lunes, 4 de octubre de 2010

FUGAS Y RATAS

Fernando y Marta, y Emilia y yo íbamos a reunirnos para ponernos al día. Fernando y Marta llevaban casi cuatro años como pareja y habían hecho planes para casarse a fin de año en una ceremonia, según dijeron, modesta, a las afueras de la ciudad y a la que, por supuesto, estábamos invitados. Vivían juntos en un estudio que les prestó una de las tías de Marta mientras conseguían los medios para independizarse. Hacía algo más de un año que no nos veíamos y estábamos ansiosos ante el reencuentro organizado una semana atrás por las mujeres. Las dos habían hecho buenas relaciones desde que se conocieron a través de nosotros, y desde entonces fuimos parejas compañeras para salir a pasear o ir al cine, o a jugar bolos, o a comer en la noche.

La noche de la reunión, antes de salir de nuestro apartamento, Emilia se cambió varias veces de ropa y me pidió en cada ocasión que le diera mi sincera opinión sobre su aspecto que, en realidad, desde mi punto de vista, no cambiaba mucho con una y otra combinación, pero a ella le importaba mucho verse bien y que se notara el peso que había perdido. Cuando estuvo satisfecha y le di mi aprobación, se dio la vuelta frente al espejo con la mirada fija en sus nalgas, dio un respingo, levantó uno de sus talones, alisó su falda por atrás y dijo, Bien, estoy lista, mientras encendía un cigarrillo.

-¿Qué vamos a llevar?, -pregunté-.

-No sé. Lo que quieras tú, -dijo-. Unas cañitas de ajonjolí, gaseosa o un postre. No sé. No he pensado en eso realmente. A lo mejor nada. A lo mejor ellos no han preparado nada y llegamos nosotros con algo y los hacemos sentir mal. ¿Entiendes? O a lo mejor allá pedimos algo a domicilio. Ya sabes cómo ellos no se complican demasiado con estas cosas.

-Está bien, -dije-.

-¿Qué está bien?

-Lo que sea entonces, -dije-.

-En el camino vamos a la tienda y compramos algo.

-No crees que vayan a salir con sus maricadas, ¿cierto?, -pregunté-.

-¿De qué carajos hablas?

-Ya sabes.

-Eres un mojigato.

-Ya sabes cómo todo se fue a la mierda la última vez por culpa de esas maricadas, -dije-.

-No importa. Sigues siendo un remilgado. Tantos escrúpulos se te van a atorar en la garganta. Además, Fernando ya es otra persona. Está recuperado. Marta me dijo que lleva más de ocho meses sin probar una gota de trago, y que tiene una medalla que le dieron en una ceremonia en donde tiene sus reuniones. Me dijo que al principio iba todos los días, pero ahora ya solamente asiste dos o tres veces por semana y que está muy bien. Dijo que al principio fue difícil, pero que ahora está mucho mejor.

-¿Una medalla?

-Una especie de recordatorio de su progreso. Se lo dan a quienes cumplen sus metas, o algo así, pero debe ser importante. Marta me dijo que Fernando siempre la lleva consigo. Me contó que una mañana Fernando regresó casi después de media hora de camino porque había dejado la medalla en la mesa después del desayuno.

-No le veo sentido, -dije-. Es igual. Dejas una adicción y coges otra. Si no tienes whisky, sobas una maldita medalla hasta que te duelen los dedos y te quedas dormido. Oh, my precious, I've missed you my precious, ahhh –dije haciendo una imitación del Gollum que a Emilia no le hizo gracia.

-Tal vez sea así, pero es mucho mejor, ¿no crees? Me sorprende que no lo veas, -dijo con seriedad mientras entraba al baño y cerraba la puerta. Oí cuando levantó la tapa del sanitario.

Me acerqué a la puerta y apoyé mi hombro contra el marco.

-También está lo otro, -dije-. Me pregunto si la medallita también controla lo otro.

-¿Lo otro?

-Bueno, ya sabes.

