junto a su madre histérica, la anciana al filo de la muerte, el par de vigilantes simétricos y los tanques de oxígeno, la gente ansiosa agolpada en las ventanas y tratando de atrapar el sueño en los incómodos asientos, la muñeca en su maleta. Abrió su billetera y sacó el tiquete de abordaje. Lo miró por unos momentos, leyó todas las inscripciones en él, incluso las publicitarias, y lo guardó de nuevo en su lugar. Palpó sus bolsillos para ver cuánto le quedaba y contó mentalmente las monedas en ellos. Pensó en cómo sería Chile. Trató de recordar detalles de las fotos que habían llegado con el tiquete y las caras de esas personas, pero todas las imágenes eran vagas, como si fuera a otro a quien se dirigieran, como pasa con las fotos que vienen con los portarretratos nuevos. Recordó la nota de invitación para conocer a la familia de su hijo que decía “Te queremos abuelito”, pero él no se sentía abuelo de nadie. Se levantó y fue a dar un paseo por las tiendas de recuerdos y de artesanías, compró más ron, y se sentó a beber acompañado del barullo de las personas retrasadas para sus destinos en la cada vez más agolpada terminal.


sábado, 18 de septiembre de 2010

RECLUTAS

El día de la selección terminaba de vestirme junto a Helena. La vi caminar hacia el clóset con sus nalgas navegantes coronadas por un tatuaje nuevo y escondido de su mamá a ponerse ropa limpia. Habíamos hecho el amor toda la noche. Jugamos con dulces de chocolate a untárnoslos en todas partes, crema para postres y un aceite especial que produce calor al contacto con el aire. Ponía un poco en su espalda y soplaba. Los filos de sus omoplatos brillaban con la luz amarilla de la lámpara y me pareció de oro y terciopelo un instante, tan pequeña y hermosa, entregada a mí como si yo fuera su dueño. Pasé por todos lados con mi boca, besándola hambriento pero sin prisa. Ya había sido más de un año desde la primera vez, así que no se trataba sólo de mi pene dentro suyo, sino de la sensación de perder el aliento y tener convulsiones lentas, parecido al vaivén que se siente al quedar tirado en una playa justo donde las olas van de regreso al mar.


El Estado se encarga de escoger lo más fino de nuestros jóvenes para ponerlos a desfilar en tropas de mocosos que, de tocar, se cagarían en los camuflados al enfrentarse a un bravo o, peor, dispararían sin apuntar como queriendo matar el aire en rededor en ráfagas emborronadas por las lágrimas. El día señalado para los exámenes físicos llegamos todos al batallón un poco asustados. Los compañeros entraban en grupos de quince por una puerta a una sala en donde los revisaba un médico y salían por otra, la mayoría con cara de querer volver a tener ocho años, tirar un balón al suelo y salir corriendo a jugar escogiendo a quién para su equipo porque eran dueños del balón. Ese día no hubo dueños de nada. Nadie podía escoger su destino.

Cuando llegó nuestro turno, entramos juntos varios de los amigos. Era un salón largo iluminado con neón, en donde una nube de humo jugaba con las lámparas, libros y carpetas arrumadas en un costado. Sobre un escritorio viejo en frente de nosotros, estaba sentada una enfermera que parecía más una puta. Tuve la sensación que se tiene al abrir los ojos dentro de una piscina, la lentitud, la ingravidez, los movimientos pesados de la gente, el ahogo cuando se acaba el oxígeno en los pulmones. Cuando estuvimos enfilados a lo largo del salón, hombro a hombro, uno de los de uniforme nos gritó que nos quitáramos la ropa. Unos a otros nos miramos extrañados. Algunos se inclinaron a desatar los zapatos. Los demás hicimos lo mismo y al rato estábamos todos en calzoncillos, indefensos, sin moda ni gloria, sólo carne y vergüenza y risas socarronas que causaron la furia de un sargento que nos obligó a callar. La enfermera puta que hasta entonces había estado en silencio, se acomodó sobre el escritorio y dejó al descubierto un delicioso par de piernas que mecía en el aire mientras chupaba una colombina roja con sevicia. Nos miraba los quince bulticos de sexo. Se dejó la chupeta en la boca y se puso las manos bajo la falda. Pasaba el palito de un lado a otro y nos dejaba ver el rosado de su lengua en remolinos sexuales. Yo procuré no mirar, pero alguno no lo soportó y tuvo una erección. No recuerdo su nombre. Lo que sí tengo vivo en la memoria fue que la enfermera brincó al piso, y caminó lentamente hacia el desgraciado contoneando su cadera y sus muslos firmes, se puso en frente del tipo, le mostró la blusa que apretaba el par de tetas inmensas y le puso la mano en las pelotas.

-¡Un paso al frente!

El tipo dio un paso tembloroso.

-¿Fue que le gusté? ¿Ah? ¡Mi Sargento! Aquí tenemos uno que está como arrechito. ¿Qué ordena Mi Sargento?

El pobre tipo sudaba y miraba a los lados buscando solidaridad de los compañeros. Ya no había nadie sonriendo, ni secretos ni voces ni burlas. Todos parecíamos estar buscando fijar la mirada en las manchas del piso. Pensé en qué serían las machas del piso, si sangre o lágrimas o algún chicle que causó un bofetón. Los soldados se reían y les rebotaba el fusil sobre el pecho. El fulano Sargento le miraba el culo a la enfermera y movía el bigote de un lado a otro en zigzag.

-Si me quiere culiar, por lo menos míreme a los ojos, sea caballero. Así no se va a conseguir una noviecita que se lo dé-, le dijo la tipa al escuálido que, para entonces, ya había perdido todos sus colores y el interés morboso de su imaginación.

