martes, 26 de octubre de 2010

TINA O LA NUBE GRIS SOBRE MI CABEZA (HERMOSAS LLAMAS SALÍAN DEL CUBO)



Anoche ardieron los dos volúmenes ilustrados de Don Quijote. Habíamos comido temprano. Durante la comida, papá bendijo los alimentos y agradeció a Dios con los ojos cerrados y la cabeza inclinada. Como siempre, nosotras nos tomamos de las manos con los codos sobre la mesa y también agachamos las cabezas. Las niñas abrían un ojo y se daban patadas por debajo, amenazándose con arreglar después el asunto. Yo ya soy mayor y no me uno a los juegos, y le ayudo a mamá a controlar a mis hermanas, que pueden llegar a ser terribles.  

Comimos espárragos y el pollo con la salsa que mamá me va a enseñar a preparar junto con las demás recetas. Mamá y yo hemos hablado mucho, más que nunca últimamente, pero ya no me dicen las cosas como antes. El otro día me habló de los hombres y me dijo que tendría que hacer ciertas cosas cuando me casara que eran necesarias para mantener a mi esposo cerca y feliz de llegar a la casa. Yo sé de qué cosas me habla, porque Tina me ha contado. Tina dijo que después de la primera vez, y con el tiempo, las cosas se hacían cada vez mejores. Incluso me dijo que cuando estaba sola tenía varias formas de hacérselo, y que era bueno. Tina está casada hace un año y ya no va al colegio, aunque a veces se aparece por allá y me lleva algunos panes y nos lo comemos juntas mientras dura el recreo. Y hablamos y hablamos. La otra vez trajo una gaseosa, y eructé después de darle un sorbo. Reímos juntas en el prado viendo hacia arriba. Ese día Tina habló de que a su esposo le salen unas ronchas coloradas entre las piernas. También me contó que la obliga a arrodillarse y a metérselo en la boca agarrándola del pelo. Tina dice que ya no le molesta tanto, pero que le duele cuando él se la mete tan duro en la boca que le hace dar arcadas. Me dijo que a veces cierra los ojos y se imagina que está haciendo otra cosa y se le pasa. Pensé en cómo sería todo eso, pero no pude verme haciéndolo o ver a Tina haciéndolo. Era como una persona de esas de los sueños haciendo todo eso.

En fin, anoche después de comer, mi mamá me pidió que le ayudara con los platos en tanto mis hermanas acababan sus tareas del colegio antes de ir a dormir. Mientras enjuagábamos los trastes y cubiertos, mamá puso las manos sobre la escurridera, bajó la cabeza y respiró. Luego dijo, mientras secaba sus manos en el delantal, que papá y ella habían hablado y que habían decidido que tenía que olvidarme de Tina. Me quedé callada. Mi mamá siempre supo que Tina es mi amiga y cuando iba a mi casa la dejaba sentarse con nosotras a comer o a jugar afuera. Hace unas semanas mamá me dijo que tenía que ser un poco más alegre. Y varias veces me ha dicho que una niña triste e inteligente como yo tiene pocas posibilidades de formar una familia porque a los hombres no les gustan las mujeres tristes. Muchas veces mamá me pidió que sonriera, ya no sé cuántas, sobre todo a la salida de la misa. Pero ahora me decía que no podía ver más a Tina.

Cuando terminamos de lavar, se acercó y me pasó la mano por el pelo peinando hacia atrás los mechones sobre mi frente y la puso suavemente sobre mi pómulo mientras me miraba a los ojos y sonreía con la mitad de la boca. Luego la levantó y la descargó con fuerza atravesando mi cara, llorando y diciéndome que tenía que obedecerla, que ella sabía que yo había entendido y que me quería, que era por mi bien. Todo esto lo dijo mientras me sacudía agarrándome por los hombros y babeaba y lloraba. Yo le dije que sí había entendido, pero no dije más.

Mis hermanas habían oído el escándalo desde el comedor. Me las imaginé con sus piececitos meciéndose en el aire y sus lápices en la mano apuntando a las hojas de los cuadernos y la cabeza hacia la cocina. Supuse que estarían con la boca abierta. Me dio vergüenza que tuvieran que oírnos a mamá y a mí. Luego de sacudirme, mamá se alejó y se puso a llorar sobre la lavadora al fondo de la cocina. Movía sus hombros de arriba abajo y lloraba. Yo estaba adolorida y confundida, pero me dio pena verla así. Cogí una toalla del tendedero y se la llevé para que se secara las lágrimas y los mocos que hacían su sonido cuando los aspiraba y volvían a resbalar. Me recibió la toalla dándome la espalda y sin mirarme me dijo que revisara cómo iban mis hermanas con sus tareas. Luego me dijo que las preparara para dormir mientras ella terminaba de arreglar la cocina.

Cuando salí, las niñas me miraron y la pequeñita hizo un puchero al verme. Yo ya había tomado un respiro. Me templé y les dije que si no habían terminado la tarea lo harían en la mañana, pero que tenían que irse a la cama sin protestas de ninguna clase. Se me quedaron viendo calladas, como si no me hubieran oído, hasta que aplaudí un par de veces y salieron del embrujo. Entonces recogieron sus cosas, barrieron con las manos la viruta y los pedazos de borrador hacia el borde de la mesa y los recogieron en sus cuencos, y pusieron el centro de mesa de nuevo en su sitio. La pila de libros y cuadernos la llevé yo, y lo demás lo cargaron ellas. Papá estaba encerrado en su cuarto y se podían oler sus cigarrillos. La orden era nunca interrumpirlo, especialmente cuando la puerta estaba cerrada, que era casi siempre. Desde su accidente papá pasaba mucho tiempo en la casa, pero cuando no estaba en el comedor estaba encerrado leyendo o escribiendo o qué se yo. Papa nunca ha sido muy hablador.

Mis hermanas me obedecieron bien y se cambiaron y se metieron dentro de las cobijas. Ellas compartían la misma cama y yo tenía la de junto. Estaba haciendo algo de frío y sentí los pelos de mi cuello y mis brazos erizarse, pero todavía no podía acostarme. La pequeñita me pidió que no me fuera y que me acurrucara junto a ella en la cama, pero le dije que tenía que dormirse y rápido. Entonces cerró los ojos. La más grande me preguntó por qué había peleado con mamá, pero le dije que no le podía contar y que cuando creciera más lo iba a entender. Esperé a que las canciones que les gustan les ayudaran a dormir, apagué la luz dejando sólo el bombillito amarillo en la pared y cerré la puerta del cuarto.

Cuando salí, mamá estaba en la mesa del comedor. Tenía los huesos del pollo en un plato frente a ella. Había cogido el de la pechuga, y le estaba ruñendo el pollo que quedaba pegado y sacando con una uña pedazos que se llevaba a la boca. Tomaba de una botella y trabajaba el pollo como si no me hubiera visto. Cuando me acerqué, dejó la pirámide de hueso sobre el plato, se limpió la boca con la mano y le dio un par de palmadas al asiento junto a ella para que me sentara. Me senté y puse las manos sobre mis piernas sin decir nada y sin mirarla. Me preguntó con tranquilidad si sabía lo que había en la botella, y yo le dije que no. Ella me repitió la pregunta con más volumen, sosteniendo la botella por el pico y mostrándomela cerca a la cara. Volví a decir que no, pero por miedo. Cuando mamá habla así hay que tenerle miedo. Luego me llamó mentirosa y levantó la botella dándole un sorbo que llenó su boca y que me escupió en la cara mezclándolo con el aire. Me ardieron los ojos y me dieron ganas de llorar, pero me contuve. Sentí el sabor del pollo asqueroso con el alcohol. Volvió a preguntarme si sabía o no lo que había en la botella y tuve que confesar que sí. Después me preguntó si sabía lo que era una puta. Yo me quedé callada. No sabía qué tenía que ver una cosa con la otra, la botella, Tina, la cachetada, mamá llorando, y ahora me preguntaba si sabía eso. Yo le dije que sí, pero no fui capaz de mirarla, y sólo podía ver lo que hacían mis manos que jugaban con el bordillo de mi vestido. Puso la botella de nuevo sobre la mesa y con el golpe se tambaleó el cenicero de lata que se demoró en parar. En seguida cogió el hueso y lo lanzó hacia la pared en donde rebotó y cayó detrás de la matera con la palma, puso su cabeza sobre el brazo y comenzó a llorar otra vez. Lanas fue a buscar el hueso y se quedó detrás de la mata mientras se lo comía jugando con él entre sus patas. Quise ser como él. Sólo un perro estúpido sin cerebro. No supe si levantarme de la mesa porque me daba miedo mamá, pero tampoco sentía ganas de abrazarla o de decirle que se tranquilizara. Pensé en poner mi mano sobre su espalda o sobre su cabeza, pero todavía me dolía la cara por el golpe que me había dado, así que no me pareció. Pensé que quería que le pasaran cosas feas, pero me reprimí esos pensamientos porque sentí culpa. A pesar de todo seguía siendo mamá, y las niñas la necesitaban.