-Espero que cuando lleguemos allá dejes ese tono. No quiero que se sientan incómodos, especialmente Marta, que ha pasado por mucho. ¿Me prometes que te vas a portar bien? –dijo subiendo la voz para superar el ruido del agua bajando. Luego oí la llave del lavamanos correr.

-Yo no tengo ningún tono. Simplemente no creo que un pedazo de plástico sea suficiente para parar el tren de Fernando, por más ceremonioso o simbólico que sea. Nada más.

Emilia salió del baño y había cambiado su peinado. Ya no tenía el pelo recogido sobre la nuca, sino que le bajaba en dos mitades encima de los hombros y atrás sobre la espalda. Una trenza delgada le bajaba hacia atrás rematada por un caucho con una margarita de tela. Se veía mejor antes, pero no se lo dije. Tampoco me preguntó al respecto. Se me acercó y me rodeó con sus brazos. Posó su cara en mi pecho, levantó la mirada y me dio un pequeño beso evitando pegarme su maquillaje. Luego se apartó y fue al clóset a buscar su gabardina. Cuando la tuvo puesta, volvió a donde yo la esperaba y me abrazó de nuevo, me miró y dijo:

-Vas a ver que todo va a estar bien. La última vez no cuenta. ¿Has oído hablar de "tocar fondo"? Pues bien, ese fue el fondo y desde allí todo comenzó a mejorar.

-Ya veremos, -dije-.

-Ya veremos, -dijo-.

En el camino paramos en la tienda a escoger qué llevaríamos. Emilia fue a buscar en la zona de frituras y paquetes mientras yo fui por las gaseosas. Tiré en la canasta una Pepsi y una Ginger. Cuando pasé por los licores pensé en que sería bueno poder llevar algo. Quería un trago. Pensé en los viejos tiempos, cuando todo parecía importar menos y las mujeres eran fugaces. Al encontrarnos en la caja registradora, Emilia y yo tomamos, cada uno, su paquete de cigarrillos de la marca favorita, pagué todo y salimos.

Durante el camino cambié varias veces las estaciones de radio mientras Emilia retocaba su maquillaje en el espejo del parasol. No hablamos mucho. Solamente hicimos un par de comentarios sobre la programación radial de la hora. Emilia dijo algo sobre los programas de conciertos de música clásica que oía cuando estudiaba y que ya eran escasos, pero yo pensaba en Fernando y en Marta. Cuando notó mi enajenación, Emilia dijo:

-Tienes que tranquilizarte un poco. ¿Qué van a pensar si te ven así?

-Yo no estoy nervioso, -dije-, y oprimí el botón para encender otro cigarrillo.

-Ven, dame tu mano. ¿Ves? Este sudor se llama nervios, nervios que no deberías tener. Se supone que sea un encuentro feliz y no te ves feliz, -dijo con mi mano aún entre las suyas-.

-¿Y qué se supone que debo decir? ¿Felicitaciones? ¿Me alegra que estés vivo? ¿Gracias por no tirar a mi mujer por la ventana? A veces pienso en Benjamín. Sabes que lo extraño.

-Ya amor. Lo sé. Te he dicho que, si quieres, podemos ir a comprar otro gato. La Sociedad Protectora también tiene para adopción. Los he visto en fotos. Hay unos preciosos.

-No se trata de un gato, -dije-, se trata de ese gato y de la forma en que murió. ¡Dios! A veces puedo oír esos maullidos. Es espantoso. Pobre Benjamín.

-Si no quieres ir, podemos cancelarlo, -dijo-. Podemos llamarlos y decirles que tienes gripa, que te sientes mal y que has vomitado y que no podemos ir. O puedo ir yo sola. Me dejas allá y luego llamo un taxi. Hasta creo que me vendría bien.

-No creo que sea buena idea, -dije-. Además, deben haber comprado comida y cosas y ya las deben tener sobre la mesa. Además ya todo está olvidado. Ni sé cuántas veces me pidió perdón Fernando.

-Eso está mejor, -dijo-. El pasado atrás, -dijo-. Es tu amigo. Tu mejor amigo, -dijo-.


