martes, 26 de octubre de 2010

TINA O LA NUBE GRIS SOBRE MI CABEZA (HERMOSAS LLAMAS SALÍAN DEL CUBO)



Anoche ardieron los dos volúmenes ilustrados de Don Quijote. Habíamos comido temprano. Durante la comida, papá bendijo los alimentos y agradeció a Dios con los ojos cerrados y la cabeza inclinada. Como siempre, nosotras nos tomamos de las manos con los codos sobre la mesa y también agachamos las cabezas. Las niñas abrían un ojo y se daban patadas por debajo, amenazándose con arreglar después el asunto. Yo ya soy mayor y no me uno a los juegos, y le ayudo a mamá a controlar a mis hermanas, que pueden llegar a ser terribles.  

Comimos espárragos y el pollo con la salsa que mamá me va a enseñar a preparar junto con las demás recetas. Mamá y yo hemos hablado mucho, más que nunca últimamente, pero ya no me dicen las cosas como antes. El otro día me habló de los hombres y me dijo que tendría que hacer ciertas cosas cuando me casara que eran necesarias para mantener a mi esposo cerca y feliz de llegar a la casa. Yo sé de qué cosas me habla, porque Tina me ha contado. Tina dijo que después de la primera vez, y con el tiempo, las cosas se hacían cada vez mejores. Incluso me dijo que cuando estaba sola tenía varias formas de hacérselo, y que era bueno. Tina está casada hace un año y ya no va al colegio, aunque a veces se aparece por allá y me lleva algunos panes y nos lo comemos juntas mientras dura el recreo. Y hablamos y hablamos. La otra vez trajo una gaseosa, y eructé después de darle un sorbo. Reímos juntas en el prado viendo hacia arriba. Ese día Tina habló de que a su esposo le salen unas ronchas coloradas entre las piernas. También me contó que la obliga a arrodillarse y a metérselo en la boca agarrándola del pelo. Tina dice que ya no le molesta tanto, pero que le duele cuando él se la mete tan duro en la boca que le hace dar arcadas. Me dijo que a veces cierra los ojos y se imagina que está haciendo otra cosa y se le pasa. Pensé en cómo sería todo eso, pero no pude verme haciéndolo o ver a Tina haciéndolo. Era como una persona de esas de los sueños haciendo todo eso.

En fin, anoche después de comer, mi mamá me pidió que le ayudara con los platos en tanto mis hermanas acababan sus tareas del colegio antes de ir a dormir. Mientras enjuagábamos los trastes y cubiertos, mamá puso las manos sobre la escurridera, bajó la cabeza y respiró. Luego dijo, mientras secaba sus manos en el delantal, que papá y ella habían hablado y que habían decidido que tenía que olvidarme de Tina. Me quedé callada. Mi mamá siempre supo que Tina es mi amiga y cuando iba a mi casa la dejaba sentarse con nosotras a comer o a jugar afuera. Hace unas semanas mamá me dijo que tenía que ser un poco más alegre. Y varias veces me ha dicho que una niña triste e inteligente como yo tiene pocas posibilidades de formar una familia porque a los hombres no les gustan las mujeres tristes. Muchas veces mamá me pidió que sonriera, ya no sé cuántas, sobre todo a la salida de la misa. Pero ahora me decía que no podía ver más a Tina.

Cuando terminamos de lavar, se acercó y me pasó la mano por el pelo peinando hacia atrás los mechones sobre mi frente y la puso suavemente sobre mi pómulo mientras me miraba a los ojos y sonreía con la mitad de la boca. Luego la levantó y la descargó con fuerza atravesando mi cara, llorando y diciéndome que tenía que obedecerla, que ella sabía que yo había entendido y que me quería, que era por mi bien. Todo esto lo dijo mientras me sacudía agarrándome por los hombros y babeaba y lloraba. Yo le dije que sí había entendido, pero no dije más.