Cuando me estaba levantando, me agarró de la blusa tambaleándose y moviendo la cabeza como un perico. Levantó la mirada y me vio con sus ojos enrojecidos y llenos de lágrimas. Se podían ver sus babas en las comisuras de la boca y su nariz brillante llena de mocos. Me dijo que me fuera a dormir y que no hablara de esto con las niñas. Me solté de su garra y entré en el baño. Miré las marcas de sus dedos sobre mi cara y toqué suavemente la mandíbula que todavía dolía. Abrí la boca lo que más pude y me dolió la sien. Giré la llave y lavé mi cara con jabón y pasé la toalla mojada por mi cuello. Solté mi pelo y lo extendí sobre la espalda y mi pecho. Tiré del cordón de mi blusa y se abrió dejando ver mis senos. Son rosa y el pezón es marrón. Imaginé al esposo de Tina sobre mí lamiendo mis senos como un animal, pero la imagen de Tina enseñándome a hacerlo se metía en mi cabeza todo el tiempo. Di un apretón con ambas manos a cada uno de ellos, un par de palmadas para verlos ondear y devolverse a su sitio como gelatinas, y pellizqué los pezones. No vi nada de raro en ser una puta. Di un paso atrás y me quedé viéndome el cuerpo. Sólo piel, senos, pelo y un par de ojos. Pensé en cómo sería mi vida si yo fuera una puta, y me imaginé al esposo de Tina, al profesor Rayo, a mi tío Germán, a los policías de la otra vez, al escuadrón de bomberos y hasta al cura, todos haciendo una fila frente a mi carpa con muchos billetes en la mano, ansiosos y tocándose por encima de los pantalones para alistarse. Tendría mucha plata después de cada día. Acerqué mi cara al espejo, más y más hasta que mis labios estirados se juntaron con los de mi yo al otro lado, y nos dimos un beso. Abrí los ojos y supe cómo me vería a los ojos de alguien. Me vería fea y rara. Por eso la gente cierra los ojos cuando se besa.

***
Salí del baño y mamá ya no estaba en el comedor ni en la sala. La botella había desaparecido y huesos estaban en la panza de Lanas, que dormía con la punta de su lengua asomándose fuera del hocico y las patas entrecruzadas. Vi que la luz de papá estaba apagada. Pensé que seguramente ya se habrían ido a dormir. Había un gran silencio, de esos en los que casi se escuchan los latidos del corazón. Fui a la cocina y tomé un vaso con agua. Estaba seca y lo bajé de un solo trago. Me dolía la cabeza, pero no me importó. Quería hacer algo, pero no sabía qué. Quería acabar algo. Tomé un cuchillo de la cocina. Lo miré y miré mi reflejo en él, observé su brillo en las paredes y sentí su filo con las yemas de los dedos. Lo dejé en su sitio. Luego vi las tijeras colgando de su clavo, quietas, como esperando a que alguien les metiera los dedos entre los ojos y las trabajara. Así lo hice. Chap-chap-chap. Sonaban afiladas y buenas. Sonaban cortando el aire. Sostuve un mechón de mi pelo frente a mi cara y le di un pequeño corte. Vi cómo volaban en círculos los pelos cortados hacia el suelo, igual a como caen las hojas de los árboles. Luego corté un poco más y el mechón completo explotó contra las baldosas y quedó desbaratado como un grupo de palitos chinos. Seguí cortando. Lo corté todo. Pisé los pelos y los esparcí por la cocina y los puse en donde más pude, sobre todas las cosas y en cada rincón.

Cuando salí al comedor los vi. Parecían dibujados sobre la repisa de los libros, y por alguna razón ahora me llamaban, a mí y a mis tijeras. Cogí el primero y soplé sobre las hojas apretadas de donde salió una nubecita de polvo que desapareció en el aire. Lo abrí en cualquier página y leí unas líneas. El Quijote hablaba con dos mujeres que iban a Sevilla diciéndoles que no temieran por sus vidas. Ellas trataban de verle la cara detrás de la visera. El Quijote loco hablaba. Las mujeres lo estudiaban. Arranqué la hoja cerca de mi oído, despacio, para oír el llanto del papel cuando se rasga. Luego le di un par de tijeretazos amplios, desde la comisura de las navajas hasta la punta, y cayeron al piso sendos trozos de papel impreso, nombres y palabras cortados que perdían su sentido fuera del contexto.

Me tomó casi una hora terminar porque las tijeras tienen un límite de corte: solamente podía dividir cierto número de hojas a la vez y luego otra vez hasta que quedaban en cuadritos o en triángulos imperfectos. Una y otra vez. Una y otra y otra vez. Los dedos me dolían, pero la pila de papeles crecía y ya parecía una pequeña montaña de basura que recogí y llevé al cubo de metal. Volví a la cocina y recogí del suelo muchos mechones de pelo, que metí en el cubo. Metí una vela y metí un par de las casitas de miniatura de mamá. Saqué el paquete de fósforos y encendí uno hasta que me quemó los dedos y se apagó. Encendí otro. A lo mejor el fuego sería un escape y la liberación del Quijote para dejar su angustia. No habría herencias ni enamoramientos ni gestas ni reyes. No habría nada. La gente en miniatura dentro de las casitas moriría asfixiada y quemada entre mi pelo. Serían purificados.

Puse el cubo sobre la mesa con el ardor de los primeros papeles y lo dejé allí. Al poco tiempo, hermosas llamas salían del cubo y una nube negra y gris subía y se estrellaba contra el techo, esparciéndose en todas direcciones, sin miedo, sin respeto por espacios prohibidos. Mamá salió y papá corrió a ver a las niñas al cuarto. Mamá abrió la puerta de la casa y el viento entró a revolcar mi nube y a tratar de hacerla salir, pero aguantó y resistió y el cubo botó más humo hasta que una cascada de agua helada que papá lanzó con un balde lo hizo caer y apagarse. Los papelitos chamuscados navegaron sobre el charco hasta que cayeron al abismo. Era mucha agua. Demasiada agua para el Quijote y la gente miniatura, que se ahogó sin quemarse del todo.

Mamá me veía. De la cocina sacó pelos que me tiró en la cara y se quedó viéndome. Me dijo que tenía que comerme el pelo, hasta el último. Papá estudiaba en sus manos las carátulas de sus Quijotes y movía la cabeza de un lado a otro. Las niñas me veían con sus ojos soñolientos. Luego vi a Tina. Estaba parada fuera de la casa detrás de la ventana y sonreía. Cerró y abrió el ojo derecho, bonita, y me hizo sonrojar. Luego entró por la puerta, pasó junto a papá y rodeó la mesa viéndome. Me dijo que me veía hermosa con mi nuevo peinado. Volví a sonrojarme. Después vino y se sentó junto a mí, tomó mi cabeza y la llevó hasta su hombro, en donde estuvo un largo rato hasta que mamá dejó de darme palmadas en los brazos y papá de decirme que mañana mismo, o sea hoy, me pondría entre cuatro paredes. El cura ya entró a hablar conmigo y oí la voz de mamá afuera hace un rato, pero no ha entrado. El cura me preguntó muchas cosas, pero no quise que supiera nada. Seguía imaginándomelo con sus billetes en la fila. Me dio risa y se fue por la puerta diciendo algo con la palabra "criatura". Tina no ha venido a verme, pero estoy segura de que va a venir. Tan pronto llegue dejo de escrib











 

viernes, 8 de octubre de 2010

FIESTA-PLAYA-FUEGO

Nancy y Paula habían sido amigas toda su vida. Se conocieron en el colegio cuando tenían cinco años, y desde entonces nunca dejaron de verse. Habían compartido todo e, incluso una vez, en una borrachera, probaron el sexo entre ellas, pero no se lo contaron a nadie. La familia de Nancy quería a Paula como a otra hija, y siempre en navidad había regalos para ella bajo el árbol. La verdadera familia de Paula era su hermano que estaba en el ejército en su año de servicio obligatorio, y su tía, con quien vivía desde que su papá murió. Paula hablaba poco de su mamá y cuando lo hacía, se mostraba sombría y densa, como si hablara de un fantasma que la acechara. La última vez que habló con ella en el teléfono, la madre le dijo que la curación de su alma había tenido grandes progresos, y que el maestro estaba muy orgulloso de los pasos que había dado para la liberación total de sus ataduras. La madre de Paula siempre hablaba del alma y de las enseñanzas de su maestro.

Un día, Nancy decidió que deberían hacer un viaje a la playa juntas para celebrar porque pronto estaría casada y tendría hijos y debería cuidarlos y ya no tendría tiempo de hacer estas cosas. También celebrarían el que Paula tuviera un nuevo trabajo y su soñado incremento de sueldo. Todo estaba arreglado: saldrían el miércoles temprano y volverían el lunes siguiente. Sería una especie de viaje de despedida de su antigua vida y de bienvenida de la siguiente. Carlos, el novio de Nancy, iría a Londres durante la semana para arreglar los asuntos y el papeleo de su grado de magister, y era la oportunidad perfecta para mitigar un poco los achaques generados por los preparativos del matrimonio. El viaje de ocho horas lo harían en el carro de Carlos, un deportivo de dos plazas que generosamente fue cedido para la causa. Nancy adoraba ese carro y estaba feliz de poderlo usar, a pesar de todas las advertencias y recomendaciones de su novio, sobre todo la de no exceder la velocidad porque era un carro poderoso que, a cierta aceleración, perdía docilidad.

La noche anterior al viaje, empacaron la ropa, cada una en su casa, mientras hablaban por teléfono. Se contaron qué iba a llevar cada una y complementaron sus equipajes con las cosas de la otra, como siempre hacían cuando salían. La mamá de Nancy levantó el teléfono durante la conversación, que ya llevaba una hora, y pidió a Nancy que dejara libre la línea porque debía hacer una llamada. Cuando supo que Paula estaba al otro lado de la línea la saludó y les deseó un muy buen viaje. Les comentó que el clima estaría perfecto según las informaciones meteorológicas y les pidió, de una vez a las dos, que tuvieran cuidado y que disfrutaran de su descanso. Paula le agradeció, se despidió y una vez más quedó al habla a solas con su amiga, quien todavía estaba algo irritada con la interrupción. Alguna vez comentó que parecía que la espiara, pues siempre tenía que utilizar el teléfono cuando ella estaba hablando. Comentó no saber si se quedaba escuchando del otro lado antes de hablar y pedirle que colgara. Paula la tranquilizó y le dijo que pensara en el viaje. Se dieron las buenas noches y colgaron emocionadas.