La enfermera juntó el dedo corazón con el pulgar y le descargó tal pastorejo en la verga que le hizo morderse la lengua.

–Eso le va por irrespetuoso. A las mujeres no nos gusta que nos miren como objetos. Ahora vuelva a la fila y, va para todos, al que se le ocurra volver a entretener la cabecita conmigo le advierto que le arranco las pelotas.

Uno a uno íbamos siendo revisados. Le enfermera-zorra recibía el montón de exámenes médicos que traía la mayoría y rechazaba toda excusa con un aullido de APTO que inmediatamente apuntaba uno de los soldados en una lista mientras la víctima enferma se vestía llena de resignación y odio. Uno en especial me dio lástima. Zamora, se llamaba. El tipo tenía astigmatismo, miopía, principios de presbicia, dos cirugías de corazón abierto, sólo un pulmón bueno, los riñones acabados, hepatitis A, B y C, elefantismo, síndrome de Koll, en fin, un NO APTO clarísimo, evidente, ineludible y todos los exámenes para probarlo. La respuesta, claro, fue APTO con el argumento de que al menos podría barrer las oficinas durante un año al servicio de la patria. Yo, en cambio, sólo llevaba un papelito firmado por un médico que me había operado la rodilla tres años antes para hacer una exploración. Cuando me tocó el turno, la golfa me preguntó:

-Y usted ¿qué tiene?

-Tengo problemas de rodilla.

-¿Ah sí? ¿y eso? ¿Seguro no serán problemas mentales?

- No. Son de rodilla. Me operaron y no quedé bien

-Muéstreme. Haga veinte sentadillas.

-No puedo.

-¡Que me muestre!

- De verdad, le digo que no puedo.

-Haga diez, entonces.

-Está bien.

Pasé al frente, me puse las manos detrás de la cabeza y comencé. Una, dos, y, a la tercera, milagrosamente, yo, que siempre he tenido una estrella que me acompaña en esas cosas, no sé cómo, logré que la rodilla hiciera un estruendo igual a como suena una camiseta cuando se rasga. Me quedé sentado y puse mi mano sobre la rodilla que había chillado en un gesto de dolor. La enfermera miró al Sargento del bigote. Se volvió a mí y me dijo que volviera a la fila. Me quitó el papel que llevaba con la firma de mi médico y aulló NO APTO y me indicó que saliera.

Afuera, la luz del día me cegó. Esperé a los demás y nos fuimos. Algunos me insultaron amistosamente por mi suerte. Esa misma tarde estábamos bebiendo cerveza en La Carrilera. Algunos comentaban de sus ilusiones en la tropa, otros se lamentaban por la pérdida de tiempo. Yo estaba feliz en silencio. Llamé a Helena, le conté lo que había pasado y le mandé un beso cuando colgamos. De los ciento veinte sólo siete nos salvamos. Vi cómo se metía el sol entre las nubes rojas y le di un largo tirón a mi cerveza.

MIGRANTES

A la salida del gusano que se pega al avión para evacuar a la gente, nos esperaba un par de policías gigantes, orondos y enhiestos, para pedir documentación y hacernos preguntas. Nos separaron en dos filas para que cada uno se encargara de una mitad del avión. Antes de salir, como no me gustan las turbas, me quedé sentado esperando a que la gente bajara sus canastas, montones de maletas y demás estorbos con que viajan en un frenesí de locura. Ciento cincuenta personas, un rebaño de borregos haciéndole fila a un par de hijueputas uniformados que les dio por mostrar rudeza después de habérsela mamado el uno al otro. A cada uno le preguntaban lo mismo: ¿ushtéd a quí viane a laos Estaros Uniros? ¿Cuánda tempo se pensa quedará? Y los dejaban seguir, uno tras otro, hasta que me llegó el turno. Al parecer al tipo no le pareció tan divertido que no le entendiera un culo cuando me habló, porque le hice repetir tres veces cada pregunta y las tres veces me dolieron los oídos. Gringo hijueputa, si le vas a hablar a unos campesinos en español, apréndete lo que les vas a decir, no seas tan gonorrea, sino mira a la Orquesta del Sol, un grupito de 8 japoneses que cantan salsa en la lengua de Cervantes, pero que si les preguntan de qué color es el cielo dicen, Azúúúúcaaa, porque no tienen idea de la sintaxis, ni del signo, ni del significado, se aprenden lo que dicen de memoria, pero vocalizan y lo hacen bien, no como ustedes, par de policías cagándose en mí y en mi romántico idioma. Por alguna razón el tipo en lugar de devolverme el pasaporte como a todos los demás, me pidió que me hiciera a un lado mientras terminaban y se metió el librito en el bolsillo de atrás. Caminé y noté que solamente a otro tipo lo habían sacado y a ninguna vieja. Me apoyé en la baranda a ver cómo seguía evacuándose la fila. ¿Y ese qué? ese es un asesino, tiene rico al lapidero del pueblo, ¿Y esa vieja? esa tiene la panza llena de cocaína, ¡si hasta aquí la huelo!, ¿Y ese otro, el chiquito de allí con la chaqueta de bluyín? a ese no deje que se le arrime porque le saca la billetera, el reloj, la pistola y mi pasaporte sin que usted se de cuenta, señor policía, y hasta le parece simpático el tipo mientras lo roba. Así son.


