miércoles, 15 de septiembre de 2010

SED

Cuando llegamos a la estación de gasolina, parecía desierta. Las luces amarillas de los faros hacían círculos sobre el pavimento y parecía que la oscuridad tras ellos se viera aún más profunda. El parabrisas intermitente del carro barría las gotas que caían sobre el vidrio, claridad que duraba pocos segundos antes de estar cubierto de nuevo por el agua. Omar temblaba en el asiento de atrás, acostado sobre su hombro y con las piernas recogidas sobre el pecho, pálido, mirando al espacio infinito sin encontrar en qué fijarse. Di unos toques al pito que resonaron en la puerta de la cabaña, pero no hubo movimiento. Omar alzó la cabeza hasta el nivel de la ventana y limpió con esfuerzo el cristal empañado, apoyó de nuevo su cara sobre el asiento y soltó un murmullo que no pude entender.


Levanté el seguro de la puerta y bajé. Del escape salía un vapor gris que se diluía en el aire, semejante al vaho de las personas en una noche fría. En la cabaña de la administración, un grupo de pequeñas campanas pendientes de una viga tintineaba suavemente con el movimiento de la brisa. Pegado a la ventana, con las manos ahuecadas para bloquear los reflejos del exterior, vi un escritorio bañado en una película de polvo, una silla giratoria de madera en similares condiciones y montones de papeles y recibos apilados en el suelo, algunos en orden y otros desparramados por doquier. Un letrero corroído de Pennzoil colgado de cabeza por un único clavo que lo sostenía en su esquina inferior, y un conejo disecado, se habitaban esa soledad.

Regresé al carro con las manos sobre mi boca para calentarlas. Al verme, Omar me dio una mirada breve y regresó a la posición fetal en que llevaba, por entonces, más de dos horas. Fui al baúl del carro y saqué la cizalla. Me acerqué a los dispensadores de combustible y, después de varios intentos, reventé el candado con que se aseguraba la pistola a la máquina. Introduje el pico de la manguera en el orificio del carro esperando a que el aroma de la gasolina subiera hasta mi nariz para darle un fuerte respiro, pero nada pasó. Los surtidores, que funcionan como una motobomba controlada de vacío, no tenían nada que ofrecer.

Subí de nuevo al carro y Omar parecía dormido. El reflejo de la luz dejaba ver su frente perlada de sudor, y el movimiento de sus labios en una retahíla permanente de palabras y gestos, al parecer, involuntarios y levísimos, hacían mover con cadencia su negra barba. Encendí la radio, pero todas las estaciones estaban interferidas por la electricidad estática de las torres de energía que acompañaban la carretera y ninguna voz o música eran comprensibles. Giré la llave y apagué el motor. Mi reloj marcaba, para entonces, las 11:15 PM.

Tuve que decidir entre seguir por la carretera sin saber a dónde podría encontrar combustible y correr el riesgo de quedar varado en un lugar a la intemperie, vulnerable a las condiciones del clima; esperar a que algún camión o algún otro vehículo pasase por la carretera y, de ser así, que el conductor tuviera la amabilidad y confianza suficientes para detenerse y regalarme un poco de gasolina; o irrumpir en la cabaña vacía y pasar allí la noche. Opté, por supuesto, por la tercera opción, pues no quería exponerme a la hipotermia o tener que depender de un tercero. Volví a la parte de atrás del carro, abrí el baúl y saqué la varilla para cambiar los neumáticos. Omar seguía dormido, o eso parecía. No se podía saber con certeza. Al llegar de nuevo a la puerta, le di un fuerte empellón y quedé dentro, donde volaron, por la ráfaga repentina, algunos papeles del suelo y se levantó una nube de polvo que allanó el recinto y me hizo perder la claridad de la visión. Me quedé unos segundos parado en medio del lugar con la barra de acero en las manos al estilo de los bateadores de beisbol, y comencé mi marcha exploratoria hacia dentro. Más que personas, me preocupaba un mapache o un gato hambriento atrapado dentro saltando sobre mi cara. Ni un sonido. Los papeles voladores se asentaron y la nube de polvo ocupó nuevos lugares sobre la estancia. Las campanillas de afuera tintineaban constantemente.

Cuando terminaba de explorar la cabaña oí el pito del carro en un estruendo agudo y constante. Salí a ver. Omar se había encaramado sobre el asiento del conductor y había llegado hasta el timón, y tenía su mano pegada con fuerza al centro del círculo haciendo presión. Me acerqué a la ventanilla y le di unos toques al cristal con la varilla de los neumáticos. Omar hizo como si yo no estuviera y siguió en lo suyo. Al final, habría de cansarse o de perder las esperanzas. No era como si alguien pudiera oír el escándalo y acercarse.

Abrí la puerta de atrás y le dije a Omar que saliera, que nos acomodaríamos en el refugio de la cabaña y pasaríamos allí la noche. Omar se quejó y dejo resbalar su codo sobre el asiento, quedando en la posición anterior. Dejé la barra en el suelo, tomé sus brazos bajo las axilas y comencé a arrastrarlo fuera del carro. Todo el tiempo se quejó y siguió con su murmullo y la respiración acelerada por el esfuerzo. Este era un tipo corpulento y, dado que no se ayudaba ni un poco, debí utilizar todas mis fuerzas para llevarlo hasta el refugio, donde lo dejé en el suelo mientras volvía al carro a buscar lumbre para encender la pequeña caldera. El problema de qué quemar se solucionaría con los papeles regados. Antes de volver a la cabaña, busqué debajo de los asientos la botella de whisky que debía tener, al menos, un par de buenos tragos todavía.