A las cinco en punto de la mañana, Paula oyó un par de pitazos cortos en la calle, se asomó a la ventana y vio que Nancy había llegado. La saludó y Nancy le hizo un gesto para que se apurara, señalando el reloj en su muñeca. Entró en la habitación de su tía, se acercó al bulto entre las sábanas y movió su hombro. La tía se quitó el antifaz que cubría sus ojos, se incorporó en la cama abullonando las almohadas detrás de sí y abrió sus brazos para estrechar a Paula, quien entró en el pecho con soltura. La tía le plantó un par de besos en la cabeza y en la cara, le cruzó una bendición y le dijo que esperaba que la pasaran muy bien. Luego se volteó hacia la mesa de noche junto a sí, encendió la lámpara y abrió el cajón, de donde sacó unos billetes. Paula recibió el dinero y lo metió en un bolsillo, la abrazó y se le salió un par de lágrimas. Cuando estaba a punto de separarse, se oyeron otros toques del pito en la calle, ahora un poco más intensos. Se separó rápidamente de su tía quien le enjugó las lágrimas con la manga del camisón, y salió despidiéndose con una sonrisa y un beso enviado con la mano.

Bajó las escaleras arrastrando la maleta con esfuerzo y salió a la calle. Nancy fumaba un cigarrillo apoyada sobre el costado del carro y tenía el baúl abierto. Le dijo a Paula que se apurara porque iban retrasadas en el itinerario, y no quería quedar atascada en el tráfico a la salida de la ciudad. Acomodaron todo y arrancaron.

En una parte del camino Paula se quedó dormida. Nancy le reprendió por ser tan aburrida y le instó a ver el paisaje de llanuras verdes llenas de grupos de ganado que pastaban y buscaban la sombra de los escasos árboles, las casitas campesinas y los cercos con las puntas pintadas de colores. En un punto se detuvieron y sacaron su cámara para tomar fotos del panorama y estirar las piernas. Pusieron la cámara sobre el techo del carro y se sacaron varias fotos con el temporizador automático. Luego estudiaron las cámaras y decidieron si habían quedado bien o no, borrando las descartadas. Paula hizo un comentario sobre la blancura de sus piernas y le mostró a Nancy cómo se notaba el púrpura de sus venas. Dijo que se iba a tirar sobre una toalla al sol hasta que le salieran ampollas o se pareciera a Mariah Carey, lo que llegara primero, y compararon el tono de sus pieles. Vieron a lo lejos a un hombre que venía por el costado de la carretera con una recua de burros cargados de bultos, un sombrero y una caña larga. Cuando el hombre estuvo cerca, le pidieron que se tomara unas fotos con ellas y el hombre accedió, incluso invitando a Paula a subirse a una de las bestias para que se sacara una foto. El hombre ayudó a Paula a subir y se sacó la foto riendo un poco nerviosa y tapando su boca. Antes de seguir su camino, Nancy le ofreció al hombre algo de dinero, pero éste lo rechazó amablemente y les deseó un buen viaje. De nuevo en la carretera, Nancy preguntó a Paula si había notado la erección de aquel hombre y Paula sorprendida y algo avergonzada dijo que sí. Rieron de nuevo.

Cerca de las dos de la tarde, después de una última parada a almorzar y a utilizar un baño en buenas condiciones, llegaron a la entrada del parque. Era un parque natural en excelente estado de conservación, a donde muchos extranjeros llegaban atraídos por las historias de ser uno de los lugares más sagrados sobre el mundo, protegido por los espíritus de las tribus indígenas que aún lo habitaban en sus laderas y montañas. Por supuesto, la parte más apetecida por los visitantes era la playa, en donde no había hoteles ni hospedajes y a donde se llegaba solamente después de una forzosa caminata de dos horas a través del bosque. Paula y Nancy dejaron el carro en el aparcamiento, y caminaron hasta la primera estación de la playa, donde usualmente deshacían sus maletas las familias con niños pequeños y ancianos debido a las aguas tranquilas de su litoral. Allí tomaron un descanso breve y siguieron caminando una hora más hasta el sitio de acampamiento en donde se quedarían el resto de la semana, el lugar más apetecido por la gente joven, parejas de novios, y aventureros que buscaban un mar más violento y playas más tranquilas sin niños a la vista. El camino para llegar a esa estación era agreste, entre la montaña, con partes en donde se debía tener cuidado y agilidad para no resbalar y caer, por lo que requerían recargar energías antes de continuar.

Paula hacía ejercicio regularmente y estaba en mejores condiciones físicas. Nancy, en cambio, era una fumadora voraz y sentía los efectos de la caminata con más ímpetu. Tuvo que detenerse y sentarse en las rocas de la vera del camino varias veces para no desfallecer. Sacaba su botella de agua y bebía sorbos largos que terminaba con un jadeo. Maldijo al cigarrillo varias veces. Al cabo de un rato y ya cuando comenzaba a notarse el fin de la tarde, llegaron a donde se habían propuesto. Ninguna de las dos había ido antes a ese lugar, pero era todo lo que habían imaginado. Antes de la playa, había una planicie ancha y larga cubierta de pasto, donde se alzaban solitarias algunas palmeras que se mecían con la brisa. En muchos sitios había clavadas carpas de diferentes tamaños y colores, algunas con cuerdas que salían desde la cubierta superior hasta una palmera, diseñadas para secar ropa mojada. Buscaron un sitio fuera del alcance de los cocos que caían esporádicamente y encontraron un pequeño claro descubierto y un tanto alejado de los vecinos, con un redondel de tierra quemada y un par de ladrillos que los anteriores ocupantes habían dejado, y en donde harían una eventual fogata nocturna, según dijo Nancy.

Dejaron sus maletas en el suelo y Nancy se tiró boca arriba mirando al espacio infinito, bufando a través de su nariz y quejándose del agotamiento. Paula la miró y se rió, y Nancy le hizo una mueca. Una vez se incorporó, sacaron las cosas de las maletas y comenzaron a armar la carpa, con la que pronto se vieron envueltas en un enigma de diseño. Se suponía que la carpa se armaba, como decía la publicidad, en cinco minutos, pero llevaban ya media hora intentando uniones de tubos de diferentes tamaños, algunos flexibles y otros rígidos, que metían por los canales de la lona y que supuestamente harían que la carpa se levantara mágicamente del suelo. Había una bolsa del mismo material sintético llena de unos palitos con ojales que servían para algo, pero aún era un misterio para qué. Al verlas confundidas, un chico sin camisa y con bermudas de flores se les acercó y les ofreció su ayuda. Las dos agradecieron casi al unísono y el muchacho se puso a trabajar. Clavó las estacas con los ojales a la distancia adecuada, desarmó los tubos mal unidos, los rearmó en el orden correcto e hizo con ellos una cruz en el suelo, que luego introdujo diagonalmente en los canaletes de la carpa, metió las puntas que sobresalían de los tubos en los ojales clavados y la carpa se erigió hasta llegar a la altura de sus cabezas. Paula y Nancy vieron todo el proceso sentadas sobre las maletas y se codearon un par de veces cuando el chico se agachaba o les daba la espalda riéndose en silencio y enrollando los ojos.

Al terminar, el chico sacudió la tierra de sus manos, y caminó hasta ellas, que aún estaban sentadas y habían aplaudido la hazaña. Nancy, que no tenía sus lentes oscuros puestos, lo miraba con una mano sobre su frente para bloquear la contraluz. Cada una recibió su mano cuando la estiró para presentarse con su nombre. El chico les dijo que estaba con unos amigos y que acababan de llegar, y las invitó a bajar a la playa en la noche a una fogata que harían y para la que necesitaban la mayor cantidad posible de personas. Les dijo que invitaran a todo el que quisieran, porque iba a ser una fiesta abierta. Nancy aceptó por ambas inmediatamente y se despidió del chico dándole de nuevo la mano y agradeciéndole su ayuda.

Cuando terminaron de desempacar todo y estuvieron en sus trajes de baño, cerraron la carpa y fueron a buscar la playa para aprovechar los últimos rayos del sol, que ya comenzaba su pesado descenso en el horizonte. Atravesaron la planicie de las carpas, pasaron junto a un restaurante que vendía pescado y descendieron hasta sentir, por primera vez, sus pies en la arena fresca. Nancy corrió hasta el agua mientras se quitaba el pareo de su cintura, tiró sus gafas de sol y se lanzó en un clavado dentro de una enorme ola. Al emerger, gritó a Paula para que la siguiera, pero no lo consiguió. Paula alegó que debía cuidar las cosas, pero Nancy le dijo que dejara su miedo y que disfrutara, que no había un ladrón en miles de kilómetros a la redonda y que, por si acaso no lo había notado, todo el mundo estaba en un plan hippie, cosa que garantizaba tranquilidad, amor y paz. Paula le dijo que se sentaría a contemplar el atardecer que, por cierto, hacía tiempo no veía, y que, por lo visto, iba a ser espectacular. Nancy se encogió de hombros, escupió un chorro de agua y buceó un rato más. Nadó paralela a las olas y se quedó algunas veces en el mismo sitio pataleando y manoteando para sentir las subidas y bajadas de cada marejada. En algunos momentos sintió las cosquillas de las algas bajo sus pies. Mientras Paula veía a su amiga nadar, el chico que les había ayudado con la carpa se puso frente a ella bloqueándole la vista. Venía acompañado de otro chico de la misma edad y llevaban una botella de plástico con un líquido que parecía jugo de manzana, pero que, por la manera en que lo bebían, evidentemente no lo era. El chico conocido le presentó a Paula al otro, y ella lo saludó. Paula se sorprendió al ver que el primer chico recordaba su nombre. El primer chico contó al otro la historia de cómo las había visto perdidas sin esperanza tratando de armar la carpa y de cómo él salió a su rescate, y el otro sonrió mirando a Paula y ofreciéndole la botella para que le diera un trago, pero ella lo rechazó educadamente. Luego giraron para ver a Nancy, que ya salía del agua y venía empapada luciendo su pequeño bikini y exprimiendo su pelo con las dos manos. Nancy los saludó, cruzó miradas y manos con el chico nuevo y confirmaron la cita en la noche y el lugar. Los muchachos se despidieron y continuaron su caminata volteándose un momento para ver a Nancy mientras se secaba con la toalla y batieron sus manos despidiéndose. Las dos amigas hicieron lo mismo. Nancy se sentó junto a Paula, encendió un cigarrillo, y vieron juntas cómo las aguas mansas del horizonte se tragaban el enorme disco dorado frente a sus ojos.