Terminada la fila nos hicieron un ademán (al tipito que sacaron y a mí) para que los siguiéramos y caminamos detrás de ellos. Lo peor que yo llevaba era mi alma, pero eso no es delito así que caminé tranquilo hasta que llegamos a una oficina en la que nos hicieron esperar afuera mientras el tipo se metía allí con los pasaportes. Mi compañero de sindicación habló por primera vez y noté que estaba muy nervioso. Oiga, disculpe, ¿usted sabe qué están haciendo ahí dentro?, me preguntó. Sí, claro que sí sé, le contesté, y volteé la mirada hacia la fila de los que habían llegado y a quienes ya les sellaban sus documentos para pasar inmigración, recoger sus maletas y salir a la calle, personas comunes y corrientes, de todas partes del mundo, culpándonos con sus miradas, no tanto por haber traído la droga, sino por habernos dejado coger. ¡Idiotas!, pero si todos nosotros traemos, ¡jajajajaja! ¡y sólo a ustedes los cogieron!, ¡jajajajaja! ¡ja ja ja ja ja! Mi compañero se volteó y me preguntó, ¿usted hizo algo? No, le dije. Entonces, ¿por qué lo sacaron de la fila?, preguntó, Porque yo soy el único que no traigo nada y a estos güevones los entrenan para notar la diferencia, lo que sea raro. ¿Ve? por eso estoy aquí con usted, porque no traigo nada. Así que fresco que me imagino que usted tampoco, ¿ve? Cinco segundos después, de nuevo, Oiga, perdón que lo moleste…pero, ¿qué es lo que están haciendo ahí…? Le contesté que estaban haciendo un chequeo completo en el computador conectado a la base de datos del FBI, y que además estaban examinando la base de datos de la Interpol para saber si estábamos sindicados de algún crimen en Colombia o en otros países, y añadí además que las demandas civiles por violencia doméstica se consideraban un crimen en Estados Unidos y que yo sabía de alguien que lo habían metido diez años a la cárcel porque la esposa puso un denuncio por maltrato en la policía en Chapinero y hasta allá fue a dar el chisme. Después de eso el tipo no me volvió a mirar.

Al rato, sin darme explicaciones, salió otro policía al que nunca había visto y me entregó el pasaporte, me dijo que lo siguiera y me coló al frente de una de las filas, deseándome una estadía feliz. Thank you, le dije, y pasé adelante mientras veía que al otro lo entraban custodiado a la oficina. Pacho estaba afuera esperándome en su carro y fumaba un cigarrillo. Yo me subí y pasamos el túnel. Estaba en Nueva York.























viernes, 17 de septiembre de 2010

COOKIE

Mariana dejó el chaleco de plumas sobre el respaldo del sillón, soltó la cartera desde la distancia y buscó en sus bolsillos un cigarrillo que prendió con una larga chupada. Aún de pie en medio de la sala, encendió la televisión. Pasó de un canal a otro rápidamente, hasta detenerse en las noticias de 24 horas. Estaban pasando una nota sobre el alza de los precios de las naranjas en el país a causa de las heladas matutinas que habían afectado a toda la región citrícola. La reportera entrevistaba a un campesino más bajo que ella, con pocos dientes y un sombrero de paja, que alegaba la pérdida de sus cultivos y se veía tristeza en su semblante. El camarógrafo fue lo suficientemente ágil para enfocarlo de cerca y luego tomar un plano de sus manos, que sostenían a un grupo de bolas oscuras y abolladas que, se suponía, serían naranjas dulces y jugosas. Subió el volumen del aparato y se desnudó, poniendo la ropa en un montón sobre uno de los asientos. Apagó el cigarrillo y se metió en la ducha dejando un espacio abierto de la portezuela para alcanzar a escuchar los titulares de las nuevas noticias.


Cuando el agua estuvo a punto, Mariana se perdió entre el vapor de la ducha. Metió su cara primero bajo los chorros de agua cercanos al grifo y la dejó allí por unos segundos, haciendo movimientos circulares y abriendo la boca para llenarla y escupir varias veces. Pasó las manos por su cuerpo lentamente y lavó con jabón todos sus orificios. Sacaba la cabeza de vez en cuando para oír en qué iba la emisión de noticias o si había algún aviso de última hora, pero ahora hablaba un cuarteto de músicos jóvenes suecos que alegaba haber descubierto el secreto matemático de las composiciones de Mozart y Bach. Decían que podrían escribir sinfonías que pasarían por composiciones perdidas de estos grandes maestros. A Beethoven no, dijo uno, porque Beethoven escribía con el cuerpo y no con la mente, lo cual lo hacía más admirable, repuso otro.

Cerró la llave, alcanzó la toalla que colgaba cerca y la puso sobre su cara. Observó la otra toalla gemela que colgaba de su gancho y se preguntó cuánto más tardaría Joe en llegar. Cuando estuvo seca, se ató la bata de baño a la cintura y despejó un círculo en el espejo para verse. “Esto está mal”, pensó, “muy mal”. Salió del baño, recogió la ropa que había dejado y la tiró en el canasto de la lavandería. Encendió otro cigarrillo y se sentó en el borde del sillón a fumarlo con las palmas de las manos sobre su frente y la mirada recorriendo los arabescos de la alfombra. Pensó en cuando era niña y su papá la llevaba a la iglesia los domingos, vestida de azul y con un lacito en el pelo que emparejaba el tono de sus zapatos, diciéndole que rezara mucho por ellos porque Dios a los niños los escucha mejor.

Oyó el rugido del motor del carro de Joe en la entrada y la conmoción de las latas al apagarse. Se asomó y vio a Joe lanzar la puerta de la camioneta, darle un segundo empujón con su cadera y caminar hacia la casa con los paquetes de regalos en las manos y una bolsa entre los dientes. Abrió la puerta para que entrara. Joe le dio un saludo con las cejas levantadas y un gruñido, siguió hasta la cocina y dejó su carga sobre el mesón junto a los electrodomésticos, algunos aún sin estrenar, pero exhibidos por cortesía con los donantes a la causa de su matrimonio.

