viernes, 17 de septiembre de 2010

COOKIE

Mariana dejó el chaleco de plumas sobre el respaldo del sillón, soltó la cartera desde la distancia y buscó en sus bolsillos un cigarrillo que prendió con una larga chupada. Aún de pie en medio de la sala, encendió la televisión. Pasó de un canal a otro rápidamente, hasta detenerse en las noticias de 24 horas. Estaban pasando una nota sobre el alza de los precios de las naranjas en el país a causa de las heladas matutinas que habían afectado a toda la región citrícola. La reportera entrevistaba a un campesino más bajo que ella, con pocos dientes y un sombrero de paja, que alegaba la pérdida de sus cultivos y se veía tristeza en su semblante. El camarógrafo fue lo suficientemente ágil para enfocarlo de cerca y luego tomar un plano de sus manos, que sostenían a un grupo de bolas oscuras y abolladas que, se suponía, serían naranjas dulces y jugosas. Subió el volumen del aparato y se desnudó, poniendo la ropa en un montón sobre uno de los asientos. Apagó el cigarrillo y se metió en la ducha dejando un espacio abierto de la portezuela para alcanzar a escuchar los titulares de las nuevas noticias.


Cuando el agua estuvo a punto, Mariana se perdió entre el vapor de la ducha. Metió su cara primero bajo los chorros de agua cercanos al grifo y la dejó allí por unos segundos, haciendo movimientos circulares y abriendo la boca para llenarla y escupir varias veces. Pasó las manos por su cuerpo lentamente y lavó con jabón todos sus orificios. Sacaba la cabeza de vez en cuando para oír en qué iba la emisión de noticias o si había algún aviso de última hora, pero ahora hablaba un cuarteto de músicos jóvenes suecos que alegaba haber descubierto el secreto matemático de las composiciones de Mozart y Bach. Decían que podrían escribir sinfonías que pasarían por composiciones perdidas de estos grandes maestros. A Beethoven no, dijo uno, porque Beethoven escribía con el cuerpo y no con la mente, lo cual lo hacía más admirable, repuso otro.

Cerró la llave, alcanzó la toalla que colgaba cerca y la puso sobre su cara. Observó la otra toalla gemela que colgaba de su gancho y se preguntó cuánto más tardaría Joe en llegar. Cuando estuvo seca, se ató la bata de baño a la cintura y despejó un círculo en el espejo para verse. “Esto está mal”, pensó, “muy mal”. Salió del baño, recogió la ropa que había dejado y la tiró en el canasto de la lavandería. Encendió otro cigarrillo y se sentó en el borde del sillón a fumarlo con las palmas de las manos sobre su frente y la mirada recorriendo los arabescos de la alfombra. Pensó en cuando era niña y su papá la llevaba a la iglesia los domingos, vestida de azul y con un lacito en el pelo que emparejaba el tono de sus zapatos, diciéndole que rezara mucho por ellos porque Dios a los niños los escucha mejor.

Oyó el rugido del motor del carro de Joe en la entrada y la conmoción de las latas al apagarse. Se asomó y vio a Joe lanzar la puerta de la camioneta, darle un segundo empujón con su cadera y caminar hacia la casa con los paquetes de regalos en las manos y una bolsa entre los dientes. Abrió la puerta para que entrara. Joe le dio un saludo con las cejas levantadas y un gruñido, siguió hasta la cocina y dejó su carga sobre el mesón junto a los electrodomésticos, algunos aún sin estrenar, pero exhibidos por cortesía con los donantes a la causa de su matrimonio.

-“Pensé que ya no querías volver a fumar”, dijo Joe cuando pudo hablar. “Siempre hablas y hablas. Bla, bla, bla. Me tienes harto”.

- No estoy para esto, Joe. Estoy muy nerviosa.

- Pues yo no estoy mejor. Y eso que todavía no he visto cómo quedó el carro. ¿Ya lo revisaste?

- No. Apenas llegué me metí a la ducha. Creo que deberíamos ir a la policía.

- Tú mejor no pienses, mejor sigue fumando mientras YO pienso, así no dejamos que esto se nos vuelva un problema más grande de lo que ya es.