***

Después de comer y dormir un poco, se arreglaron para la fiesta. Nancy se puso un bikini nuevo, ató un pareo de algodón con arabescos rosa sobre uno de sus hombros al estilo de las antiguas togas romanas, recogió su pelo húmedo en una moña tras su cabeza y dejó caer un gajo que le cruzaba su hombro descubierto. Sacó de un pequeño maletín los maquillajes y puso en su cara algo de rubor. Rizó sus pestañas apretándolas con el filo de una cuchara pequeña y las ennegreció con el rímel hasta quedar satisfecha. Sus párpados se abrían y cerraban con cada brochazo frente al espejo en su mano. Paula hizo lo debido y se puso unos pescadores que le llegaban hasta la pantorrilla, y se metió una blusa vaporosa de colores sobre su traje de baño. Decoró su cuello con un collar de fibras naturales, pequeñas conchas de mar y un cristal ámbar que le colgaba en el vértice de sus senos. Salieron para la playa iluminadas por la luz intensa de la luna creciente y se tomaron de la mano. Se escuchaban las explosiones del agua sobre los acantilados y la caída de las gotas salpicando las piedras. Unos cangrejos rojos entraban y salían de sus hoyuelos en la arena y caminaban de costado sosteniendo sus pinzas frente al pecho. Se divirtieron un momento tratando de alcanzar alguno, pero eran demasiado rápidos y llegaban a sus guaridas desapareciendo como halados por una cuerda. Durante el camino por la playa, se toparon con varias parejas que caminaban despacio y sostenían sus sandalias en la mano mientras acercaban sus caras para plantarse besos profusos y románticos. Vieron a un tipo jugando con un perro que se metía en el agua a sacar un pedazo de madera, y trotaba de vuelta hasta su dueño para repetir mientras el amo lo alentaba con aplausos y halagos a su inteligencia.

Al llegar al fin de esa playa, a lo lejos, junto al acantilado del otro extremo, vieron el fuego y a algunas personas que rodeaban la fogata. Paula sintió un pequeño escalofrío y comentó a Nancy que tal vez no fuera tan buena idea que estuvieran allí después de todo, entre tantas personas desconocidas. Comentó además que ya a esta hora deberían estar borrachos si llevaban toda la tarde bebiendo y que tal vez ni se acordarían de ellas. Nancy la tranquilizó diciéndole que si la cosa se ponía pesada, simplemente se despedirían y volverían a su carpa. Paula accedió a continuar sólo si Nancy prometía que se irían ante el primer indicio de peligro, cosa que la amiga hizo marcando una cruz con el dedo sobre su corazón.

Antes de llegar, el primer chico las divisó y se separó del grupo para recibirlas. A Nancy le pareció que los destellos de luz sobre su cara y los parches de arena sobre sus hombros le hacían verse muy bien, y le gustó su amplia sonrisa y la amabilidad con que las acogió. Las acompañó hasta el grupo que rodeaba la fogata y las presentó en voz alta, diciendo sus nombres. No había más de diez personas incluyéndolas a ellas. Nancy saludó a todos con una sonrisa y Paula paseó la mirada alrededor para verlos. Durante el recorrido, algunos levantaron botellas de cerveza en saludo y se oyó uno que otro “Hola” proveniente de las mujeres. Una de ellas se levantó, tomó un par de cervezas de una canasta y se las entregó a cada una. Paula y Nancy las recibieron con agradecimiento y buscaron un lugar para sentarse. El primer chico se sentó junto a Nancy y comenzó a hablarle de todos. Le dijo que estaban en su último año de colegio y que ya pronto no se verían, probablemente, nunca más, porque cada uno tomaría su camino en la vida. Una de las chicas bailaba con los brazos abiertos detrás del círculo y tenía en su mano la misma botella que habían visto en la tarde, de la que ahora salían chorros desperdiciándose con el movimiento. El chico les contó que estaba embarazada de cinco meses, pero que nadie, ni siquiera ella –según decía-, sabía quién era el papá del bebé. Luego comentó sobre una pareja acostada que se enfrentaba y entrecruzaba sus piernas, y dijo que eran alemanes y no hablaban una miseria de español, pero que entendieron lo suficiente para saber qué era fiesta-playa-fuego y allí estaban.

Paula prestaba atención a la conversación mirando al chico de vez en cuando y observando a los demás mientras hablaba de ellos. Cuando llegaron a una chica que estaba sola al otro lado del fuego se encontró con unos ojos que la miraban fijamente y no mostraban expresión alguna. Mantuvo la mirada unos segundos con la chica cuya silueta se salpicaba con las lenguas de fuego y le pareció que modulaba algo hacia ella cuando sintió un empellón por su espalda, unas manos que le cubrían medio rostro, y una voz engrosada que le preguntaba si sabía quién era. Paula sabía quién era, pero en su mente permaneció la mirada de la chica del otro lado. Cuando quitó las manos de la cara de Paula, el segundo chico cayó de bruces sobre la arena junto a ella y la saludó estirándole la mano como había hecho antes en la tarde. El primer chico y Nancy rieron. Paula tomó con dos dedos la mano estirada del segundo chico, removió suavemente con las puntas de sus dedos la arena que la cubría como un guante y la apretó con firmeza moviéndola de arriba abajo.

El primer chico se levantó del lado de las dos amigas y regresó con la botella que la chica embarazada había casi extinguido. Desenterró de la arena una garrafa de vidrio que asomaba sólo la punta y rellenó la botella de plástico con el líquido amarillo hasta que llegó al tope. Mientras la enterraba de nuevo palmeando la arena alrededor para compactarla, dijo que de ese modo el licor se mantenía fresco y pasó la botella al segundo chico, quien dio un sorbo largo y la pasó a Paula junto a él. Paula la recibió y dudó, pero ante la mirada de los tres, dio un pequeño sorbo que le provocó una arcada y escupió preguntando qué carajos era. Todos rieron y Paula volvió a beber, esta vez con más precaución. Pasó la botella a Nancy y ella, demostrando valentía, tomó un sorbo largo. Al pasar la botella al primer chico, este recogió con su dedo una gota que se escapó de la boca de Nancy y se lo chupó mirándola a los ojos. Nancy se sonrojó un poco y se volvió para mirar a su amiga, que entonces se levantaba aceptando la invitación a bailar del otro. La música provenía de una grabadora con pilas tirada en la arena sobre una camiseta. El segundo chico se llevó de la mano a Paula hasta donde reposaba el aparato y subió el volumen casi al doble de lo que estaba antes, dirigiéndose a todos y diciéndoles que era hora de prender la fiesta. El alemán se zafó del abrazo de su pareja y fue por más leña para tirar al fuego menguante. La alemana se reincorporó sentándose con los brazos sobre sus rodillas y mirando hacia la pira. Bob Marley cantaba Buffalo Soldier y el segundo chico se puso a bailar dando giros con los ojos clavados en Paula. Luego se acercó y, sin más, la besó en los labios. Paula recibió el beso sorprendida, le quitó la botella a su pareja de baile y la inclinó sobre su boca para darse un trago. La que estaba embarazada, al oír que la música sonaba con más vigor, se levantó y pidió que le dieran más trago. Alguien trató de convencerla de que dejara de beber, pero se rehusó y ordenó a todos no meterse en su vida privada. El segundo chico tomó la botella de la mano de Paula y la pasó a la embarazada, quien dio un largo sorbo y se secó los labios con el antebrazo. Luego tomó un poco más y lo escupió sobre las llamas, que inflamaron el alcohol en una ráfaga rápida. Los alemanes bailaban torpemente y trataban de seguir el ritmo y Nancy y el primer chico se unieron. El segundo chico volvió a invitar a todos a levantarse y unirse, y Paula los miró mientras eran reconvenidos por su parquedad. Volvió a encontrarse con los ojos de la que estaba sola al otro lado del fuego y esta vez la chica le hizo un ademán pasando el dedo índice por su cuello de un lado a otro. Paula, nerviosa, le contó a su nuevo enamorado lo que había visto, y él la tranquilizó diciéndole que no se preocupara, que esa chica era así y que tenía algunos problemas de convivencia, pero que no había nada qué temer y que era mejor que se dieran otro beso antes de que acabara la música.

Al cabo de una hora Nancy y el primer chico se fueron hacia el mar, según dijeron, a mojar sus pies. Iban tomados de la mano. Paula vio a su amiga quitarse el pareo y quedar en su traje de baño. Luego los vio adentrarse juntos en la oscuridad del agua hasta quedar cubierto su cuerpo hasta los hombros. Estaba viendo cómo Nancy y el primer chico se abrazaban y besaban dentro del agua, Nancy con los brazos rodeando el cuello del chico y el chico con sus manos sosteniéndola por debajo. Al momento vio que Nancy cerraba los ojos y emitía quejidos leves, se mordía el labio inferior y estiraba el cuello hacia atrás exponiéndolo para su amante. Estaba a punto de gritarle algo para que saliera del agua, cuando la rodeó un brazo por su vientre y le dio un beso en el cuello. El segundo chico le pidió que volvieran y le dijo que dejara a su amiga tener su privacidad, asegurándole que estaba en buenas manos. Paula aceptó con desgano y regresó a la luz del fuego acompañada de su pareja, sin dejar de mirar atrás hasta cuando vio que Nancy emergía un momento con la parte de arriba del bikini por encima sus senos, siendo éstos lamidos copiosamente por el primer chico.