Buscamos la dirección, dimos un par de vueltas a la manzana y llegamos. A pesar de no estar lejos del nuestro, el barrio era diferente y un poco más oscuro. Algunos de los focos de los postes estaban fundidos y otros parecían intermitentes, pero al menos había iluminación. Estacioné lo más cerca que pude de la entrada. El de ellos era un edificio viejo de cuatro plantas con manchas de moho bajo las cornisas y los aleros, que bajaban como un llanto verde por toda la fachada. Las ventanas del primer piso estaban enrejadas y de algunas más arriba colgaban macetas con flores suspendidas en el vacío, de manera que el agua que les regaban caía indefectiblemente sobre la ventana del piso inferior. De otras se asomaban pantalones y camisas secándose. Bajamos las bolsas de la parte de atrás del carro y lo cerré con llave, cerciorándome de que quedara bien asegurado. Avisé al vigilante de la calle para que se mantuviera alerta, prometiéndole una recompensa por su atención. Miré hacia arriba y traté de identificar cuál de las ventanas sería la de ellos. Caminamos hasta la puerta y encontramos el panel de los intercomunicadores de los apartamentos, identificados por número y en dos columnas, alumbrados por una lucecita por dentro. Algunos interruptores estaban rotos y en otros no se alcanzaba a descifrar lo que decía. Emilia buscó el 402 con los ojos bastante cerca de los números, presionó con fuerza con el pulgar, oímos un zumbido y esperamos. Íbamos a volver a timbrar cuando contestó Marta:

-¿Aló?

-Hola Marta. Somos nosotros. ¿Nos dejas pasar?

-Sí, claro. Pero desde acá no puedo. Busquen el botón que dice "Vigilante". Alguien saldrá a abrirles.

-Vale


Oímos que se cortaba la comunicación y presionamos el botón que había dicho Marta. Estaba más abajo que los demás y era un poco más grande. Me asomé por el vidrio de la puerta, pero no pude distinguir en la penumbra más que algunas sombras de objetos y un corredor que iba hacia la parte de atrás. Una mujer en camiseta y pantalones cortos se acercó a la puerta bostezando, con pasos pesados que daba con toda la planta del pie al mismo tiempo, como caminan los elefantes. Se acercó a un citófono que colgaba sobre la pared del otro lado de la puerta, lo levantó y mientras nos estudiaba dijo:

-¿A la orden?

-Venimos al 402, donde la Sra. Marta. El interruptor de ellos parece estar dañado, -dijo Emilia-. Ya hablamos con ella y nos espera.


La mujer pasó sus ojos por Emilia y luego por mí.


-¿Dañado?, no puede ser que esté dañado si pudieron hablar antes. ¿No? -dijo-.

-Sí nos pudimos comunicar, pero no pueden abrir la puerta desde arriba.

-Qué raro. Dañado…, -dijo-.

-¿Nos puede abrir, por favor?, -dije-. Hace algo de frío.

-Claro, claro. Discúlpenme. No sé qué me pasa. Ando como loca estos días. Pasen, pasen.


La mujer se acercó a la puerta, se retiró una llave que colgaba de su cuello por una cinta y dio vueltas en la chapa. Oímos cómo se descorría el cerrojo. Encendió una luz y dijo:

-Sigan por la escalera y suban. El ascensor sí está dañado. Hace días que llamé para que vinieran a revisarlo, pero nada. La señora del 303 se quedó encerrada y tocó llamar a los bomberos para que la sacaran. Estuvo allí más de una hora con su perro. Cuando abrieron las puertas olía a orines. La señora dijo que eran del perro, pero quién sabe. El cuerpo no da espera, ¿saben?

Emilia sonrió cortésmente y le agradeció habernos hecho entrar. Asentí con la cabeza cuando pasé junto a la señora y seguimos hacia el fondo del corredor, iluminado por una única bombilla que destellaba luz amarilla.

-Por ahí, a la izquierda. Tengan cuidado cuando pasen del tercero porque se empoza el agua y se pueden resbalar. Todavía no le pasa a nadie, pero no querrán ser los primeros.