Joe fue a la nevera y sacó una cerveza que destapó dándole un golpe a la tapa apoyándola sobre el filo de la piedra del mesón. Se sacó la camisa del pantalón y comenzó a pasearse con pasos lentos, uno tras otro, mirando ocasionalmente hacia el techo y hacia abajo, como hacen las personas en clases de gimnasia o de yoga. Mariana lo observaba reclinada sobre su hombro en el marco de la puerta. Veía la manzana en su garganta subir y bajar con los tragos de la cerveza y se preguntó si no sería incómodo tener una de esas cosas atravesada en su cuello. Se sorprendió al mirarlo de arriba abajo, como hacía en las épocas de la universidad con los muchachos que se acercaban a invitarla a salir o a pedirle que les prestara sus resúmenes de historia del arte para preparar los exámenes. Era un gesto que, según sus amigas, era muy propio de ella, y que le hizo ganarse entre sus amigas fama de dura con los hombres. En esa época, Mariana soñaba con tener su propia galería. Visitaba frecuentemente los museos de la ciudad para ver las exposiciones itinerantes, y cada vez que salía una imagen de Nueva York, la recortaba y guardaba en su biblioteca. Decía, especialmente cuando se había pasado de tragos, que algún día iba a vérselas con Donald Trump para escupirle en la cara por mancillar con su desagradable aspecto la fachada de la mejor ciudad del mundo. Su saliva sería la redención de ese badulaque de hombre millonario y pelipostizo. Y cosas así. A muchos les gustaba ver a Mariana con unas buenas copas porque se ponía hilarante y, especialmente, crítica de todos y de todo. Creía entonces que esa cualidad la llevaría lejos, porque podría plasmar esa fuente de energía sobre lienzos que se venderían a precios casi simbólicos en Christie´s o Sotheby`s, mientras ella disfrutaba del sol en una terraza del Mediterráneo.

Mariana conoció a Joe en un seminario sobre arquitectura gótica medieval, al que se inscribió con emoción porque se decía que el profesor que dictaba la materia era un erudito reflexivo, sagaz, duro en sus ataques contra la opinión rústica de los estudiantes, y osco especialmente con las mujeres que atendían sus charlas, en una especie de “misoginia a la vez sensual y emputante”, como alguna vez lo describió Mariana a un grupo de futuros colegas. Como en todas las clases, Mariana se sentó en la fila frontal para tener toda su atención enfocada en la exposición. Durante las cuatro horas semanales de clase, el murmullo del equipo de diapositivas inundaba la estancia mientras proyectaba en la oscuridad, una tras otra, imágenes de arcos apuntados, bóvedas de crucería, gárgolas y quimeras, arbotantes y florones de diverso tipo regados por las catedrales de Europa y el Medio Oriente, construidas en la búsqueda del ser humano por acercarse a Dios y homenajear su grandeza con magníficas demostraciones del uso de su inteligencia al servicio divino. Durante el primer mes, notó que el profesor jamás se quedaba viendo a sus alumnos por más de unos pocos segundos. Lo observaba pasearse entre las imágenes que salpicaban los contornos de su cara mientras contaba el origen, la planeación, el ingenio, los sacrificios y el costo enorme de estas construcciones en su labia fluida y versátil que parecía infalible y aprendida de memoria, con su mirada horizontal y firme inquebrantable.