A su regreso, Nancy venía tomada de la mano del primer chico, con el pelo mojado haciendo una sombra de agua sobre su pareo. Miró a Paula y se sentó junto a ella mientras su nuevo amante daba la vuelta al fuego y se encontraba con el segundo chico, quien lo recibió con la palma de su mano en el aire en señal de felicitación, una carcajada y la botella. Paula respiraba nerviosa junto a su amiga, a quien parecía no haberle importado demasiado el espectáculo que acababa de dar, además, con un tipo al que acababa de conocer. Al ver que Paula no contestaba sus preguntas ni asentía ante sus comentarios, Nancy se levantó sacudiendo la arena pegada a su ropa y se fue diciéndole que ella no era nadie para juzgarla. Paula trató de decir algo, pero no supo qué. Al fin de cuentas ella también había intimado con el otro chico, aunque en una liga de menor calibre.

Después de un rato en que había visto bailar a Nancy con alegría exacerbada, y había tomado más de la cuenta, Paula comenzó a sentirse algo mareada y confundida. Vio, como en la bruma de un sueño, que el segundo chico, antes su chico, levantaba a la que estaba sola del otro lado de la pira y se ponían a bailar. Luego vio cómo se abrazaban mientras evolucionaban por la arena, hundiendo los pies en ella con cada paso y levantando pequeñas salpicaduras cuando cambiaban de orientación. Vio que estaban muy juntos y que el segundo chico le pasaba sus manos ansiosamente por la espalda. Cuando terminaron un giro y la tuvo de frente, la chica del otro lado del fuego levantó su dedo de en medio y se lo mostró en señal de victoria y, sin dejar de mirarla directamente, besó al segundo chico.

En medio de su malestar, Paula comenzó a preocuparse. Sentía que estaban muy lejos de la seguridad de la carpa, y veía a su amiga cada vez a más ebria. Recordó no haber llamado a su tía para decirle que habían llegado bien y se la imaginó preocupada sin poder dormir. Se prometió llamarla tan pronto viera un teléfono, pero sería en la mañana cuando abriera el restaurante para el desayuno, en donde estaba la única línea disponible. Trató de relajarse y se acostó mirando hacia las estrellas. Recordó una película danesa que había visto hacía mucho tiempo con un novio de antes al que quiso mucho. Era una película sobre el primer amor de dos niños. En una escena, la niña contaba al niño cómo, si las dejabas de mirar y las atravesabas con los ojos, las nubes movían las estrellas. Lloró en silencio por ese amor y sintió que una lágrima se metía en su oído, cerró los ojos y comenzó a quedarse dormida con el mundo dándole vueltas hasta que oyó a Nancy gritar. Se levantó rápidamente y vio que el alemán llevaba un enorme cangrejo negro y rosado cogido de una de sus pinzas. El animal abría y cerraba sus patas en su intento por zafarse. Paula fue hasta donde estaban y vio que Nancy estaba a punto de llorar, y que se refugiaba tras el cuerpo de su nuevo amor para que la protegiera de la criatura. Todos reían mientras el alemán amagaba con lanzar el cangrejo a Nancy que, decía a todo volumen, tenía terror. Paula se acercó al alemán y el tipo intentó hacer la misma faena con ella, pero al ver que no se impresionaba se detuvo y quedó sosteniendo al animal por la pinza viendo que Paula alargaba su mano para tomarlo por la otra pinza y observarlo, pero antes de agarrarlo el alemán lo lanzó al centro de la fogata en donde comenzó a retorcerse y a escarbar torpemente en busca de una salida. Paula le dijo al tipo que era un hijo de puta. Todos se acercaron lentamente para ver cómo se asaba el animal que, para entonces, había dejado de moverse y emitía burbujas de distintos orificios en su carcasa. Al momento, el alemán tomó una lanza de palo y la clavó en el centro del fuego sacando al cangrejo cocinado y humeante, lo llevó hasta el agua y volvió con él sentándose junto a su novia para comenzar a comerlo partiéndole las patas y las pinzas con sus manos y sorbiendo la carne del interior.

Paula y Nancy se miraron y acordaron que era hora del volver a la carpa. Paula esperó a que Nancy se despidiera de su amante y vio desde la distancia cómo el chico alegaba con los brazos y le rogaba que se quedara. Alcanzó a oír que el chico le decía que mandara a su aburrida amiga sola, que nada le iba a pasar y que, de ser necesario, alguien la acompañaría. Paula temió que Nancy accediera, pero su amiga se mostró firme y le prometió al chico que se verían en la mañana con certeza porque, igual, eran del mismo vecindario.

Caminaron en silencio por la arena las dos amigas. La marea había subido y les tocaba andar por la parte alta de la playa en donde sobresalía una que otra espiga de tronco y ramas enormes de palmas a medio enterrar. Cuando llegaron a una parte con un pedazo inmenso de madera extendido sobre la playa, se dividieron. Paula tomó la vía del agua y Nancy decidió que pasaría por encima, porque no quería mojarse más antes de dormir. Paula ya había cruzado y la esperaba al otro lado viéndola en pies y manos, tambaleándose y emitiendo ruiditos y quejas. Casi había pasado del todo cuando dio un paso equivocado al pisar un poco de musgo resbaloso sobre el tronco y su cuerpo se balanceó haciéndola caer hacia delante en medio de un alarido. Paula corrió hacia su amiga y la encontró sangrando a chorros por la cabeza y la boca. Nancy lloraba y se ponía las manos en la cara, pero la sangre manaba de su hueso frontal y su dentadura derecha y alineada ahora mostraba un hoyo por el cual se veía la punta de su lengua rosada. Paula le dijo que se tranquilizara y que iría a buscar ayuda, pero que debía quedarse allí quieta hasta que volviera con alguien. Nancy se enfureció y le preguntó con la mano sobre la boca si es que era estúpida o qué. Dijo que a esa hora el médico más cercano estaba a quinientos kilómetros y que ninguno de los borrachos de esa playa sabría qué hacer. Paula miraba el mentón rojo de Nancy moverse de arriba abajo mientras hablaba y escupía coágulos de sangre y pensó en que tal vez su amiga tuviera razón, que tal vez fuera una idea estúpida buscar ayuda y que, en verdad, todo en general podría ser una estupidez. Si ella era una estúpida o no era relativo a quién lo decía, si el gladiador caído en el ruedo a punto de morir tragado por los leones o el espectador que vitorea por más muerte. Paula dio una última mirada a Nancy todavía con sus piernas dobladas sobre la arena y una mano cambiando todo el tiempo de su cabeza a la boca. Nancy le dijo, extendiendo su mano, que dejara de verla como a un bicho y que le ayudara a pararse, pero Nancy no se movió, se dio media vuelta y comenzó su caminata por la playa con los gritos de Nancy estrellándose contra su espalda, todos los insultos, todos los flagelos saliendo disparados cuando rebotaban en sus omoplatos. Poco a poco las olas se tragaron la voz de Nancy y Paula sólo oía al viento y al agua jugar en remolinos sin descanso. Pensó en seguir adelante su marcha y pensó en que la playa debía ser el sitio público más grande del mundo, en donde se podría andar sin parar toda una vida sin volver atrás.


lunes, 4 de octubre de 2010

FUGAS Y RATAS

Fernando y Marta, y Emilia y yo íbamos a reunirnos para ponernos al día. Fernando y Marta llevaban casi cuatro años como pareja y habían hecho planes para casarse a fin de año en una ceremonia, según dijeron, modesta, a las afueras de la ciudad y a la que, por supuesto, estábamos invitados. Vivían juntos en un estudio que les prestó una de las tías de Marta mientras conseguían los medios para independizarse. Hacía algo más de un año que no nos veíamos y estábamos ansiosos ante el reencuentro organizado una semana atrás por las mujeres. Las dos habían hecho buenas relaciones desde que se conocieron a través de nosotros, y desde entonces fuimos parejas compañeras para salir a pasear o ir al cine, o a jugar bolos, o a comer en la noche.

La noche de la reunión, antes de salir de nuestro apartamento, Emilia se cambió varias veces de ropa y me pidió en cada ocasión que le diera mi sincera opinión sobre su aspecto que, en realidad, desde mi punto de vista, no cambiaba mucho con una y otra combinación, pero a ella le importaba mucho verse bien y que se notara el peso que había perdido. Cuando estuvo satisfecha y le di mi aprobación, se dio la vuelta frente al espejo con la mirada fija en sus nalgas, dio un respingo, levantó uno de sus talones, alisó su falda por atrás y dijo, Bien, estoy lista, mientras encendía un cigarrillo.

-¿Qué vamos a llevar?, -pregunté-.

-No sé. Lo que quieras tú, -dijo-. Unas cañitas de ajonjolí, gaseosa o un postre. No sé. No he pensado en eso realmente. A lo mejor nada. A lo mejor ellos no han preparado nada y llegamos nosotros con algo y los hacemos sentir mal. ¿Entiendes? O a lo mejor allá pedimos algo a domicilio. Ya sabes cómo ellos no se complican demasiado con estas cosas.

-Está bien, -dije-.

-¿Qué está bien?

-Lo que sea entonces, -dije-.

-En el camino vamos a la tienda y compramos algo.

-No crees que vayan a salir con sus maricadas, ¿cierto?, -pregunté-.

-¿De qué carajos hablas?

-Ya sabes.

-Eres un mojigato.