-Gracias, -dijo Emilia-, vamos a tener cuidado.


Subimos los escalones, pero no vimos ningún charco de agua. Cuando estuvimos frente a la puerta, suspiré, y Emilia me tomó de la mano. Timbró y sonó un conjunto de campanas electrónicas que imitan el sonido de las iglesias. Duró más de lo que esperaba. Oímos que se acercaban con pasos firmes a la puerta, pero las sombras de los dos pies se quedaron inmóviles antes de abrir. Luego oímos el sonido de la cadena deslizándose y tuvimos a Marta frente a nosotros.

-¡Queridos!, ¡cuánto tiempo!, pensé que jamás llegaría a verlos otra vez, -dijo mientras tomaba a Emilia por los brazos y apoyaba su mentón sobre su hombro.


Cuando terminó con Emilia, avanzó hacia mí y me dio un beso en la mejilla. Bienvenidos, -dijo-, están en su casa. Fernando está en el teléfono, pero ya viene. Pasen, por favor, y pónganse cómodos. ¿Quieren que les reciba algo?

-Gracias Martica, -dijo Emilia mientras se quitaba la gabardina y se la entregaba. Marta la dobló y la colgó sobre tu antebrazo. Luego se dirigió a mí. Le entregué el paquete con lo que habíamos comprado y fue a la cocina, desde donde gritó:

-Siéntense en donde quieran. Ya se imaginarán que todo es de todos por acá. Fernando y yo hemos estado hablando y nos pareció que fue hace una eternidad la última vez, -dijo Marta-.

-A nosotros también, Martica, -dijo Emilia-. Habrá sido qué, ¿hace un año, tal vez?

-Trece meses, -dije-. Trece meses y seis días. Fue para mi penúltimo cumpleaños.

-¡Cómo pasa el tiempo!, -gritó Marta desde la cocina, desde donde se le oía sacar paquetes de las bolsas de plástico y abrir y cerrar gavetas. ¡Pónganse cómodos! Ya en un minuto estoy con ustedes.

En la sala había un sofá marrón y un par de poltronas escarlata que rodeaban una mesa de vidrio en el centro, apoyada en un tapete hecho de nudos con dibujos de flores. Sobre la mesa había varios números de revistas de farándula y otras con mujeres en las portadas que ostentaban peinados estrafalarios. Sobre una pila de las revistas reposaba un cenicero rebosado de colillas aplastadas. El aire estaba cargado de olor a incienso y vi el pebetero en una de las esquinas sobre el parlante del equipo de sonido. Era un payaso de porcelana al que, como nos dijeron después, se le quitaba la cabeza, se depositaban las hierbas en una especie de cazo pequeño sobre una vela enana, se cerraba y el humo le salía por las orejas. El payaso tenía expresión de sorpresa y se sentaba sobre un banco de madera. La tía lo había dejado en el apartamento antes de mudarse y ellos lo usaban con frecuencia.

Marta volvió con dos bandejas llenas de las frituras que habíamos llevado y las puso sobre la mesa en el espacio que Emilia había abierto entre las revistas. Antes de dejarse caer en el sofá, tomó en su mano un puñado de papas y dijo:

-A Fernando le encantan los chicharrones. Será mejor que le deje algunos, porque si no es capaz de fritarme, -dijo riendo-.

Emilia le correspondió con otra risa y yo sonreí. Emilia se sentó junto a ella en el sofá. Yo seguía parado con las manos entre los bolsillos del pantalón, intentando secar el sudor para la hora en que fuera a saludar a Fernando. Me acerqué a unas fotos que había sobre unas estanterías llenas de libros, recuerdos de viajes, un par de cuadros de arena de colores que se mezclan lentamente cuando se giran, y varios de esos juguetes rompecabezas de metal para desenlazar partes aparentemente ligadas para la eternidad. En las fotos había muchas caras extrañas y otras de algunos familiares de Fernando que sí reconocí. En un lugar especial, había una foto de nosotros cuatro tomada en un viaje que hicimos a la playa hacía mucho tiempo. Aparecíamos muy sonrientes. Fernando y yo nos veíamos bien y sosteníamos cada uno una cerveza en la mano. Las mujeres se veían felices.