-“Pensé que ya no querías volver a fumar”, dijo Joe cuando pudo hablar. “Siempre hablas y hablas. Bla, bla, bla. Me tienes harto”.

- No estoy para esto, Joe. Estoy muy nerviosa.

- Pues yo no estoy mejor. Y eso que todavía no he visto cómo quedó el carro. ¿Ya lo revisaste?

- No. Apenas llegué me metí a la ducha. Creo que deberíamos ir a la policía.

- Tú mejor no pienses, mejor sigue fumando mientras YO pienso, así no dejamos que esto se nos vuelva un problema más grande de lo que ya es.

Joe fue a la nevera y sacó una cerveza que destapó dándole un golpe a la tapa apoyándola sobre el filo de la piedra del mesón. Se sacó la camisa del pantalón y comenzó a pasearse con pasos lentos, uno tras otro, mirando ocasionalmente hacia el techo y hacia abajo, como hacen las personas en clases de gimnasia o de yoga. Mariana lo observaba reclinada sobre su hombro en el marco de la puerta. Veía la manzana en su garganta subir y bajar con los tragos de la cerveza y se preguntó si no sería incómodo tener una de esas cosas atravesada en su cuello. Se sorprendió al mirarlo de arriba abajo, como hacía en las épocas de la universidad con los muchachos que se acercaban a invitarla a salir o a pedirle que les prestara sus resúmenes de historia del arte para preparar los exámenes. Era un gesto que, según sus amigas, era muy propio de ella, y que le hizo ganarse entre sus amigas fama de dura con los hombres. En esa época, Mariana soñaba con tener su propia galería. Visitaba frecuentemente los museos de la ciudad para ver las exposiciones itinerantes, y cada vez que salía una imagen de Nueva York, la recortaba y guardaba en su biblioteca. Decía, especialmente cuando se había pasado de tragos, que algún día iba a vérselas con Donald Trump para escupirle en la cara por mancillar con su desagradable aspecto la fachada de la mejor ciudad del mundo. Su saliva sería la redención de ese badulaque de hombre millonario y pelipostizo. Y cosas así. A muchos les gustaba ver a Mariana con unas buenas copas porque se ponía hilarante y, especialmente, crítica de todos y de todo. Creía entonces que esa cualidad la llevaría lejos, porque podría plasmar esa fuente de energía sobre lienzos que se venderían a precios casi simbólicos en Christie´s o Sotheby`s, mientras ella disfrutaba del sol en una terraza del Mediterráneo.

Mariana conoció a Joe en un seminario sobre arquitectura gótica medieval, al que se inscribió con emoción porque se decía que el profesor que dictaba la materia era un erudito reflexivo, sagaz, duro en sus ataques contra la opinión rústica de los estudiantes, y osco especialmente con las mujeres que atendían sus charlas, en una especie de “misoginia a la vez sensual y emputante”, como alguna vez lo describió Mariana a un grupo de futuros colegas. Como en todas las clases, Mariana se sentó en la fila frontal para tener toda su atención enfocada en la exposición. Durante las cuatro horas semanales de clase, el murmullo del equipo de diapositivas inundaba la estancia mientras proyectaba en la oscuridad, una tras otra, imágenes de arcos apuntados, bóvedas de crucería, gárgolas y quimeras, arbotantes y florones de diverso tipo regados por las catedrales de Europa y el Medio Oriente, construidas en la búsqueda del ser humano por acercarse a Dios y homenajear su grandeza con magníficas demostraciones del uso de su inteligencia al servicio divino. Durante el primer mes, notó que el profesor jamás se quedaba viendo a sus alumnos por más de unos pocos segundos. Lo observaba pasearse entre las imágenes que salpicaban los contornos de su cara mientras contaba el origen, la planeación, el ingenio, los sacrificios y el costo enorme de estas construcciones en su labia fluida y versátil que parecía infalible y aprendida de memoria, con su mirada horizontal y firme inquebrantable.

Un día, cuando decidió poner a prueba al profesor dejando ver un poco más de lo que ella consideraba un muslo apetitoso tras la abertura lateral de su falda, obtuvo total indiferencia. Ni una sola vez el maestro desvió su mirada. Ni una sola vez se detuvo frente a ella así fuera un segundo más de lo acostumbrado. Era como si no existiera. Desde entonces en adelante, comenzó a sentarse más atrás, cerca a la pared trasera, desde donde veía mejor las imágenes pues el salón tenía forma de hemiciclo y sentía que podía aprovechar mejor las explicaciones sin tener que preocuparse por las feromonas muertas del profesor. Allí conoció a Joe. La primera vez que lo notó (porque ya lo había visto muchas veces sin el menor interés), fue en una conferencia cuando llegaban al punto más álgido de la encantadora y triste historia de cómo los franceses saquearon a Notre Dame durante la revolución a finales del siglo dieciocho, y amenazaban con prenderle fuego a todo lo que representara una consecuencia o un aliado de la extinta monarquía. Estaba sentado en el borde del asiento con sus tenis sucios sobre el respaldo de la silla de adelante, con su nuca apoyada en el espaldar y la cola de pelo colgando en el vacío tras la fila. Dormía y emitía ronquidos breves que acompañaba de suspiros y rezongueos quedos. Ante tal indignación, Mariana estiró su brazo sobre los dos asientos que los separaban y lo puyó con un lápiz en las costillas, a lo que Joe dio un pequeño salto que hizo caer todos sus papeles al suelo e interrumpir la disertación con el alboroto, con la consecuencia obvia de que ambos fueran expulsados del salón con una severa e injusta reprimenda y la humillación ante la sentencia del profesor cuando dijo “Los dos noviecitos de la parte de atrás pueden salir a expresar su amor a la calle, o en un motel o en el parque… cuando se desahoguen, pueden volver a la clase”. Esperó a que recogieran sus cosas y salieran con todos viéndolos, algunos con gestos de reproche y otros con una que otra risita de complicidad.