-Ya sabes cómo todo se fue a la mierda la última vez por culpa de esas maricadas, -dije-.

-No importa. Sigues siendo un remilgado. Tantos escrúpulos se te van a atorar en la garganta. Además, Fernando ya es otra persona. Está recuperado. Marta me dijo que lleva más de ocho meses sin probar una gota de trago, y que tiene una medalla que le dieron en una ceremonia en donde tiene sus reuniones. Me dijo que al principio iba todos los días, pero ahora ya solamente asiste dos o tres veces por semana y que está muy bien. Dijo que al principio fue difícil, pero que ahora está mucho mejor.

-¿Una medalla?

-Una especie de recordatorio de su progreso. Se lo dan a quienes cumplen sus metas, o algo así, pero debe ser importante. Marta me dijo que Fernando siempre la lleva consigo. Me contó que una mañana Fernando regresó casi después de media hora de camino porque había dejado la medalla en la mesa después del desayuno.

-No le veo sentido, -dije-. Es igual. Dejas una adicción y coges otra. Si no tienes whisky, sobas una maldita medalla hasta que te duelen los dedos y te quedas dormido. Oh, my precious, I've missed you my precious, ahhh –dije haciendo una imitación del Gollum que a Emilia no le hizo gracia.

-Tal vez sea así, pero es mucho mejor, ¿no crees? Me sorprende que no lo veas, -dijo con seriedad mientras entraba al baño y cerraba la puerta. Oí cuando levantó la tapa del sanitario.

Me acerqué a la puerta y apoyé mi hombro contra el marco.

-También está lo otro, -dije-. Me pregunto si la medallita también controla lo otro.

-¿Lo otro?

-Bueno, ya sabes.

-Espero que cuando lleguemos allá dejes ese tono. No quiero que se sientan incómodos, especialmente Marta, que ha pasado por mucho. ¿Me prometes que te vas a portar bien? –dijo subiendo la voz para superar el ruido del agua bajando. Luego oí la llave del lavamanos correr.

-Yo no tengo ningún tono. Simplemente no creo que un pedazo de plástico sea suficiente para parar el tren de Fernando, por más ceremonioso o simbólico que sea. Nada más.

Emilia salió del baño y había cambiado su peinado. Ya no tenía el pelo recogido sobre la nuca, sino que le bajaba en dos mitades encima de los hombros y atrás sobre la espalda. Una trenza delgada le bajaba hacia atrás rematada por un caucho con una margarita de tela. Se veía mejor antes, pero no se lo dije. Tampoco me preguntó al respecto. Se me acercó y me rodeó con sus brazos. Posó su cara en mi pecho, levantó la mirada y me dio un pequeño beso evitando pegarme su maquillaje. Luego se apartó y fue al clóset a buscar su gabardina. Cuando la tuvo puesta, volvió a donde yo la esperaba y me abrazó de nuevo, me miró y dijo:

-Vas a ver que todo va a estar bien. La última vez no cuenta. ¿Has oído hablar de "tocar fondo"? Pues bien, ese fue el fondo y desde allí todo comenzó a mejorar.

-Ya veremos, -dije-.

-Ya veremos, -dijo-.

En el camino paramos en la tienda a escoger qué llevaríamos. Emilia fue a buscar en la zona de frituras y paquetes mientras yo fui por las gaseosas. Tiré en la canasta una Pepsi y una Ginger. Cuando pasé por los licores pensé en que sería bueno poder llevar algo. Quería un trago. Pensé en los viejos tiempos, cuando todo parecía importar menos y las mujeres eran fugaces. Al encontrarnos en la caja registradora, Emilia y yo tomamos, cada uno, su paquete de cigarrillos de la marca favorita, pagué todo y salimos.

Durante el camino cambié varias veces las estaciones de radio mientras Emilia retocaba su maquillaje en el espejo del parasol. No hablamos mucho. Solamente hicimos un par de comentarios sobre la programación radial de la hora. Emilia dijo algo sobre los programas de conciertos de música clásica que oía cuando estudiaba y que ya eran escasos, pero yo pensaba en Fernando y en Marta. Cuando notó mi enajenación, Emilia dijo:

-Tienes que tranquilizarte un poco. ¿Qué van a pensar si te ven así?

-Yo no estoy nervioso, -dije-, y oprimí el botón para encender otro cigarrillo.

-Ven, dame tu mano. ¿Ves? Este sudor se llama nervios, nervios que no deberías tener. Se supone que sea un encuentro feliz y no te ves feliz, -dijo con mi mano aún entre las suyas-.

-¿Y qué se supone que debo decir? ¿Felicitaciones? ¿Me alegra que estés vivo? ¿Gracias por no tirar a mi mujer por la ventana? A veces pienso en Benjamín. Sabes que lo extraño.

-Ya amor. Lo sé. Te he dicho que, si quieres, podemos ir a comprar otro gato. La Sociedad Protectora también tiene para adopción. Los he visto en fotos. Hay unos preciosos.

-No se trata de un gato, -dije-, se trata de ese gato y de la forma en que murió. ¡Dios! A veces puedo oír esos maullidos. Es espantoso. Pobre Benjamín.

-Si no quieres ir, podemos cancelarlo, -dijo-. Podemos llamarlos y decirles que tienes gripa, que te sientes mal y que has vomitado y que no podemos ir. O puedo ir yo sola. Me dejas allá y luego llamo un taxi. Hasta creo que me vendría bien.

-No creo que sea buena idea, -dije-. Además, deben haber comprado comida y cosas y ya las deben tener sobre la mesa. Además ya todo está olvidado. Ni sé cuántas veces me pidió perdón Fernando.

-Eso está mejor, -dijo-. El pasado atrás, -dijo-. Es tu amigo. Tu mejor amigo, -dijo-.


Buscamos la dirección, dimos un par de vueltas a la manzana y llegamos. A pesar de no estar lejos del nuestro, el barrio era diferente y un poco más oscuro. Algunos de los focos de los postes estaban fundidos y otros parecían intermitentes, pero al menos había iluminación. Estacioné lo más cerca que pude de la entrada. El de ellos era un edificio viejo de cuatro plantas con manchas de moho bajo las cornisas y los aleros, que bajaban como un llanto verde por toda la fachada. Las ventanas del primer piso estaban enrejadas y de algunas más arriba colgaban macetas con flores suspendidas en el vacío, de manera que el agua que les regaban caía indefectiblemente sobre la ventana del piso inferior. De otras se asomaban pantalones y camisas secándose. Bajamos las bolsas de la parte de atrás del carro y lo cerré con llave, cerciorándome de que quedara bien asegurado. Avisé al vigilante de la calle para que se mantuviera alerta, prometiéndole una recompensa por su atención. Miré hacia arriba y traté de identificar cuál de las ventanas sería la de ellos. Caminamos hasta la puerta y encontramos el panel de los intercomunicadores de los apartamentos, identificados por número y en dos columnas, alumbrados por una lucecita por dentro. Algunos interruptores estaban rotos y en otros no se alcanzaba a descifrar lo que decía. Emilia buscó el 402 con los ojos bastante cerca de los números, presionó con fuerza con el pulgar, oímos un zumbido y esperamos. Íbamos a volver a timbrar cuando contestó Marta:

-¿Aló?

-Hola Marta. Somos nosotros. ¿Nos dejas pasar?

-Sí, claro. Pero desde acá no puedo. Busquen el botón que dice "Vigilante". Alguien saldrá a abrirles.

-Vale


Oímos que se cortaba la comunicación y presionamos el botón que había dicho Marta. Estaba más abajo que los demás y era un poco más grande. Me asomé por el vidrio de la puerta, pero no pude distinguir en la penumbra más que algunas sombras de objetos y un corredor que iba hacia la parte de atrás. Una mujer en camiseta y pantalones cortos se acercó a la puerta bostezando, con pasos pesados que daba con toda la planta del pie al mismo tiempo, como caminan los elefantes. Se acercó a un citófono que colgaba sobre la pared del otro lado de la puerta, lo levantó y mientras nos estudiaba dijo:

-¿A la orden?

-Venimos al 402, donde la Sra. Marta. El interruptor de ellos parece estar dañado, -dijo Emilia-. Ya hablamos con ella y nos espera.


La mujer pasó sus ojos por Emilia y luego por mí.


-¿Dañado?, no puede ser que esté dañado si pudieron hablar antes. ¿No? -dijo-.

-Sí nos pudimos comunicar, pero no pueden abrir la puerta desde arriba.

-Qué raro. Dañado…, -dijo-.

-¿Nos puede abrir, por favor?, -dije-. Hace algo de frío.

-Claro, claro. Discúlpenme. No sé qué me pasa. Ando como loca estos días. Pasen, pasen.


La mujer se acercó a la puerta, se retiró una llave que colgaba de su cuello por una cinta y dio vueltas en la chapa. Oímos cómo se descorría el cerrojo. Encendió una luz y dijo:

-Sigan por la escalera y suban. El ascensor sí está dañado. Hace días que llamé para que vinieran a revisarlo, pero nada. La señora del 303 se quedó encerrada y tocó llamar a los bomberos para que la sacaran. Estuvo allí más de una hora con su perro. Cuando abrieron las puertas olía a orines. La señora dijo que eran del perro, pero quién sabe. El cuerpo no da espera, ¿saben?

Emilia sonrió cortésmente y le agradeció habernos hecho entrar. Asentí con la cabeza cuando pasé junto a la señora y seguimos hacia el fondo del corredor, iluminado por una única bombilla que destellaba luz amarilla.

-Por ahí, a la izquierda. Tengan cuidado cuando pasen del tercero porque se empoza el agua y se pueden resbalar. Todavía no le pasa a nadie, pero no querrán ser los primeros.

-Gracias, -dijo Emilia-, vamos a tener cuidado.