Emilia tomó una de las revistas del centro y comenzó a hojearla.

-Las tomé prestadas del curso que estoy haciendo, -dijo Marta-. Es una maravilla. Estoy casi todo el día pensando en cómo hacer peinados hermosos para la gente. Nunca me imaginé que sería tan feliz siendo estilista.

-¿Cuándo comenzaste?, -preguntó Emilia-.

-Llevo un semestre. Ha sido espectacular. Los profesores son gente muy bella y muy preocupada por dar a la gente un mejor aspecto. Uno no se imagina la responsabilidad que siente alguien que se para detrás de una cabeza frente a un espejo, con la confianza del cliente puesta en sus manos. El pelo es una de las partes más sensuales de la mujer y si está mal arreglado, pues su feminidad está en peligro, ¿me entienden? Todavía no estoy lista para hacerlo con alguien de verdad. En la escuela usamos maniquíes para hacer los cortes y los peinados, pero el profesor me ha dicho que tengo talento y que cree que el próximo semestre ya podré comenzar las prácticas con gente real.

-Me alegro mucho por ti. Además el mercado es amplísimo: todo el mundo tiene pelo, -dijo Emilia con gracia-.

-Tal vez pueda ser tu estilista de cabecera, -dijo Marta mientras levantaba con sus dedos la trenza de Emilia- Tienes un pelo hermoso. Podría hacer maravillas contigo.

-Es verdad. Tienes un pelo hermoso, amor, -dije viéndola a los ojos-.

Tomé asiento en una de las poltronas y quise fumar, pero no lo hice hasta que Marta encendió un cigarrillo. De vez en cuando nos acercábamos hacia el cenicero en la mesa a depositar las barras de ceniza con una mano ahuecada por debajo, y volvíamos a recostarnos en los respectivos asientos. Marta continuó hablando de sus clases y de todo el apoyo que había recibido de Fernando para poder hacerlo. Se veía satisfecha y sincera. Se oyó la cisterna del baño y una puerta.

-Es Fernando, ya debe venir, -dijo Marta-.

Todos volteamos a ver hacia el dormitorio. Se abrió la puerta y apareció Fernando con una guayabera de colores abierta hasta la mitad de su pecho y pantalones de lino blanco. Del cuello le colgaba una cadena de oro con un crucifijo y una moneda plateada del tamaño de un reloj de pulso. Había algo inscrito en ella. Tenía un bigote espeso que nunca antes le había visto. Llegó con la misma sonrisa de siempre, la misma que le vi utilizar cientos de veces para encantar a las mujeres en los bares y llevárselas luego a su casa. Para Fernando nunca fue un problema conseguir sexo fácil. A veces me decía que me iba a endosar alguna que otra hembrita de la que ya estaba aburrido para que yo "le hiciera la vuelta", pero nunca llegó a concretarse nada. Emilia y yo nos levantamos de las sillas para saludarlo. Fernando se dirigió hacia Emilia primero y abrió sus brazos para recibirla entre ellos.

-Preciosa, -dijo-, estás hermosa, como siempre. El suertudo de tu marido no debe quitarte las manos de encima ni un minuto.

-Gracias Fer, -contestó Emilia-. Me alegra mucho verte de nuevo. Tú también te ves muy bien. Me encanta tu camisa.

-Esta belleza me la trajo Marta de un viaje a la costa y casi ni me la quito para dormir. No creo que pueda volver a usar una corbata jamás, -dijo con otra de sus sonrisas mientras estiraba la punta del cuello-.

-A ver a dónde está mi muchacho, -dijo mientras soltaba a Emilia-.

Rodeó la mesa y caminó hacia mí. Estiré una mano para estrechar la suya, pero la quitó del camino con un movimiento rápido y pasó sus brazos alrededor de mi cuello en un fuerte apretón que respondí con un par de palmadas sobre su espalda. Retiró un poco la cara para verme y me plantó un beso en la mejilla.