Mariana y Joe se habían vuelto inseparables. Tomaban todas sus clases juntos y estudiaban hasta altas horas de la noche cuando tenían exámenes finales, para culminar las jornadas de memorización y fogueo mutuo de preguntas haciendo el amor en la hamaca en donde dormía Joe porque, según él, nunca había visto a un indígena con giba o problemas de espalda. Mariana llamaba a casa de su tía y le mentía para poder pasar la noche con Joe en su apartamento. Se quedaban viendo películas mientras se comían un pollo entero como salvajes, untándose la cara de grasa con los dedos del otro, desnudos y riendo a carcajadas con la boca llena de pedazos de cuero y músculo a medio masticar. Algunas veces tomaban champaña hasta embriagarse y dormían abrazados hasta el amanecer, y otras Joe conseguía algo de marihuana, liaban un porro y lo fumaban imaginándose cómo sería su vida dentro de diez o veinte años. Un tiempo después, Joe estaba convenciendo a todo el personal de un restaurante para que en el momento indicado y ante su señal previamente acordada, gritaran en voz alta y por todos los rincones “MARI, ¿QUIERES CASARTE CONMIGO?”, con el efecto esperado de emoción, angustia fingida, una duda no menos teatral para darle suspenso al momento y el gran SÍ posterior. Cuatro años más tarde, Mariana pensaba con frecuencia en cómo sería su vida si no hubiera sacado su lápiz de la cartera y puyado a Joe en las costillas. Se preguntaba si alguna vez en otra ocasión lo hubiera conocido y se hubiera enamorado, y se preguntaba si sería o no verdad que las personas nacían con un destino predeterminado por la alineación de los planetas y las constelaciones según el segundo exacto en que llegaran al mundo. Esa misma pregunta se la volvió a hacer mientras Joe terminaba su cerveza y la miraba con los ojos enrojecidos por la efervescencia del líquido, eructaba inflando sus carrillos y decía “Qué bruta eres, Mari. Ahora qué vamos a hacer.”

Joe salió de la casa y fue hasta el carro de Mariana estacionado frente al suyo. Pasó su mano por todo el costado de la carrocería, intentando percibir alguna abolladura, golpe o rayón. Luego se acostó sobre el pavimento boca arriba y se deslizó ágilmente bajo el chasis para dar un vistazo a los amortiguadores y las horquillas de la dirección. Tras la llanta delantera derecha, justo debajo del guardabarros, surgía una bola de pelos blancos enredados entre los cojinetes, parecida a un ovillo de lana virgen apretado por la rotación de las partes en un nudo prácticamente imposible de zafar. Joe lo alcanzó y sacó un pedazo apretado entre sus dedos. Al verlo a la luz, algunos pelos volaron con el viento y los demás los sacudió en su pantalón. Abrió la puerta del conductor y accionó la palanca que abrió el baúl. Levantó la portezuela y allí estaba: raquítico, mostrando sus caninos, con una lengua más larga de lo que hubiera creído para tan pequeño animal sobre la llanta de repuesto, sus dos patas delanteras dislocadas y las de atrás recogidas, el cuello alargado y volcado hacia atrás y los ojos a medio cerrar, con su cuerpo lanudo untado de manchas de aceite y mugre. Un poodle. Un maldito perro como cualquier otro, más feo que cualquier otro, pero seguramente tan amado como cualquier otro. Levantó el collar y leyó el nombre en la etiqueta de información. Cookie. Cookie era una perra estúpida que se había metido bajo las llantas del carro de su mujer y ahora estaba muerta en su baúl. Cookie informaba que había un número de teléfono a dónde llamar en caso de emergencia o extravío. Alguien realmente amaba a Cookie. Alguien, justo ahora, extrañaba a Cookie o, peor aún, sabía por testigos que una mujer atolondrada había atropellado a la perra en un descuido mientras manejaba hablando por teléfono, se había bajado del carro, buscado con la mirada que el accidente hubiera pasado desapercibido, se había tomado la cabeza con las manos, se agachaba, abría el baúl y tiraba a Cookie adentro sin el menor remordimiento o la intención de buscar a su dueño para reparar el daño o, al menos, pedir perdón sincero por lo sucedido.

Joe cerró el carro con seguro y volvió a la casa. Mariana, que lo había visto todo desde la ventana, le esperaba sentada en el comedor.

- ¿Y bien? ¿Qué hacemos?

- No sé, preciosa. ¿Sabes si alguien te vio?

- No creo. No que yo sepa, pero no puedo estar segura. El maldito perro salió de la nada y saltó a la calle como queriendo matarse y, claro, fui yo su gran escape de esta vida.

- Perra.

- ¿Qué?

- No es un perro, es una perra. Lo acabo de ver. Se llama Cookie.

- ¿Y eso qué carajos importa?

- No sé. Tal vez no, pero es un hecho que es una perra. Y muy fea de por sí.