Subimos los escalones, pero no vimos ningún charco de agua. Cuando estuvimos frente a la puerta, suspiré, y Emilia me tomó de la mano. Timbró y sonó un conjunto de campanas electrónicas que imitan el sonido de las iglesias. Duró más de lo que esperaba. Oímos que se acercaban con pasos firmes a la puerta, pero las sombras de los dos pies se quedaron inmóviles antes de abrir. Luego oímos el sonido de la cadena deslizándose y tuvimos a Marta frente a nosotros.

-¡Queridos!, ¡cuánto tiempo!, pensé que jamás llegaría a verlos otra vez, -dijo mientras tomaba a Emilia por los brazos y apoyaba su mentón sobre su hombro.


Cuando terminó con Emilia, avanzó hacia mí y me dio un beso en la mejilla. Bienvenidos, -dijo-, están en su casa. Fernando está en el teléfono, pero ya viene. Pasen, por favor, y pónganse cómodos. ¿Quieren que les reciba algo?

-Gracias Martica, -dijo Emilia mientras se quitaba la gabardina y se la entregaba. Marta la dobló y la colgó sobre tu antebrazo. Luego se dirigió a mí. Le entregué el paquete con lo que habíamos comprado y fue a la cocina, desde donde gritó:

-Siéntense en donde quieran. Ya se imaginarán que todo es de todos por acá. Fernando y yo hemos estado hablando y nos pareció que fue hace una eternidad la última vez, -dijo Marta-.

-A nosotros también, Martica, -dijo Emilia-. Habrá sido qué, ¿hace un año, tal vez?

-Trece meses, -dije-. Trece meses y seis días. Fue para mi penúltimo cumpleaños.

-¡Cómo pasa el tiempo!, -gritó Marta desde la cocina, desde donde se le oía sacar paquetes de las bolsas de plástico y abrir y cerrar gavetas. ¡Pónganse cómodos! Ya en un minuto estoy con ustedes.

En la sala había un sofá marrón y un par de poltronas escarlata que rodeaban una mesa de vidrio en el centro, apoyada en un tapete hecho de nudos con dibujos de flores. Sobre la mesa había varios números de revistas de farándula y otras con mujeres en las portadas que ostentaban peinados estrafalarios. Sobre una pila de las revistas reposaba un cenicero rebosado de colillas aplastadas. El aire estaba cargado de olor a incienso y vi el pebetero en una de las esquinas sobre el parlante del equipo de sonido. Era un payaso de porcelana al que, como nos dijeron después, se le quitaba la cabeza, se depositaban las hierbas en una especie de cazo pequeño sobre una vela enana, se cerraba y el humo le salía por las orejas. El payaso tenía expresión de sorpresa y se sentaba sobre un banco de madera. La tía lo había dejado en el apartamento antes de mudarse y ellos lo usaban con frecuencia.

Marta volvió con dos bandejas llenas de las frituras que habíamos llevado y las puso sobre la mesa en el espacio que Emilia había abierto entre las revistas. Antes de dejarse caer en el sofá, tomó en su mano un puñado de papas y dijo:

-A Fernando le encantan los chicharrones. Será mejor que le deje algunos, porque si no es capaz de fritarme, -dijo riendo-.

Emilia le correspondió con otra risa y yo sonreí. Emilia se sentó junto a ella en el sofá. Yo seguía parado con las manos entre los bolsillos del pantalón, intentando secar el sudor para la hora en que fuera a saludar a Fernando. Me acerqué a unas fotos que había sobre unas estanterías llenas de libros, recuerdos de viajes, un par de cuadros de arena de colores que se mezclan lentamente cuando se giran, y varios de esos juguetes rompecabezas de metal para desenlazar partes aparentemente ligadas para la eternidad. En las fotos había muchas caras extrañas y otras de algunos familiares de Fernando que sí reconocí. En un lugar especial, había una foto de nosotros cuatro tomada en un viaje que hicimos a la playa hacía mucho tiempo. Aparecíamos muy sonrientes. Fernando y yo nos veíamos bien y sosteníamos cada uno una cerveza en la mano. Las mujeres se veían felices.

Emilia tomó una de las revistas del centro y comenzó a hojearla.

-Las tomé prestadas del curso que estoy haciendo, -dijo Marta-. Es una maravilla. Estoy casi todo el día pensando en cómo hacer peinados hermosos para la gente. Nunca me imaginé que sería tan feliz siendo estilista.

-¿Cuándo comenzaste?, -preguntó Emilia-.

-Llevo un semestre. Ha sido espectacular. Los profesores son gente muy bella y muy preocupada por dar a la gente un mejor aspecto. Uno no se imagina la responsabilidad que siente alguien que se para detrás de una cabeza frente a un espejo, con la confianza del cliente puesta en sus manos. El pelo es una de las partes más sensuales de la mujer y si está mal arreglado, pues su feminidad está en peligro, ¿me entienden? Todavía no estoy lista para hacerlo con alguien de verdad. En la escuela usamos maniquíes para hacer los cortes y los peinados, pero el profesor me ha dicho que tengo talento y que cree que el próximo semestre ya podré comenzar las prácticas con gente real.

-Me alegro mucho por ti. Además el mercado es amplísimo: todo el mundo tiene pelo, -dijo Emilia con gracia-.

-Tal vez pueda ser tu estilista de cabecera, -dijo Marta mientras levantaba con sus dedos la trenza de Emilia- Tienes un pelo hermoso. Podría hacer maravillas contigo.

-Es verdad. Tienes un pelo hermoso, amor, -dije viéndola a los ojos-.

Tomé asiento en una de las poltronas y quise fumar, pero no lo hice hasta que Marta encendió un cigarrillo. De vez en cuando nos acercábamos hacia el cenicero en la mesa a depositar las barras de ceniza con una mano ahuecada por debajo, y volvíamos a recostarnos en los respectivos asientos. Marta continuó hablando de sus clases y de todo el apoyo que había recibido de Fernando para poder hacerlo. Se veía satisfecha y sincera. Se oyó la cisterna del baño y una puerta.

-Es Fernando, ya debe venir, -dijo Marta-.

Todos volteamos a ver hacia el dormitorio. Se abrió la puerta y apareció Fernando con una guayabera de colores abierta hasta la mitad de su pecho y pantalones de lino blanco. Del cuello le colgaba una cadena de oro con un crucifijo y una moneda plateada del tamaño de un reloj de pulso. Había algo inscrito en ella. Tenía un bigote espeso que nunca antes le había visto. Llegó con la misma sonrisa de siempre, la misma que le vi utilizar cientos de veces para encantar a las mujeres en los bares y llevárselas luego a su casa. Para Fernando nunca fue un problema conseguir sexo fácil. A veces me decía que me iba a endosar alguna que otra hembrita de la que ya estaba aburrido para que yo "le hiciera la vuelta", pero nunca llegó a concretarse nada. Emilia y yo nos levantamos de las sillas para saludarlo. Fernando se dirigió hacia Emilia primero y abrió sus brazos para recibirla entre ellos.

-Preciosa, -dijo-, estás hermosa, como siempre. El suertudo de tu marido no debe quitarte las manos de encima ni un minuto.

-Gracias Fer, -contestó Emilia-. Me alegra mucho verte de nuevo. Tú también te ves muy bien. Me encanta tu camisa.

-Esta belleza me la trajo Marta de un viaje a la costa y casi ni me la quito para dormir. No creo que pueda volver a usar una corbata jamás, -dijo con otra de sus sonrisas mientras estiraba la punta del cuello-.

-A ver a dónde está mi muchacho, -dijo mientras soltaba a Emilia-.

Rodeó la mesa y caminó hacia mí. Estiré una mano para estrechar la suya, pero la quitó del camino con un movimiento rápido y pasó sus brazos alrededor de mi cuello en un fuerte apretón que respondí con un par de palmadas sobre su espalda. Retiró un poco la cara para verme y me plantó un beso en la mejilla.

-Tú también estás hermoso. Este muchachón está también hermoso –dijo mientras apretaba mi cara con su mano y se la mostraba a las mujeres-.

Las mujeres rieron y Marta hizo un gesto de ternura. Fernando me liberó y fue hasta la poltrona que estaba vacía. Al darse cuenta de que teníamos que inclinarnos sobre la mesa para botar las cenizas de los cigarrillos, fue hasta la cocina y trajo un pedestal de madera con un hoyo en la plataforma, en el que se encajaba un plato de bronce de cuyo centro se levantaba una pequeña estatua alada sosteniendo una trompeta frente a su boca. Había manchas de ceniza y quemaduras en el plato. Fernando juntó las piezas y puso el armazón en medio de las dos poltronas donde nos sentábamos.

-Ahora sí. ¿Ley del menor esfuerzo? Majaderías ¿Cuántas calorías gasté yendo hasta la cocina por el cenicero? Si sumamos las que hubiera gastado inclinándome una y otra vez hacia el centro de la mesa y les restamos las que acabo de gastar, salgo ganando. Si todos pensaran así, no habría pereza en el mundo.

-Tal vez no deberías fumar, así no gastas ni de un lado ni de otro, -dije-.

-Sí, pero también dejo de hacer lo que me gusta. La energía hay que gastarla, pero no tirarla a la basura. Hay que gastarla haciendo lo que a uno le gusta, -dijo haciendo un guiño-. Imaginé si no sería un fastidio tener ese bigote en la cara todo el tiempo.

-¿Cómo sabe la gente cuántas calorías hay en lo que come?, -preguntó Marta-, porque se sabe que los empaques de información nutricional son una farsa.

-Yo conocí a un tipo que andaba siempre con un marcapasos en el bolsillo. Me dijo que uno daba más de diez mil pasos al día y que eso equivalía a un cuarto de maratón, -dijo Emilia-. El tipo del que hablaba era un imbécil de su trabajo que intentó seducirla. Desde que me lo contó no había vuelto a salir a relucir, hasta entonces cuando lo mencionó. Esperé una mirada, pero no la recibí.

