miércoles, 22 de septiembre de 2010

ESCALERA

Mi suegro y yo estábamos sentados en el porche de su casa desocupando la tercera cerveza helada. Las casi cuatro horas de carretera y el descenso a tierra caliente me habían dejado cansado y con sueño, pero mi suegro es un gran conversador y, aunque yo no tanto, hablábamos de cosas de mi trabajo, las sequías de la época en el valle del Magdalena, y la escasez de la subienda de peces. Me contó cómo antes, cuando era joven, el pueblo era otra cosa y la gente, otra cosa. Es un tipo agradable, mi suegro.


La llegada con el bebé y con los tiestos del bebé y la cuna portátil y los maletines para mi mujer y yo, me habían dejado exhausto. El bebé tenía dos meses y lloraba constantemente, cosa que tenía a mi mujer bastante irritable y a mí también, así que nos pareció una oportunidad perfecta para visitar a la familia y descargar un poco de la tensión. Pensé que nadar en la piscina me haría bien para relajarme, pero eso tendría que ser en la mañana.

Cuando volvía de la cocina con un par de cervezas nuevas y las destapaba, oímos los gritos en la casa de los vecinos. Eran gritos como no había oído antes jamás. Parecía que a alguien lo estuvieran cocinando vivo o que le estuvieran arrancando la piel a tirones. Además eran los gritos de un hombre, lo que descartaba un ataque de histeria. Pero también había música. Música cristiana de alabanzas a Cristo, pero no con coros y violines como en las misas corrientes, sino con batería, guitarras eléctricas, bajo, piano y voces femeninas y masculinas en dueto, acompañadas de coristas. Una orquesta de alabanzas y oraciones. Y la música se repetía constantemente o era una sola canción larga que decía “porque grande es el señor / y para siempre su misericordia. Porque grande es el señor / y para siempre su misericordia. Porque grande es el señor / y para siempre su misericordia. Porque grande es el señor / y para siempre su misericordia. El ejército de Dios marchando está / contra todo principado y potestad, el ejército de Dios marchando estaaaaaa”. Nos miramos con mi suegro y sonreímos.

Durante una visita anterior en otro fin de semana, habíamos oído la música, y se había vuelto habitual que la casa de los vecinos se alquilara los fines de semana para las reuniones de cristianos, lo cual era un alivio para mis suegros porque de lo contrario podían estarla cediendo a grupos de jóvenes con hígados incansables, que podrían durar la noche entera cantando a todo pulmón vallenatos, corridos, rancheras y demás cosas que los borrachos cantan a las cuatro de la mañana, sin importarles para nada la paz de los demás. Pregunté a mi suegro si había oído antes los gritos, pero dijo que no. Se había oído la música y una que otra voz fuera de tono, pero no un grito así y menos a ese volumen. Mi mujer pasó por la sala y nos miró a través del angeo contra los mosquitos, le dio una mirada al grupo de botellas y entró en la cocina a preparar un tetero para el bebé mientras mi suegra venía con él alzado en sus brazos haciéndole arrullos y mimos para calmar su llanto. Mi suegro y yo estábamos en silencio tratando de escuchar algo más, pero no volvimos a oír más que la música sobre el muro. Mi mujer salió para decirnos algo, pero yo le hice una seña con la mano para que nos dejara oír y volvió a entrar a la casa.