-Tú también estás hermoso. Este muchachón está también hermoso –dijo mientras apretaba mi cara con su mano y se la mostraba a las mujeres-.

Las mujeres rieron y Marta hizo un gesto de ternura. Fernando me liberó y fue hasta la poltrona que estaba vacía. Al darse cuenta de que teníamos que inclinarnos sobre la mesa para botar las cenizas de los cigarrillos, fue hasta la cocina y trajo un pedestal de madera con un hoyo en la plataforma, en el que se encajaba un plato de bronce de cuyo centro se levantaba una pequeña estatua alada sosteniendo una trompeta frente a su boca. Había manchas de ceniza y quemaduras en el plato. Fernando juntó las piezas y puso el armazón en medio de las dos poltronas donde nos sentábamos.

-Ahora sí. ¿Ley del menor esfuerzo? Majaderías ¿Cuántas calorías gasté yendo hasta la cocina por el cenicero? Si sumamos las que hubiera gastado inclinándome una y otra vez hacia el centro de la mesa y les restamos las que acabo de gastar, salgo ganando. Si todos pensaran así, no habría pereza en el mundo.

-Tal vez no deberías fumar, así no gastas ni de un lado ni de otro, -dije-.

-Sí, pero también dejo de hacer lo que me gusta. La energía hay que gastarla, pero no tirarla a la basura. Hay que gastarla haciendo lo que a uno le gusta, -dijo haciendo un guiño-. Imaginé si no sería un fastidio tener ese bigote en la cara todo el tiempo.

-¿Cómo sabe la gente cuántas calorías hay en lo que come?, -preguntó Marta-, porque se sabe que los empaques de información nutricional son una farsa.

-Yo conocí a un tipo que andaba siempre con un marcapasos en el bolsillo. Me dijo que uno daba más de diez mil pasos al día y que eso equivalía a un cuarto de maratón, -dijo Emilia-. El tipo del que hablaba era un imbécil de su trabajo que intentó seducirla. Desde que me lo contó no había vuelto a salir a relucir, hasta entonces cuando lo mencionó. Esperé una mirada, pero no la recibí.

-Para vivir las cosas que no tienen respuestas exactas, es mejor calcular comportamientos aproximados, -dijo Fernando-.

-¿Qué se supone que signifique eso? –dije-.

-No importa. Es algo que se me vino a la mente. Tantas matemáticas hacen que uno maquine demasiado, -dijo Fernando-.

-Estaba contándoles sobre mi nueva carrera. Les contaba cómo me has ayudado a seguir adelante con el estudio aún con los problemas que tenemos, -dijo Marta-.

-Nena, -dijo Fernando-, no vamos a aburrirlos con esas historias de peluquería.

-¿Por qué dices eso?, -reviró Marta-, pensé que estabas orgulloso de mí.

-Claro que estoy orgulloso y me encanta que lo hagas, pero me parece que no es el momento para hablar de esas cosas.

-¿Te da vergüenza?

-No, no me da vergüenza.

-¿Es eso? ¿Una peluquera es muy poca cosa?

-No es eso. Simplemente estoy aburrido de escuchar las mismas historias y quisiera saber qué nos pueden contar ellos, -dijo señalándonos, mientras llevaba su cigarrillo a la boca con su estilo de película. Un par de ráfagas de humo salió de su nariz y se coló por los pelos de su bigote.

Marta se dirigió a nosotros y nos dijo señalándolo:

-Está avergonzado. El muy hijo de perra está avergonzado después de todo. ¿A ustedes les parece terrible querer ser alguien en la vida? Yo sé que ya no tengo 20 años, pero hay otras mujeres más viejas que yo en el curso. Y ellas parecen estar bastante conformes.

-A mí no me parece que sea para nada malo. De hecho, algunas der las personas con más dinero que existen son estilistas, -dijo Emilia solidariamente-. "Estilista" no es una palabra que Emilia hubiera utilizado comúnmente, pero lo hizo sonar bastante natural.