Cuando al fin encontré una posición para dormir cerca del calor, sentado entre las columnas de folios y con la cabeza recostada en una de las patas del escritorio, Omar habló:

-Tengo sed-, dijo.

Lo dijo sin dañar la figura como un búmeran que hacía en el piso con su tronco y las piernas en ángulo cerrado. Pensé en el whisky, pero había tan poco y era tan básico para pasar la noche con la tibieza del alcohol por dentro, que decidí buscar otra fuente. Fui hasta el baño y abrí la puerta. Lo que alguna vez fuera una taza con agua fresca lista para recibir los depósitos de una humanidad tragona, descarga tras descarga, en el proceso casi mágico de desaparición de las heces por un tubo, era un círculo lleno de bazofia hasta la mitad, con pedazos de papel endurecidos como balas de cemento marrón explotadas en su anillo, despidiendo el olor más repugnante que jamás había sentido mezclado con los desperdicios del último invasor de aquel lugar, si es que una persona sola puede hacer tantos desastres con un solo cuerpo. La palangana para lavarse las manos tenía hoyos causados por la corrosión del óxido, hongos entreverados que pululaban en cada resquicio en un festín micótico y estaba a medio llenar con una especie de agua densa que, con la luz disponible, se veía negra. Pensé en el color del petróleo. Luego pensé en Mona. Me la imaginé limpia, con un vestido blanco de una pieza, riendo, y después embadurnado todo su cuerpo con esta pasta oscura, el pelo cayéndole en gajos sobre la cara, sólo sus ojos azules viéndome y estirando sus brazos hacia mí en súplica de auxilio. Me la imaginé haciendo su cara de asco al ver este lugar, torciendo los labios hacia abajo y mostrando la dentadura de la mandíbula. El corazón me dio un vuelco.

Tomé la llave del agua con dos dedos y la giré. La tubería hizo un tremor y emitió un sonido largo que me hizo retroceder, no fuera a explotar toda esa porquería sobre mí. Después del escándalo, caía un hilito de agua desde la llave putrefacta acompañado de un silbido constante, como de una flauta. Traje el vaso con que pensaba tomarme el whisky y lo llené hasta la mitad con el agua amarillenta. Muchas cosas blancas como flemas flotaban en el vaso y se arremolinaban como si estuvieran vivas. Llegué hasta donde Omar, levanté su cabeza y puse el borde del vaso contra sus labios secos y partidos. Al principio rechazó el ofrecimiento, pero le aseguré que era agua y entonces bebió hasta el fondo, en un trago que le hizo dar arcadas y toser. Me llamó hijo de puta, pero no le presté atención. Me preocupaba saber que tenía toda la noche por delante y que no podía hacer más que quedarme estancado allí hasta el amanecer con él viéndose cada vez peor.

Pensé en el carro afuera toda la noche a la vista de quien pasara. A pesar de no ser un modelo vistoso, era un convertible viejo descapotable, sin copas en las llantas y algunos parches de pintura de tonos diferentes, y no había muchos así en los alrededores. Se me ocurrió estacionarlo tras la caseta con tal suerte que, si se miraba desde la carretera, se ocultaba a ras desde el parachoques delantero hasta el final del baúl. La faena me tomó menos de diez minutos mientras lo moví y calculé la posición de un transeúnte por la vía con su perspectiva. Cuando estuve satisfecho, regresé al interior de la cabaña. Omar no estaba. De algún modo, había conseguido levantarse y echar a andar por el borde de la vía mientras yo estaba en la maniobra. Salí tras él. Había recorrido cien metros cuando más, arrastrando su pie derecho por el empeine, renqueando, sostenido su cuerpo sobre la pierna buena. Cuando sintió que me acercaba intentó acelerar el paso, pero se rindió y vomitó con las manos sobre las rodillas, tosiendo y volviendo a tomar aire en grandes bocanadas. Saqué la botella del bolsillo y le di un sorbo mientras lo veía. Me miró de reojo, con su barba negra mugrosa y el pelo enredado sobre la mitad de la cara. Creí que me iba a decir algo, pero no. Solamente sus ojos contrastaban la oscuridad con su blancura. Ya no había ferocidad en ellos. Parecían unos ojos suplicantes, pero no pedían nada. Entonces me di media vuelta y caminé despacio hacia el carro, con Mona dando vueltas por toda mi cabeza, en todas sus figuras y sus imágenes, haciendo el amor o colgando del tubo en un parque imaginario, dando vueltas y riendo.

Subí al carro y lo encendí. Apreté el pedal y comencé a moverme hacia la carretera en donde aceleré a fondo yendo de vuelta por donde había venido. Tenía muchas cosas en qué pensar. Luego pensé en la mirada de Omar y en su postura junto a la carretera. Esos ojos. No los voy a olvidar jamás.

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