- No pretenderás que esté muy bonita y arreglada con sus moñitos rojos en las orejas y el tutú rosado después de haber sido aplastada por un par de toneladas de caucho y acero…

- No pretendo nada. Simplemente son los hechos. Es una maldita perra, se llama Cookie, y alguien la quería lo suficiente para ponerle una marquilla de identificación en el cuello con su teléfono.

- ¿No dice quién es el dueño?

- No, simplemente dice Cookie, y tiene grabado un número de teléfono.

- Llamemos a la policía. Que vengan y se lleven al mugroso perro, o perra, como quieras.

- No creo que eso pueda ser. No voy a meter policías aquí. Ya sabes lo que pienso de ellos.

- Muy bien. Entonces me imagino que ya lo tienes todo resuelto y que vas a llamar al dueño a decirle que su adorada Cookie está muerta en el carro de tu mujer, quien no tuvo la decencia de llevar a su animal herido al veterinario sino que la dio por muerta, tirándola sobre la asquerosa llanta de su asqueroso baúl, pero que lo sientes mucho y estás dispuesto a pagar por un nuevo cachorro para toda la familia. ¿Eso vas a decir? He pensado en que tal vez no estuviera muerta cuando la metí allí, y que pudiera haberle salvado la vida si la llevaba de urgencia. Pero me paralicé, ¿sabes? Nadie se espera matar a alguien en un día cualquiera y no supe qué hacer más que venir directo acá y llamarte. ¿Me entiendes?

- Ya cálmate. La perra estaba frita desde que saltó a la calle. No había nada qué hacer. Tiene el cuello roto. Mejor vístete que nos vamos.

Joe salió de la carretera principal un rato después y tomó una vía en regular estado, con huecos y partes que era necesario esquivar. Mariana sintió que el carro se estremeció en uno de los virajes y se despertó. El paisaje había cambiado un poco y ahora se veían muchos árboles altos en forma de cono, cuyos troncos se iluminaban con las luces del carro en ráfagas momentáneas que cambiaban con cada curva. Poco a poco la carretera se estrechaba más y, en un momento, se acabó el pavimento.

-¿Tienes sueño, Joe? ¿Quieres que yo maneje?

-No. Para nada.

-¿A dónde vamos? Parece que fuéramos mafiosos deshaciéndonos de un cuerpo. ¿Por qué tan lejos?

-Mari.

-¿Qué?

-No preguntes tanto. Ya vamos a llegar.

Mariana sacó un cigarrillo, lo encendió y abrió la ventanilla. Hacía algo de frío y se puso su chaqueta. Joe abrió un espacio en la ventanilla suya.

-Esto no me gusta, Joe. ¿Para qué vinimos tan lejos?

-No sé si prefieras que la hubiéramos botado en el cesto de la basura de la casa.

-Ahora que lo dices, ni tan mala idea hubiera sido. Pasa el camión y ¡suaz!, problema arreglado.

-¿Suaz? Así, como si nada. ¡Suaz!

-Eres un tarado. No veo sentido a salir por horas de la casa. Además ya siento que comienza a oler a cadáver.

-Ya casi llegamos. Ten paciencia.

-¿Y por qué venimos acá justamente? ¿Qué tiene de malo otro sitio? Estás andando como si supieras perfectamente a dónde vas y, que yo sepa, por acá no hemos venido juntos.

-Es un sitio al que venía antes, hace tiempo, cuando quería salir de la ciudad y relajarme. Me tiraba en el bosque boca arriba y veía los árboles oscilar con el viento. Además crecen hongos que se pueden comer. Si veo algunos, los cazo y me los llevo. Los pones a secar y luego los puedes comer con leche condensada. Hace tiempos que no los como. Sería cerrar esto con broche de oro.

-Joe, amor, esta carretera no me está gustando para nada. Además ya quiero volver a la casa y llevamos andando horas. Mañana tengo que levantarme temprano al trabajo. Ya sabes lo que me cuesta cuando hemos trasnochado.

-Tranquila nena. Ya vamos a llegar.

Al momento, Mariana vio un letrero de latas oxidadas que anunciaban estar entrando en predios de un parque natural. Joe detuvo el carro y lo apagó, dejando las luces encendidas, cuya luz se adentraba entre el bosque. Los dos se bajaron del carro y fueron hasta el baúl. Jo alzó la tapa y la perra estaba allí. Mariana se tapó la boca con la mano e hizo un gesto de asco. Joe se agachó para recogerla. Parecía que estuviera hecha de madera, con sus patas y cuello tensos por el rigor de la muerte. Mariana dio un paso atrás y se quedó viendo a Joe llevar a Cookie hacia el bosque, abrir un claro en el suelo tapizado de agujas de pino, y ponerla allí, con suavidad.

-Trae más paja. Vamos a taparla, dijo Joe.

-¿No la vamos a enterrar?

-¿Trajiste una pala?

-No.

-Entonces no la vamos a enterrar.

Mariana recogió un montón de paja seca y lo tiró sobre la perra. Joe hizo lo mismo y al rato se veía sólo un pequeño bulto en el suelo. Joe dio una mirada alrededor. De vez en cuando se oía el llamado hueco de alguna lechuza, ramas de los árboles crujiendo y otros sonidos que no pudieron identificar.

-Estoy nerviosa, Joe. Vámonos de aquí.

Joe dio una mirada al montecito que habían hecho y se dio la vuelta, caminó hasta el carro y cerró la puerta del baúl. Se subió al asiento detrás del timón y encendió el motor que, con el arranque, hizo que las luces parpadearan, iluminando a Mariana junto a la tumba de Cookie. Joe vio que su maquillaje empezaba a correrse y que sus hombros se movían por las convulsiones del llanto. Salió del carro, caminó hasta ella y le puso su chaqueta sobre los hombros abrazándola mientras la llevaba hasta el carro, la ayudaba a entrar y la acomodaba en su asiento, en donde se quedó mirando por la ventana.