-Gracias Emilia. Al menos alguien aquí tiene cortesía.

-Yo no sé qué le pasa a esta mujer, -dijo Fernando mirándonos a nosotros-. Cada vez que sale a relucir el tema, de la nada, sale con el cuento de la vergüenza, sin que nadie siquiera lo insinúe, como acaban de ver. Es simplemente increíble. Es una loca de amarrar.

-Eres un idiota, -le dijo Marta a Fernando, y se llevó las manos a la cara simulando llorar-.

-Pero soy tú idiota. ¿Qué más puedes pedir?

Marta se levantó de la silla con velocidad y saltó sobre Fernando quien la recibió en su regazo con los brazos abiertos. Rieron juntos y se dieron un largo beso. Alcanzamos a ver cómo Fernando le metía y sacaba la lengua de la boca profusamente y cómo el bigote cubría todo el labio superior de Marta. Emilia no despegó los ojos durante todo el espectáculo. Parecía hechizada.

-Deberíamos jugar al póker. ¿Qué les parece?, -dijo Emilia sin consultar mi opinión, ni siquiera con una mirada.

-A mí me encantaría, -dijo Marta, despegándose de los labios de Fernando y pasando su antebrazo por la boca-.

-Yo dije: "Juguemos".

-Fernando dijo: "A jugar se ha dicho".

Al cabo de dos horas, Emilia y Marta tenían la mayoría de las fichas, ordenadas por colores sobre pilas frente a ellas. El aire estaba lleno de humo de cigarrillo y había varios vasos de gaseosa sin terminar alrededor, con boronas y restos de las frituras sobre la mesa y en el piso. Fernando había perdido en la última mano todo su dinero y yo estaba jugándome el resto de mis fichas en un enfrentamiento contra mi esposa. Yo tenía un par de ases y estaba confiado, pero Emilia resultó con trío de ochos y acabó con mis fondos.

-Estas mujeres son más peligrosas de lo que imaginamos. Nos han dado una verdadera paliza. Este señor y yo vamos a salir un momento, -dijo Fernando mientras pasaba su brazo sobre mi hombro-.

-¿A esta hora? ¿Para dónde van?, -preguntó Marta, pero la respuesta la esperaban las dos-.

-Vamos a comprar una pizza. ¿No tienen hambre? Yo estoy muerto de hambre. Esta tunda me ha dejado como un león.

-¿Y por qué no la pedimos a domicilio?, -dije zafándome del brazo de Fernando-.

-Vamos compadre. Dejemos que estas niñas hablen de sus cosas un rato. Nosotros también tenemos que hablar. Cuando volvamos nos comemos la pizza y damos la noche por terminada. Si vamos en tu carro, apenas notarán que nos fuimos. ¿Qué dices?

-Me parece muy bien, -dijo Marta-. Mientras vuelven le mostraré a Emilia mis pelucas. Tal vez hasta le haga un peinado, si a ella le parece, -dijo mirando la cabeza de Emilia y sacándole la lengua a Fernando-.

-No sé, me parece peligroso salir a esta hora, -dije-.

-Si es por miedo, no te preocupes. Yo te defiendo, amigo. No es como si nunca lo hubiera hecho, ¿verdad? ¿Te acuerdas de los tipos que te querían matar a golpes en Zooka hace como ocho años? ¿Quién salió a defenderte? ¿Quién se encargó de sacarlos a correr? ¿Ah? ¿Quién?

-No se trata de eso. Se trata de no hacer cosas precipitadamente. Además tengo un buen lugar de parqueo y no quiero que me lo quiten, -dije-.

-Bueno amigo. Como quieras. Iré yo sólo. Muero de hambre, -dijo-.

-Por supuesto que te acompaña, ¿cierto amor? No vas a dejar a Fernando ir solo, ¿cierto?, -dijo Emilia con una de sus miradas-.

-Sólo porque tú me lo pides. No estoy de acuerdo con andar por ahí en la calle a esta hora, -dije-.