Mis hermanas habían oído el escándalo desde el comedor. Me las imaginé con sus piececitos meciéndose en el aire y sus lápices en la mano apuntando a las hojas de los cuadernos y la cabeza hacia la cocina. Supuse que estarían con la boca abierta. Me dio vergüenza que tuvieran que oírnos a mamá y a mí. Luego de sacudirme, mamá se alejó y se puso a llorar sobre la lavadora al fondo de la cocina. Movía sus hombros de arriba abajo y lloraba. Yo estaba adolorida y confundida, pero me dio pena verla así. Cogí una toalla del tendedero y se la llevé para que se secara las lágrimas y los mocos que hacían su sonido cuando los aspiraba y volvían a resbalar. Me recibió la toalla dándome la espalda y sin mirarme me dijo que revisara cómo iban mis hermanas con sus tareas. Luego me dijo que las preparara para dormir mientras ella terminaba de arreglar la cocina.

Cuando salí, las niñas me miraron y la pequeñita hizo un puchero al verme. Yo ya había tomado un respiro. Me templé y les dije que si no habían terminado la tarea lo harían en la mañana, pero que tenían que irse a la cama sin protestas de ninguna clase. Se me quedaron viendo calladas, como si no me hubieran oído, hasta que aplaudí un par de veces y salieron del embrujo. Entonces recogieron sus cosas, barrieron con las manos la viruta y los pedazos de borrador hacia el borde de la mesa y los recogieron en sus cuencos, y pusieron el centro de mesa de nuevo en su sitio. La pila de libros y cuadernos la llevé yo, y lo demás lo cargaron ellas. Papá estaba encerrado en su cuarto y se podían oler sus cigarrillos. La orden era nunca interrumpirlo, especialmente cuando la puerta estaba cerrada, que era casi siempre. Desde su accidente papá pasaba mucho tiempo en la casa, pero cuando no estaba en el comedor estaba encerrado leyendo o escribiendo o qué se yo. Papa nunca ha sido muy hablador.

Mis hermanas me obedecieron bien y se cambiaron y se metieron dentro de las cobijas. Ellas compartían la misma cama y yo tenía la de junto. Estaba haciendo algo de frío y sentí los pelos de mi cuello y mis brazos erizarse, pero todavía no podía acostarme. La pequeñita me pidió que no me fuera y que me acurrucara junto a ella en la cama, pero le dije que tenía que dormirse y rápido. Entonces cerró los ojos. La más grande me preguntó por qué había peleado con mamá, pero le dije que no le podía contar y que cuando creciera más lo iba a entender. Esperé a que las canciones que les gustan les ayudaran a dormir, apagué la luz dejando sólo el bombillito amarillo en la pared y cerré la puerta del cuarto.

Cuando salí, mamá estaba en la mesa del comedor. Tenía los huesos del pollo en un plato frente a ella. Había cogido el de la pechuga, y le estaba ruñendo el pollo que quedaba pegado y sacando con una uña pedazos que se llevaba a la boca. Tomaba de una botella y trabajaba el pollo como si no me hubiera visto. Cuando me acerqué, dejó la pirámide de hueso sobre el plato, se limpió la boca con la mano y le dio un par de palmadas al asiento junto a ella para que me sentara. Me senté y puse las manos sobre mis piernas sin decir nada y sin mirarla. Me preguntó con tranquilidad si sabía lo que había en la botella, y yo le dije que no. Ella me repitió la pregunta con más volumen, sosteniendo la botella por el pico y mostrándomela cerca a la cara. Volví a decir que no, pero por miedo. Cuando mamá habla así hay que tenerle miedo. Luego me llamó mentirosa y levantó la botella dándole un sorbo que llenó su boca y que me escupió en la cara mezclándolo con el aire. Me ardieron los ojos y me dieron ganas de llorar, pero me contuve. Sentí el sabor del pollo asqueroso con el alcohol. Volvió a preguntarme si sabía o no lo que había en la botella y tuve que confesar que sí. Después me preguntó si sabía lo que era una puta. Yo me quedé callada. No sabía qué tenía que ver una cosa con la otra, la botella, Tina, la cachetada, mamá llorando, y ahora me preguntaba si sabía eso. Yo le dije que sí, pero no fui capaz de mirarla, y sólo podía ver lo que hacían mis manos que jugaban con el bordillo de mi vestido. Puso la botella de nuevo sobre la mesa y con el golpe se tambaleó el cenicero de lata que se demoró en parar. En seguida cogió el hueso y lo lanzó hacia la pared en donde rebotó y cayó detrás de la matera con la palma, puso su cabeza sobre el brazo y comenzó a llorar otra vez. Lanas fue a buscar el hueso y se quedó detrás de la mata mientras se lo comía jugando con él entre sus patas. Quise ser como él. Sólo un perro estúpido sin cerebro. No supe si levantarme de la mesa porque me daba miedo mamá, pero tampoco sentía ganas de abrazarla o de decirle que se tranquilizara. Pensé en poner mi mano sobre su espalda o sobre su cabeza, pero todavía me dolía la cara por el golpe que me había dado, así que no me pareció. Pensé que quería que le pasaran cosas feas, pero me reprimí esos pensamientos porque sentí culpa. A pesar de todo seguía siendo mamá, y las niñas la necesitaban.