Mariana y Joe recorrieron la hora de regreso en silencio. Pararon a comer en un restaurante de la carretera y pidieron sendos pedazos de carne con papas fritas que comieron ansiosamente. Hablaron de muchas cosas y rieron un poco mientras terminaban sus jugos. Cuando volvieron al camino, Mariana bajó la ventana, cerró los ojos, sintió la velocidad del viento sobre su cara, y tomó un profundo respiro del aire limpio y fresco del campo que, a esa hora, se pintaba con las luces de las casas empotradas sobre las colinas, una tras otra, en una procesión de luciérnagas varadas en la creciente oscuridad.

miércoles, 15 de septiembre de 2010

SED

Cuando llegamos a la estación de gasolina, parecía desierta. Las luces amarillas de los faros hacían círculos sobre el pavimento y parecía que la oscuridad tras ellos se viera aún más profunda. El parabrisas intermitente del carro barría las gotas que caían sobre el vidrio, claridad que duraba pocos segundos antes de estar cubierto de nuevo por el agua. Omar temblaba en el asiento de atrás, acostado sobre su hombro y con las piernas recogidas sobre el pecho, pálido, mirando al espacio infinito sin encontrar en qué fijarse. Di unos toques al pito que resonaron en la puerta de la cabaña, pero no hubo movimiento. Omar alzó la cabeza hasta el nivel de la ventana y limpió con esfuerzo el cristal empañado, apoyó de nuevo su cara sobre el asiento y soltó un murmullo que no pude entender.


Levanté el seguro de la puerta y bajé. Del escape salía un vapor gris que se diluía en el aire, semejante al vaho de las personas en una noche fría. En la cabaña de la administración, un grupo de pequeñas campanas pendientes de una viga tintineaba suavemente con el movimiento de la brisa. Pegado a la ventana, con las manos ahuecadas para bloquear los reflejos del exterior, vi un escritorio bañado en una película de polvo, una silla giratoria de madera en similares condiciones y montones de papeles y recibos apilados en el suelo, algunos en orden y otros desparramados por doquier. Un letrero corroído de Pennzoil colgado de cabeza por un único clavo que lo sostenía en su esquina inferior, y un conejo disecado, se habitaban esa soledad.

Regresé al carro con las manos sobre mi boca para calentarlas. Al verme, Omar me dio una mirada breve y regresó a la posición fetal en que llevaba, por entonces, más de dos horas. Fui al baúl del carro y saqué la cizalla. Me acerqué a los dispensadores de combustible y, después de varios intentos, reventé el candado con que se aseguraba la pistola a la máquina. Introduje el pico de la manguera en el orificio del carro esperando a que el aroma de la gasolina subiera hasta mi nariz para darle un fuerte respiro, pero nada pasó. Los surtidores, que funcionan como una motobomba controlada de vacío, no tenían nada que ofrecer.

Subí de nuevo al carro y Omar parecía dormido. El reflejo de la luz dejaba ver su frente perlada de sudor, y el movimiento de sus labios en una retahíla permanente de palabras y gestos, al parecer, involuntarios y levísimos, hacían mover con cadencia su negra barba. Encendí la radio, pero todas las estaciones estaban interferidas por la electricidad estática de las torres de energía que acompañaban la carretera y ninguna voz o música eran comprensibles. Giré la llave y apagué el motor. Mi reloj marcaba, para entonces, las 11:15 PM.

Tuve que decidir entre seguir por la carretera sin saber a dónde podría encontrar combustible y correr el riesgo de quedar varado en un lugar a la intemperie, vulnerable a las condiciones del clima; esperar a que algún camión o algún otro vehículo pasase por la carretera y, de ser así, que el conductor tuviera la amabilidad y confianza suficientes para detenerse y regalarme un poco de gasolina; o irrumpir en la cabaña vacía y pasar allí la noche. Opté, por supuesto, por la tercera opción, pues no quería exponerme a la hipotermia o tener que depender de un tercero. Volví a la parte de atrás del carro, abrí el baúl y saqué la varilla para cambiar los neumáticos. Omar seguía dormido, o eso parecía. No se podía saber con certeza. Al llegar de nuevo a la puerta, le di un fuerte empellón y quedé dentro, donde volaron, por la ráfaga repentina, algunos papeles del suelo y se levantó una nube de polvo que allanó el recinto y me hizo perder la claridad de la visión. Me quedé unos segundos parado en medio del lugar con la barra de acero en las manos al estilo de los bateadores de beisbol, y comencé mi marcha exploratoria hacia dentro. Más que personas, me preocupaba un mapache o un gato hambriento atrapado dentro saltando sobre mi cara. Ni un sonido. Los papeles voladores se asentaron y la nube de polvo ocupó nuevos lugares sobre la estancia. Las campanillas de afuera tintineaban constantemente.

Cuando terminaba de explorar la cabaña oí el pito del carro en un estruendo agudo y constante. Salí a ver. Omar se había encaramado sobre el asiento del conductor y había llegado hasta el timón, y tenía su mano pegada con fuerza al centro del círculo haciendo presión. Me acerqué a la ventanilla y le di unos toques al cristal con la varilla de los neumáticos. Omar hizo como si yo no estuviera y siguió en lo suyo. Al final, habría de cansarse o de perder las esperanzas. No era como si alguien pudiera oír el escándalo y acercarse.