Volvimos a oír gritos y otras voces de varias personas que acompañaban y hacían eco al primero. Me levanté, pasé por el camino de piedra donde mi suegra hacía crecer sus orquídeas, subí por la pendiente junto al asador hasta el planchón de la piscina y seguí de largo en dirección al muro cubierto de vegetación. Sentí el pinchazo de una hormiga en los pies y me di una palmada. Estaba muy oscuro y no se podía ver bien en dónde pararse, pero la música se oía mucho mejor y se distinguían muchas voces de hombres y de mujeres. Iba a regresar para llamar a mi suegro para que se acercara a oírlos, pero me había seguido y venía cargando una escalera plegable de aluminio que apoyó suavemente sobre el muro entre los matorrales, exactamente en el punto en donde las voces sonaban más alto. Me contó que el muro lo tuvo que construir hacía diez años cuando sus buenos vecinos decidieron vender la casa y comenzaron los alquileres. Era un muro alto de ladrillo gris, de unos tres metros o más, pero no tenía alambres ni púas. Más que seguridad, ofrecía privacidad. Mi suegro fue el primero en subir. Llegó hasta el borde y asomó la frente y luego toda su cara estuvo iluminada por las luces de la casa. Desde abajo parecía como si estuviera viendo una película en el cine. Le pregunté qué pasaba y abrió su mano para que esperara un momento. Le dije que ya volvía y fui por las cervezas que seguían en la mesa. Al regresar con las botellas le entregué la suya y fue mi turno. Me encaramé hasta el borde de la tapia y miré. En una sala, a no más de dos metros de distancia, había unas veinte personas en círculo, algunas sentadas en sillas blancas de plástico observando hacia el centro, en donde un tipo barrigón con camiseta de un equipo de fútbol y pantaloneta sostenía por los hombros a una mujer joven con la cabeza agachada y el pelo sobre la frente, con los ojos cerrados y bastante sudada. El hombre le indicaba al demonio que debía dejar el cuerpo de esa criatura de Dios, apoyaba su frente contra la de la mujer, cerraba con fuerza sus ojos y le sacudía los hombros. Luego puso la palma de su mano sobre la coronilla de la poseída y le dio un fuerte empellón en el centro del pecho, a lo que la víctima de usufructo maligno de su cuerpo cayó de espaldas, siendo recibida por el ayudante del maestro de ceremonias, otro tipo gordo, más corpulento que el jefe pero mejor vestido, quien la puso suavemente en el suelo.

Bajé los peldaños. Mi suegra acababa de llegar. Nos preguntó algo nerviosa pero sonriente qué estábamos haciendo y nos advirtió sobre el peligro de que nos vieran espiando. Mi suegro le dijo que, sí quería, subiera a echar un vistazo. Vaciló un momento, pero se decidió y subió, asomando mucho más que la cabeza porque el escalón donde nosotros nos parábamos era demasiado bajo para ella, pero si se paraba en el siguiente dejaba al descubierto medio cuerpo. Espió durante un par de minutos. Mi suegro y yo dábamos sorbos a la cerveza y fumamos un cigarrillo. Mirábamos hacia arriba de vez en cuando, pero mi suegra seguía con mucho interés la escena que le pedimos nos describiera. Nos dijo susurrando que había tres personas en el suelo, y que todos les pasaban por encima como si nada. Cuando se terminaba la música, uno de los dos tipos volvía hasta el equipo de sonido y apretaba un botón que repetía la misma canción “el ejército de Dios marchando está, contra todo principio y potestad…el ejército de Diooooooos”. Cuando bajó contó que todos se tomaban de las manos en círculo y se movían de un lado a otro en un vaivén alrededor de los desmayados. Volví a subir. Me fijé en la cocina y había una mujer pelando unos plátanos verdes y tirando pedazos en una olla humeante. Mi suegro hizo algún comentario sobre el banquete que se iban a dar después de todo el gasto de energía y reímos.

Volví a la casa por un par de cervezas nuevas. Mi mujer estaba sentada frente al televisor con los pómulos tensos. Me preguntó qué hacíamos y le dije lo que estábamos haciendo. No pareció darle mucha importancia, así que salí de la casa y volví a la acción. Mi suegra me preguntó si la había visto y le dije que sí, que la había invitado, pero que no quiso venir, y comenté algo sobre su estado de ánimo a causa de los desvelos del bebé. Pensé en que sería muy agradable verla sonreír.

Llevábamos ya una hora de haber comenzado los turnos sobre el muro. Mi suegro y yo comenzábamos a sentir las cervezas y reíamos como cómplices de una travesura. Durante mi siguiente turno, vi al maestro de ceremonias preguntar a todos si alguien sufría de artritis, si alguno de los presentes sufría de dolor de cabeza, de reumatismo, de alcoholismo, de pancreatitis, de insomnio y hasta de corazón débil. Una voz frágil dijo “yo”, y los demás se voltearon a mirarla. La anciana dijo que sentía presión en el pecho y el hombre preguntó si no había alguien más. En esas oí la voz de mi mujer junto a mis suegros. Voltee hacia abajo a verla y la saludé. Bajé y le dije que era su turno, y ella subió los escalones hasta quedar a la misma altura que su madre. Le dije que prestara atención especial al tipo de la camiseta de fútbol y comenté que al señor exorcista sólo le interesaba sacarles los demonios a las jóvenes. Todos reímos. Vi la cara de mi mujer asomada sobre el muro y su pelo encendido por los destellos. La acaricié suavemente detrás de la rodilla y contemplé su figura empinada sobre la escalera. Me pareció hermosa. Le di un beso suave en el muslo descubierto. La noche estaba completa.


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