Cuando me estaba levantando, me agarró de la blusa tambaleándose y moviendo la cabeza como un perico. Levantó la mirada y me vio con sus ojos enrojecidos y llenos de lágrimas. Se podían ver sus babas en las comisuras de la boca y su nariz brillante llena de mocos. Me dijo que me fuera a dormir y que no hablara de esto con las niñas. Me solté de su garra y entré en el baño. Miré las marcas de sus dedos sobre mi cara y toqué suavemente la mandíbula que todavía dolía. Abrí la boca lo que más pude y me dolió la sien. Giré la llave y lavé mi cara con jabón y pasé la toalla mojada por mi cuello. Solté mi pelo y lo extendí sobre la espalda y mi pecho. Tiré del cordón de mi blusa y se abrió dejando ver mis senos. Son rosa y el pezón es marrón. Imaginé al esposo de Tina sobre mí lamiendo mis senos como un animal, pero la imagen de Tina enseñándome a hacerlo se metía en mi cabeza todo el tiempo. Di un apretón con ambas manos a cada uno de ellos, un par de palmadas para verlos ondear y devolverse a su sitio como gelatinas, y pellizqué los pezones. No vi nada de raro en ser una puta. Di un paso atrás y me quedé viéndome el cuerpo. Sólo piel, senos, pelo y un par de ojos. Pensé en cómo sería mi vida si yo fuera una puta, y me imaginé al esposo de Tina, al profesor Rayo, a mi tío Germán, a los policías de la otra vez, al escuadrón de bomberos y hasta al cura, todos haciendo una fila frente a mi carpa con muchos billetes en la mano, ansiosos y tocándose por encima de los pantalones para alistarse. Tendría mucha plata después de cada día. Acerqué mi cara al espejo, más y más hasta que mis labios estirados se juntaron con los de mi yo al otro lado, y nos dimos un beso. Abrí los ojos y supe cómo me vería a los ojos de alguien. Me vería fea y rara. Por eso la gente cierra los ojos cuando se besa.

***
Salí del baño y mamá ya no estaba en el comedor ni en la sala. La botella había desaparecido y huesos estaban en la panza de Lanas, que dormía con la punta de su lengua asomándose fuera del hocico y las patas entrecruzadas. Vi que la luz de papá estaba apagada. Pensé que seguramente ya se habrían ido a dormir. Había un gran silencio, de esos en los que casi se escuchan los latidos del corazón. Fui a la cocina y tomé un vaso con agua. Estaba seca y lo bajé de un solo trago. Me dolía la cabeza, pero no me importó. Quería hacer algo, pero no sabía qué. Quería acabar algo. Tomé un cuchillo de la cocina. Lo miré y miré mi reflejo en él, observé su brillo en las paredes y sentí su filo con las yemas de los dedos. Lo dejé en su sitio. Luego vi las tijeras colgando de su clavo, quietas, como esperando a que alguien les metiera los dedos entre los ojos y las trabajara. Así lo hice. Chap-chap-chap. Sonaban afiladas y buenas. Sonaban cortando el aire. Sostuve un mechón de mi pelo frente a mi cara y le di un pequeño corte. Vi cómo volaban en círculos los pelos cortados hacia el suelo, igual a como caen las hojas de los árboles. Luego corté un poco más y el mechón completo explotó contra las baldosas y quedó desbaratado como un grupo de palitos chinos. Seguí cortando. Lo corté todo. Pisé los pelos y los esparcí por la cocina y los puse en donde más pude, sobre todas las cosas y en cada rincón.