Abrí la puerta de atrás y le dije a Omar que saliera, que nos acomodaríamos en el refugio de la cabaña y pasaríamos allí la noche. Omar se quejó y dejo resbalar su codo sobre el asiento, quedando en la posición anterior. Dejé la barra en el suelo, tomé sus brazos bajo las axilas y comencé a arrastrarlo fuera del carro. Todo el tiempo se quejó y siguió con su murmullo y la respiración acelerada por el esfuerzo. Este era un tipo corpulento y, dado que no se ayudaba ni un poco, debí utilizar todas mis fuerzas para llevarlo hasta el refugio, donde lo dejé en el suelo mientras volvía al carro a buscar lumbre para encender la pequeña caldera. El problema de qué quemar se solucionaría con los papeles regados. Antes de volver a la cabaña, busqué debajo de los asientos la botella de whisky que debía tener, al menos, un par de buenos tragos todavía.

Cuando al fin encontré una posición para dormir cerca del calor, sentado entre las columnas de folios y con la cabeza recostada en una de las patas del escritorio, Omar habló:

-Tengo sed-, dijo.

Lo dijo sin dañar la figura como un búmeran que hacía en el piso con su tronco y las piernas en ángulo cerrado. Pensé en el whisky, pero había tan poco y era tan básico para pasar la noche con la tibieza del alcohol por dentro, que decidí buscar otra fuente. Fui hasta el baño y abrí la puerta. Lo que alguna vez fuera una taza con agua fresca lista para recibir los depósitos de una humanidad tragona, descarga tras descarga, en el proceso casi mágico de desaparición de las heces por un tubo, era un círculo lleno de bazofia hasta la mitad, con pedazos de papel endurecidos como balas de cemento marrón explotadas en su anillo, despidiendo el olor más repugnante que jamás había sentido mezclado con los desperdicios del último invasor de aquel lugar, si es que una persona sola puede hacer tantos desastres con un solo cuerpo. La palangana para lavarse las manos tenía hoyos causados por la corrosión del óxido, hongos entreverados que pululaban en cada resquicio en un festín micótico y estaba a medio llenar con una especie de agua densa que, con la luz disponible, se veía negra. Pensé en el color del petróleo. Luego pensé en Mona. Me la imaginé limpia, con un vestido blanco de una pieza, riendo, y después embadurnado todo su cuerpo con esta pasta oscura, el pelo cayéndole en gajos sobre la cara, sólo sus ojos azules viéndome y estirando sus brazos hacia mí en súplica de auxilio. Me la imaginé haciendo su cara de asco al ver este lugar, torciendo los labios hacia abajo y mostrando la dentadura de la mandíbula. El corazón me dio un vuelco.

Tomé la llave del agua con dos dedos y la giré. La tubería hizo un tremor y emitió un sonido largo que me hizo retroceder, no fuera a explotar toda esa porquería sobre mí. Después del escándalo, caía un hilito de agua desde la llave putrefacta acompañado de un silbido constante, como de una flauta. Traje el vaso con que pensaba tomarme el whisky y lo llené hasta la mitad con el agua amarillenta. Muchas cosas blancas como flemas flotaban en el vaso y se arremolinaban como si estuvieran vivas. Llegué hasta donde Omar, levanté su cabeza y puse el borde del vaso contra sus labios secos y partidos. Al principio rechazó el ofrecimiento, pero le aseguré que era agua y entonces bebió hasta el fondo, en un trago que le hizo dar arcadas y toser. Me llamó hijo de puta, pero no le presté atención. Me preocupaba saber que tenía toda la noche por delante y que no podía hacer más que quedarme estancado allí hasta el amanecer con él viéndose cada vez peor.

Pensé en el carro afuera toda la noche a la vista de quien pasara. A pesar de no ser un modelo vistoso, era un convertible viejo descapotable, sin copas en las llantas y algunos parches de pintura de tonos diferentes, y no había muchos así en los alrededores. Se me ocurrió estacionarlo tras la caseta con tal suerte que, si se miraba desde la carretera, se ocultaba a ras desde el parachoques delantero hasta el final del baúl. La faena me tomó menos de diez minutos mientras lo moví y calculé la posición de un transeúnte por la vía con su perspectiva. Cuando estuve satisfecho, regresé al interior de la cabaña. Omar no estaba. De algún modo, había conseguido levantarse y echar a andar por el borde de la vía mientras yo estaba en la maniobra. Salí tras él. Había recorrido cien metros cuando más, arrastrando su pie derecho por el empeine, renqueando, sostenido su cuerpo sobre la pierna buena. Cuando sintió que me acercaba intentó acelerar el paso, pero se rindió y vomitó con las manos sobre las rodillas, tosiendo y volviendo a tomar aire en grandes bocanadas. Saqué la botella del bolsillo y le di un sorbo mientras lo veía. Me miró de reojo, con su barba negra mugrosa y el pelo enredado sobre la mitad de la cara. Creí que me iba a decir algo, pero no. Solamente sus ojos contrastaban la oscuridad con su blancura. Ya no había ferocidad en ellos. Parecían unos ojos suplicantes, pero no pedían nada. Entonces me di media vuelta y caminé despacio hacia el carro, con Mona dando vueltas por toda mi cabeza, en todas sus figuras y sus imágenes, haciendo el amor o colgando del tubo en un parque imaginario, dando vueltas y riendo.

Subí al carro y lo encendí. Apreté el pedal y comencé a moverme hacia la carretera en donde aceleré a fondo yendo de vuelta por donde había venido. Tenía muchas cosas en qué pensar. Luego pensé en la mirada de Omar y en su postura junto a la carretera. Esos ojos. No los voy a olvidar jamás.