-Para vivir las cosas que no tienen respuestas exactas, es mejor calcular comportamientos aproximados, -dijo Fernando-.

-¿Qué se supone que signifique eso? –dije-.

-No importa. Es algo que se me vino a la mente. Tantas matemáticas hacen que uno maquine demasiado, -dijo Fernando-.

-Estaba contándoles sobre mi nueva carrera. Les contaba cómo me has ayudado a seguir adelante con el estudio aún con los problemas que tenemos, -dijo Marta-.

-Nena, -dijo Fernando-, no vamos a aburrirlos con esas historias de peluquería.

-¿Por qué dices eso?, -reviró Marta-, pensé que estabas orgulloso de mí.

-Claro que estoy orgulloso y me encanta que lo hagas, pero me parece que no es el momento para hablar de esas cosas.

-¿Te da vergüenza?

-No, no me da vergüenza.

-¿Es eso? ¿Una peluquera es muy poca cosa?

-No es eso. Simplemente estoy aburrido de escuchar las mismas historias y quisiera saber qué nos pueden contar ellos, -dijo señalándonos, mientras llevaba su cigarrillo a la boca con su estilo de película. Un par de ráfagas de humo salió de su nariz y se coló por los pelos de su bigote.

Marta se dirigió a nosotros y nos dijo señalándolo:

-Está avergonzado. El muy hijo de perra está avergonzado después de todo. ¿A ustedes les parece terrible querer ser alguien en la vida? Yo sé que ya no tengo 20 años, pero hay otras mujeres más viejas que yo en el curso. Y ellas parecen estar bastante conformes.

-A mí no me parece que sea para nada malo. De hecho, algunas der las personas con más dinero que existen son estilistas, -dijo Emilia solidariamente-. "Estilista" no es una palabra que Emilia hubiera utilizado comúnmente, pero lo hizo sonar bastante natural.

-Gracias Emilia. Al menos alguien aquí tiene cortesía.

-Yo no sé qué le pasa a esta mujer, -dijo Fernando mirándonos a nosotros-. Cada vez que sale a relucir el tema, de la nada, sale con el cuento de la vergüenza, sin que nadie siquiera lo insinúe, como acaban de ver. Es simplemente increíble. Es una loca de amarrar.

-Eres un idiota, -le dijo Marta a Fernando, y se llevó las manos a la cara simulando llorar-.

-Pero soy tú idiota. ¿Qué más puedes pedir?

Marta se levantó de la silla con velocidad y saltó sobre Fernando quien la recibió en su regazo con los brazos abiertos. Rieron juntos y se dieron un largo beso. Alcanzamos a ver cómo Fernando le metía y sacaba la lengua de la boca profusamente y cómo el bigote cubría todo el labio superior de Marta. Emilia no despegó los ojos durante todo el espectáculo. Parecía hechizada.

-Deberíamos jugar al póker. ¿Qué les parece?, -dijo Emilia sin consultar mi opinión, ni siquiera con una mirada.

-A mí me encantaría, -dijo Marta, despegándose de los labios de Fernando y pasando su antebrazo por la boca-.

-Yo dije: "Juguemos".

-Fernando dijo: "A jugar se ha dicho".

Al cabo de dos horas, Emilia y Marta tenían la mayoría de las fichas, ordenadas por colores sobre pilas frente a ellas. El aire estaba lleno de humo de cigarrillo y había varios vasos de gaseosa sin terminar alrededor, con boronas y restos de las frituras sobre la mesa y en el piso. Fernando había perdido en la última mano todo su dinero y yo estaba jugándome el resto de mis fichas en un enfrentamiento contra mi esposa. Yo tenía un par de ases y estaba confiado, pero Emilia resultó con trío de ochos y acabó con mis fondos.

-Estas mujeres son más peligrosas de lo que imaginamos. Nos han dado una verdadera paliza. Este señor y yo vamos a salir un momento, -dijo Fernando mientras pasaba su brazo sobre mi hombro-.

-¿A esta hora? ¿Para dónde van?, -preguntó Marta, pero la respuesta la esperaban las dos-.

-Vamos a comprar una pizza. ¿No tienen hambre? Yo estoy muerto de hambre. Esta tunda me ha dejado como un león.

-¿Y por qué no la pedimos a domicilio?, -dije zafándome del brazo de Fernando-.

-Vamos compadre. Dejemos que estas niñas hablen de sus cosas un rato. Nosotros también tenemos que hablar. Cuando volvamos nos comemos la pizza y damos la noche por terminada. Si vamos en tu carro, apenas notarán que nos fuimos. ¿Qué dices?

-Me parece muy bien, -dijo Marta-. Mientras vuelven le mostraré a Emilia mis pelucas. Tal vez hasta le haga un peinado, si a ella le parece, -dijo mirando la cabeza de Emilia y sacándole la lengua a Fernando-.

-No sé, me parece peligroso salir a esta hora, -dije-.

-Si es por miedo, no te preocupes. Yo te defiendo, amigo. No es como si nunca lo hubiera hecho, ¿verdad? ¿Te acuerdas de los tipos que te querían matar a golpes en Zooka hace como ocho años? ¿Quién salió a defenderte? ¿Quién se encargó de sacarlos a correr? ¿Ah? ¿Quién?

-No se trata de eso. Se trata de no hacer cosas precipitadamente. Además tengo un buen lugar de parqueo y no quiero que me lo quiten, -dije-.

-Bueno amigo. Como quieras. Iré yo sólo. Muero de hambre, -dijo-.

-Por supuesto que te acompaña, ¿cierto amor? No vas a dejar a Fernando ir solo, ¿cierto?, -dijo Emilia con una de sus miradas-.

-Sólo porque tú me lo pides. No estoy de acuerdo con andar por ahí en la calle a esta hora, -dije-.

-Antes vivías en la calle a esta hora. No entiendo qué te pasa. Parece que a este tipo le han pasado treinta años en sólo uno, -dijo Fernando riendo y las mujeres se contagiaron-. Di una de mis miradas a Emilia, que no pudo ocultar su aprobación de lo dicho. Pensé en que tal vez sí estaba siendo demasiado prevenido, y que tal vez la salida a la calle me refrescaría un poco la mente.

-Está bien, -dije-. Vámonos.

-Perfecto. Déjame sacar mi chaqueta y nos vamos, -dijo emocionado Fernando-.

Salimos del apartamento. Al llegar a la entrada principal del edificio, Fernando sacó un manojo de llaves y abrió la puerta.

-Esos hijos de puta de la compañía de ascensores. Sólo espero agarrarlos cuando estén acá. Ayer tuve que subir y bajar cuatro veces con todas las cosas del mercado mientras Marta las cuidaba. Encima de todo este maldito rancho está a punto de hundirse. Fugas de agua y ratas. Eso es todo lo que veo, -dijo Fernando alzando la voz-.

Seguí hasta el carro y subí. Levanté el seguro de su puerta para que subiera y lo hizo. Cuando arrancamos, encendió un cigarrillo y dijo:

-Amigo. Gracias por sacarme de allá. Estaba a punto de reventar.

-No parecía. De hecho parecía que estabas contento, -dije-.

-Sí, sí, sí, siempre contento Fernando. Siempre bueno Fernando. Siempre hacendoso y marica. Marica. Eso es lo que me estoy volviendo. Un gran marica.

-Las personas pueden tener vidas tranquilas y no por eso ser desgraciadas, -dije-.

-Las personas son maricas. Todo el mundo le tiene miedo a vivir, por eso escogen el camino fácil. ¿Yo? Por mi me largaba ya mismo a otro país y no volvía jamás a ver a la peluquera, -dijo-.

-Marta te quiere. Marta podría ser la única persona a la que de verdad le importas. Ella organizó todo esto para ti, ¿sabes?

-¿Organizar qué?

-Esto. La reunión.

-Una reunión a la que ustedes no querían venir. Apuesto a que estuviste a punto de llamarnos a cancelar. No te culpo. Yo lo hubiera hecho. Eso demuestra que tú no eres un marica, sino que enfrentas tus problemas.

-¿Quién dijo que tengo problemas?, -dije-.

-A veces sueño con ese día, -dijo mirando hacia la luz roja del semáforo en donde esperábamos-. A veces me imagino que si no hubiera hecho lo que hice, todo sería distinto y hasta podría seguir como antes.

-¿Cómo antes? ¿Qué mierda significa eso? ¿Siquiera te acuerdas de algo de antes? Apuesto a que ni siquiera te acuerdas de ese puto día. No tienes recuerdos porque te contaron lo que pasó. Lo que sueñas es sólo un montón de ideas que tienes sobre lo que te contaron, pero no sabes lo que pasó. Ni te alcanzas a imaginar lo que pasó. Yo sí. Yo lo veo constantemente. Lo siento constantemente. La caída, los sonidos, el golpe en el suelo del bultico de carne y huesos, tu cara, todo.

Fernando quedó en silencio. Yo respiraba aceleradamente, pero me sentía bien. Hacía mucho tiempo que quería decir algo. Me sentía fantástico.

-Era sólo un puto gato. No entiendo cómo quince años de amistad se fueron a la basura por un puto gato, -dijo-.

No respondí. Ya lo había pensado antes. Cuando llegamos a la pizzería, ordenamos una extragrande de maíz y tocineta y esperamos mientras el pizzero amasaba, redondeaba, ponía la salsa roja con gracia en movimientos circulares, llenaba la circunferencia de queso y los demás ingredientes, y metía todo en el horno. Habíamos visto el proceso en silencio, sentados en las butacas altas con los codos apoyados sobre el mesón. Comenzamos a sentir un aroma delicioso.