-Antes vivías en la calle a esta hora. No entiendo qué te pasa. Parece que a este tipo le han pasado treinta años en sólo uno, -dijo Fernando riendo y las mujeres se contagiaron-. Di una de mis miradas a Emilia, que no pudo ocultar su aprobación de lo dicho. Pensé en que tal vez sí estaba siendo demasiado prevenido, y que tal vez la salida a la calle me refrescaría un poco la mente.

-Está bien, -dije-. Vámonos.

-Perfecto. Déjame sacar mi chaqueta y nos vamos, -dijo emocionado Fernando-.

Salimos del apartamento. Al llegar a la entrada principal del edificio, Fernando sacó un manojo de llaves y abrió la puerta.

-Esos hijos de puta de la compañía de ascensores. Sólo espero agarrarlos cuando estén acá. Ayer tuve que subir y bajar cuatro veces con todas las cosas del mercado mientras Marta las cuidaba. Encima de todo este maldito rancho está a punto de hundirse. Fugas de agua y ratas. Eso es todo lo que veo, -dijo Fernando alzando la voz-.

Seguí hasta el carro y subí. Levanté el seguro de su puerta para que subiera y lo hizo. Cuando arrancamos, encendió un cigarrillo y dijo:

-Amigo. Gracias por sacarme de allá. Estaba a punto de reventar.

-No parecía. De hecho parecía que estabas contento, -dije-.

-Sí, sí, sí, siempre contento Fernando. Siempre bueno Fernando. Siempre hacendoso y marica. Marica. Eso es lo que me estoy volviendo. Un gran marica.

-Las personas pueden tener vidas tranquilas y no por eso ser desgraciadas, -dije-.

-Las personas son maricas. Todo el mundo le tiene miedo a vivir, por eso escogen el camino fácil. ¿Yo? Por mi me largaba ya mismo a otro país y no volvía jamás a ver a la peluquera, -dijo-.

-Marta te quiere. Marta podría ser la única persona a la que de verdad le importas. Ella organizó todo esto para ti, ¿sabes?

-¿Organizar qué?

-Esto. La reunión.

-Una reunión a la que ustedes no querían venir. Apuesto a que estuviste a punto de llamarnos a cancelar. No te culpo. Yo lo hubiera hecho. Eso demuestra que tú no eres un marica, sino que enfrentas tus problemas.

-¿Quién dijo que tengo problemas?, -dije-.

-A veces sueño con ese día, -dijo mirando hacia la luz roja del semáforo en donde esperábamos-. A veces me imagino que si no hubiera hecho lo que hice, todo sería distinto y hasta podría seguir como antes.

-¿Cómo antes? ¿Qué mierda significa eso? ¿Siquiera te acuerdas de algo de antes? Apuesto a que ni siquiera te acuerdas de ese puto día. No tienes recuerdos porque te contaron lo que pasó. Lo que sueñas es sólo un montón de ideas que tienes sobre lo que te contaron, pero no sabes lo que pasó. Ni te alcanzas a imaginar lo que pasó. Yo sí. Yo lo veo constantemente. Lo siento constantemente. La caída, los sonidos, el golpe en el suelo del bultico de carne y huesos, tu cara, todo.

Fernando quedó en silencio. Yo respiraba aceleradamente, pero me sentía bien. Hacía mucho tiempo que quería decir algo. Me sentía fantástico.

-Era sólo un puto gato. No entiendo cómo quince años de amistad se fueron a la basura por un puto gato, -dijo-.

No respondí. Ya lo había pensado antes. Cuando llegamos a la pizzería, ordenamos una extragrande de maíz y tocineta y esperamos mientras el pizzero amasaba, redondeaba, ponía la salsa roja con gracia en movimientos circulares, llenaba la circunferencia de queso y los demás ingredientes, y metía todo en el horno. Habíamos visto el proceso en silencio, sentados en las butacas altas con los codos apoyados sobre el mesón. Comenzamos a sentir un aroma delicioso.

















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