Cuando salí al comedor los vi. Parecían dibujados sobre la repisa de los libros, y por alguna razón ahora me llamaban, a mí y a mis tijeras. Cogí el primero y soplé sobre las hojas apretadas de donde salió una nubecita de polvo que desapareció en el aire. Lo abrí en cualquier página y leí unas líneas. El Quijote hablaba con dos mujeres que iban a Sevilla diciéndoles que no temieran por sus vidas. Ellas trataban de verle la cara detrás de la visera. El Quijote loco hablaba. Las mujeres lo estudiaban. Arranqué la hoja cerca de mi oído, despacio, para oír el llanto del papel cuando se rasga. Luego le di un par de tijeretazos amplios, desde la comisura de las navajas hasta la punta, y cayeron al piso sendos trozos de papel impreso, nombres y palabras cortados que perdían su sentido fuera del contexto.

Me tomó casi una hora terminar porque las tijeras tienen un límite de corte: solamente podía dividir cierto número de hojas a la vez y luego otra vez hasta que quedaban en cuadritos o en triángulos imperfectos. Una y otra vez. Una y otra y otra vez. Los dedos me dolían, pero la pila de papeles crecía y ya parecía una pequeña montaña de basura que recogí y llevé al cubo de metal. Volví a la cocina y recogí del suelo muchos mechones de pelo, que metí en el cubo. Metí una vela y metí un par de las casitas de miniatura de mamá. Saqué el paquete de fósforos y encendí uno hasta que me quemó los dedos y se apagó. Encendí otro. A lo mejor el fuego sería un escape y la liberación del Quijote para dejar su angustia. No habría herencias ni enamoramientos ni gestas ni reyes. No habría nada. La gente en miniatura dentro de las casitas moriría asfixiada y quemada entre mi pelo. Serían purificados.

Puse el cubo sobre la mesa con el ardor de los primeros papeles y lo dejé allí. Al poco tiempo, hermosas llamas salían del cubo y una nube negra y gris subía y se estrellaba contra el techo, esparciéndose en todas direcciones, sin miedo, sin respeto por espacios prohibidos. Mamá salió y papá corrió a ver a las niñas al cuarto. Mamá abrió la puerta de la casa y el viento entró a revolcar mi nube y a tratar de hacerla salir, pero aguantó y resistió y el cubo botó más humo hasta que una cascada de agua helada que papá lanzó con un balde lo hizo caer y apagarse. Los papelitos chamuscados navegaron sobre el charco hasta que cayeron al abismo. Era mucha agua. Demasiada agua para el Quijote y la gente miniatura, que se ahogó sin quemarse del todo.

Mamá me veía. De la cocina sacó pelos que me tiró en la cara y se quedó viéndome. Me dijo que tenía que comerme el pelo, hasta el último. Papá estudiaba en sus manos las carátulas de sus Quijotes y movía la cabeza de un lado a otro. Las niñas me veían con sus ojos soñolientos. Luego vi a Tina. Estaba parada fuera de la casa detrás de la ventana y sonreía. Cerró y abrió el ojo derecho, bonita, y me hizo sonrojar. Luego entró por la puerta, pasó junto a papá y rodeó la mesa viéndome. Me dijo que me veía hermosa con mi nuevo peinado. Volví a sonrojarme. Después vino y se sentó junto a mí, tomó mi cabeza y la llevó hasta su hombro, en donde estuvo un largo rato hasta que mamá dejó de darme palmadas en los brazos y papá de decirme que mañana mismo, o sea hoy, me pondría entre cuatro paredes. El cura ya entró a hablar conmigo y oí la voz de mamá afuera hace un rato, pero no ha entrado. El cura me preguntó muchas cosas, pero no quise que supiera nada. Seguía imaginándomelo con sus billetes en la fila. Me dio risa y se fue por la puerta diciendo algo con la palabra "criatura". Tina no ha venido a verme, pero estoy segura de que va a venir. Tan pronto llegue dejo de escrib











 

1 comentario:

  1. me gustó, extrañamente, me gustó. Al principio el personaje me hizo sentir un poco aburrido, pero poco a poco me fue interesando lo que decía, tal vez porque el descubrimiento de la sexualidad siempre es interesante.O porque la rebeldía es algo que me emociona. En todo caso, me gustó. El nombre del blog, es un poco rebuscado, pero, sinceramente, me gusta también. Muchos Saludos!!

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