Un día, cuando decidió poner a prueba al profesor dejando ver un poco más de lo que ella consideraba un muslo apetitoso tras la abertura lateral de su falda, obtuvo total indiferencia. Ni una sola vez el maestro desvió su mirada. Ni una sola vez se detuvo frente a ella así fuera un segundo más de lo acostumbrado. Era como si no existiera. Desde entonces en adelante, comenzó a sentarse más atrás, cerca a la pared trasera, desde donde veía mejor las imágenes pues el salón tenía forma de hemiciclo y sentía que podía aprovechar mejor las explicaciones sin tener que preocuparse por las feromonas muertas del profesor. Allí conoció a Joe. La primera vez que lo notó (porque ya lo había visto muchas veces sin el menor interés), fue en una conferencia cuando llegaban al punto más álgido de la encantadora y triste historia de cómo los franceses saquearon a Notre Dame durante la revolución a finales del siglo dieciocho, y amenazaban con prenderle fuego a todo lo que representara una consecuencia o un aliado de la extinta monarquía. Estaba sentado en el borde del asiento con sus tenis sucios sobre el respaldo de la silla de adelante, con su nuca apoyada en el espaldar y la cola de pelo colgando en el vacío tras la fila. Dormía y emitía ronquidos breves que acompañaba de suspiros y rezongueos quedos. Ante tal indignación, Mariana estiró su brazo sobre los dos asientos que los separaban y lo puyó con un lápiz en las costillas, a lo que Joe dio un pequeño salto que hizo caer todos sus papeles al suelo e interrumpir la disertación con el alboroto, con la consecuencia obvia de que ambos fueran expulsados del salón con una severa e injusta reprimenda y la humillación ante la sentencia del profesor cuando dijo “Los dos noviecitos de la parte de atrás pueden salir a expresar su amor a la calle, o en un motel o en el parque… cuando se desahoguen, pueden volver a la clase”. Esperó a que recogieran sus cosas y salieran con todos viéndolos, algunos con gestos de reproche y otros con una que otra risita de complicidad.

Mariana y Joe se habían vuelto inseparables. Tomaban todas sus clases juntos y estudiaban hasta altas horas de la noche cuando tenían exámenes finales, para culminar las jornadas de memorización y fogueo mutuo de preguntas haciendo el amor en la hamaca en donde dormía Joe porque, según él, nunca había visto a un indígena con giba o problemas de espalda. Mariana llamaba a casa de su tía y le mentía para poder pasar la noche con Joe en su apartamento. Se quedaban viendo películas mientras se comían un pollo entero como salvajes, untándose la cara de grasa con los dedos del otro, desnudos y riendo a carcajadas con la boca llena de pedazos de cuero y músculo a medio masticar. Algunas veces tomaban champaña hasta embriagarse y dormían abrazados hasta el amanecer, y otras Joe conseguía algo de marihuana, liaban un porro y lo fumaban imaginándose cómo sería su vida dentro de diez o veinte años. Un tiempo después, Joe estaba convenciendo a todo el personal de un restaurante para que en el momento indicado y ante su señal previamente acordada, gritaran en voz alta y por todos los rincones “MARI, ¿QUIERES CASARTE CONMIGO?”, con el efecto esperado de emoción, angustia fingida, una duda no menos teatral para darle suspenso al momento y el gran SÍ posterior. Cuatro años más tarde, Mariana pensaba con frecuencia en cómo sería su vida si no hubiera sacado su lápiz de la cartera y puyado a Joe en las costillas. Se preguntaba si alguna vez en otra ocasión lo hubiera conocido y se hubiera enamorado, y se preguntaba si sería o no verdad que las personas nacían con un destino predeterminado por la alineación de los planetas y las constelaciones según el segundo exacto en que llegaran al mundo. Esa misma pregunta se la volvió a hacer mientras Joe terminaba su cerveza y la miraba con los ojos enrojecidos por la efervescencia del líquido, eructaba inflando sus carrillos y decía “Qué bruta eres, Mari. Ahora qué vamos a hacer.”

Joe salió de la casa y fue hasta el carro de Mariana estacionado frente al suyo. Pasó su mano por todo el costado de la carrocería, intentando percibir alguna abolladura, golpe o rayón. Luego se acostó sobre el pavimento boca arriba y se deslizó ágilmente bajo el chasis para dar un vistazo a los amortiguadores y las horquillas de la dirección. Tras la llanta delantera derecha, justo debajo del guardabarros, surgía una bola de pelos blancos enredados entre los cojinetes, parecida a un ovillo de lana virgen apretado por la rotación de las partes en un nudo prácticamente imposible de zafar. Joe lo alcanzó y sacó un pedazo apretado entre sus dedos. Al verlo a la luz, algunos pelos volaron con el viento y los demás los sacudió en su pantalón. Abrió la puerta del conductor y accionó la palanca que abrió el baúl. Levantó la portezuela y allí estaba: raquítico, mostrando sus caninos, con una lengua más larga de lo que hubiera creído para tan pequeño animal sobre la llanta de repuesto, sus dos patas delanteras dislocadas y las de atrás recogidas, el cuello alargado y volcado hacia atrás y los ojos a medio cerrar, con su cuerpo lanudo untado de manchas de aceite y mugre. Un poodle. Un maldito perro como cualquier otro, más feo que cualquier otro, pero seguramente tan amado como cualquier otro. Levantó el collar y leyó el nombre en la etiqueta de información. Cookie. Cookie era una perra estúpida que se había metido bajo las llantas del carro de su mujer y ahora estaba muerta en su baúl. Cookie informaba que había un número de teléfono a dónde llamar en caso de emergencia o extravío. Alguien realmente amaba a Cookie. Alguien, justo ahora, extrañaba a Cookie o, peor aún, sabía por testigos que una mujer atolondrada había atropellado a la perra en un descuido mientras manejaba hablando por teléfono, se había bajado del carro, buscado con la mirada que el accidente hubiera pasado desapercibido, se había tomado la cabeza con las manos, se agachaba, abría el baúl y tiraba a Cookie adentro sin el menor remordimiento o la intención de buscar a su dueño para reparar el daño o, al menos, pedir perdón sincero por lo sucedido.

Joe cerró el carro con seguro y volvió a la casa. Mariana, que lo había visto todo desde la ventana, le esperaba sentada en el comedor.

- ¿Y bien? ¿Qué hacemos?

- No sé, preciosa. ¿Sabes si alguien te vio?

- No creo. No que yo sepa, pero no puedo estar segura. El maldito perro salió de la nada y saltó a la calle como queriendo matarse y, claro, fui yo su gran escape de esta vida.

- Perra.

- ¿Qué?

- No es un perro, es una perra. Lo acabo de ver. Se llama Cookie.

- ¿Y eso qué carajos importa?

- No sé. Tal vez no, pero es un hecho que es una perra. Y muy fea de por sí.

- No pretenderás que esté muy bonita y arreglada con sus moñitos rojos en las orejas y el tutú rosado después de haber sido aplastada por un par de toneladas de caucho y acero…

- No pretendo nada. Simplemente son los hechos. Es una maldita perra, se llama Cookie, y alguien la quería lo suficiente para ponerle una marquilla de identificación en el cuello con su teléfono.

- ¿No dice quién es el dueño?

- No, simplemente dice Cookie, y tiene grabado un número de teléfono.

- Llamemos a la policía. Que vengan y se lleven al mugroso perro, o perra, como quieras.

- No creo que eso pueda ser. No voy a meter policías aquí. Ya sabes lo que pienso de ellos.

- Muy bien. Entonces me imagino que ya lo tienes todo resuelto y que vas a llamar al dueño a decirle que su adorada Cookie está muerta en el carro de tu mujer, quien no tuvo la decencia de llevar a su animal herido al veterinario sino que la dio por muerta, tirándola sobre la asquerosa llanta de su asqueroso baúl, pero que lo sientes mucho y estás dispuesto a pagar por un nuevo cachorro para toda la familia. ¿Eso vas a decir? He pensado en que tal vez no estuviera muerta cuando la metí allí, y que pudiera haberle salvado la vida si la llevaba de urgencia. Pero me paralicé, ¿sabes? Nadie se espera matar a alguien en un día cualquiera y no supe qué hacer más que venir directo acá y llamarte. ¿Me entiendes?

- Ya cálmate. La perra estaba frita desde que saltó a la calle. No había nada qué hacer. Tiene el cuello roto. Mejor vístete que nos vamos.

Joe salió de la carretera principal un rato después y tomó una vía en regular estado, con huecos y partes que era necesario esquivar. Mariana sintió que el carro se estremeció en uno de los virajes y se despertó. El paisaje había cambiado un poco y ahora se veían muchos árboles altos en forma de cono, cuyos troncos se iluminaban con las luces del carro en ráfagas momentáneas que cambiaban con cada curva. Poco a poco la carretera se estrechaba más y, en un momento, se acabó el pavimento.

-¿Tienes sueño, Joe? ¿Quieres que yo maneje?

-No. Para nada.

-¿A dónde vamos? Parece que fuéramos mafiosos deshaciéndonos de un cuerpo. ¿Por qué tan lejos?

-Mari.

-¿Qué?

-No preguntes tanto. Ya vamos a llegar.

Mariana sacó un cigarrillo, lo encendió y abrió la ventanilla. Hacía algo de frío y se puso su chaqueta. Joe abrió un espacio en la ventanilla suya.

-Esto no me gusta, Joe. ¿Para qué vinimos tan lejos?

-No sé si prefieras que la hubiéramos botado en el cesto de la basura de la casa.

-Ahora que lo dices, ni tan mala idea hubiera sido. Pasa el camión y ¡suaz!, problema arreglado.

-¿Suaz? Así, como si nada. ¡Suaz!

-Eres un tarado. No veo sentido a salir por horas de la casa. Además ya siento que comienza a oler a cadáver.

-Ya casi llegamos. Ten paciencia.

-¿Y por qué venimos acá justamente? ¿Qué tiene de malo otro sitio? Estás andando como si supieras perfectamente a dónde vas y, que yo sepa, por acá no hemos venido juntos.

-Es un sitio al que venía antes, hace tiempo, cuando quería salir de la ciudad y relajarme. Me tiraba en el bosque boca arriba y veía los árboles oscilar con el viento. Además crecen hongos que se pueden comer. Si veo algunos, los cazo y me los llevo. Los pones a secar y luego los puedes comer con leche condensada. Hace tiempos que no los como. Sería cerrar esto con broche de oro.

-Joe, amor, esta carretera no me está gustando para nada. Además ya quiero volver a la casa y llevamos andando horas. Mañana tengo que levantarme temprano al trabajo. Ya sabes lo que me cuesta cuando hemos trasnochado.

-Tranquila nena. Ya vamos a llegar.

Al momento, Mariana vio un letrero de latas oxidadas que anunciaban estar entrando en predios de un parque natural. Joe detuvo el carro y lo apagó, dejando las luces encendidas, cuya luz se adentraba entre el bosque. Los dos se bajaron del carro y fueron hasta el baúl. Jo alzó la tapa y la perra estaba allí. Mariana se tapó la boca con la mano e hizo un gesto de asco. Joe se agachó para recogerla. Parecía que estuviera hecha de madera, con sus patas y cuello tensos por el rigor de la muerte. Mariana dio un paso atrás y se quedó viendo a Joe llevar a Cookie hacia el bosque, abrir un claro en el suelo tapizado de agujas de pino, y ponerla allí, con suavidad.

-Trae más paja. Vamos a taparla, dijo Joe.

-¿No la vamos a enterrar?

-¿Trajiste una pala?

-No.

-Entonces no la vamos a enterrar.

Mariana recogió un montón de paja seca y lo tiró sobre la perra. Joe hizo lo mismo y al rato se veía sólo un pequeño bulto en el suelo. Joe dio una mirada alrededor. De vez en cuando se oía el llamado hueco de alguna lechuza, ramas de los árboles crujiendo y otros sonidos que no pudieron identificar.

-Estoy nerviosa, Joe. Vámonos de aquí.

Joe dio una mirada al montecito que habían hecho y se dio la vuelta, caminó hasta el carro y cerró la puerta del baúl. Se subió al asiento detrás del timón y encendió el motor que, con el arranque, hizo que las luces parpadearan, iluminando a Mariana junto a la tumba de Cookie. Joe vio que su maquillaje empezaba a correrse y que sus hombros se movían por las convulsiones del llanto. Salió del carro, caminó hasta ella y le puso su chaqueta sobre los hombros abrazándola mientras la llevaba hasta el carro, la ayudaba a entrar y la acomodaba en su asiento, en donde se quedó mirando por la ventana.

Mariana y Joe recorrieron la hora de regreso en silencio. Pararon a comer en un restaurante de la carretera y pidieron sendos pedazos de carne con papas fritas que comieron ansiosamente. Hablaron de muchas cosas y rieron un poco mientras terminaban sus jugos. Cuando volvieron al camino, Mariana bajó la ventana, cerró los ojos, sintió la velocidad del viento sobre su cara, y tomó un profundo respiro del aire limpio y fresco del campo que, a esa hora, se pintaba con las luces de las casas empotradas sobre las colinas, una tras otra, en una procesión de luciérnagas varadas en la creciente oscuridad.

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