martes, 21 de septiembre de 2010

PREMONICIÓN

Después de terminar su helado, Andrés tiró la galleta húmeda a la basura. Sacó el pañuelo del bolsillo, buscó una parte que estuviera limpia y se limpió los dedos y la boca. Miraba pasar a los viajeros, algunos con la cara levantada y la boca abierta hacia los anuncios de sus vuelos, y otros con paso firme hacia su destino dentro del aeropuerto. Andrés había volado en avión sólo una vez, pero no le había gustado. Los altibajos de la nave le habían producido terror, y durante la hora que demoró en llegar a su destino tuvo pensamientos catastróficos espeluznantes, recordando cada programa que había visto sobre accidentes aéreos. Imaginó a los pasajeros atrapados y envueltos en llamas aún gritando entre los fierros retorcidos del aparato fallido, suplicando misericordia para una muerte rápida. Pensó en cuánto tardaría en caer un avión envuelto en llamas desde treinta mil pies de altura. Con cada turbulencia cerraba sus ojos e intentaba rezar, pero las imágenes de su mente eran difusas y se sentía confundido. No le valió de nada mirar la paz de los demás viajeros, algunos incluso dormidos, que parecían estar bastante conformes atrapados en su ataúd volador de quinientas toneladas. Y ahora estaba a punto de volver a pasar por todo aquello.

La voz del altoparlante en el aeropuerto estaba envuelta en un eco que impedía su comprensión. Se preguntó para qué daban anuncios ininteligibles y si la persona detrás del micrófono sabía que estaba perdiendo su tiempo. En las pantallas de información apareció que su vuelo estaba retrasado a causa del mal tiempo, cosa que le dio un poco de alivio, a pesar de que fuera sólo un corto aplazamiento de lo inevitable.

Quiso salir a fumar, pero tendría que haberse devuelto por la vía de los controles de seguridad, obligándose a pasar de nuevo por los detectores de metales, las requisas y los fatigosos chequeos de identidad, corriendo además el riesgo de perder el vuelo si por alguna razón se despejaban los cielos. Miró hacia el horizonte por uno de los ventanales y sintió palpitaciones de su pecho. Caminó hasta una de las estaciones de golosinas y bebidas que abundan en las áreas de espera, a esa hora repletas de viajeros estancados, algunos inmersos en la lectura de un libro, otros viendo los televisores altos empotrados en las columnas, otros tratando de buscar acomodarse para dormir un poco y otros sentados observando a los demás. Sacó un billete de su bolsillo y pagó por un cuarto de ron y una coca-cola, que le dieron con un vaso de plástico cubriendo la mitad de la lata. Encontró una silla vacía lejos de los televisores donde se agolpaba la mayoría de las personas, armó su coctel y dio un sorbo ligero, cerró los ojos y apoyó su cabeza en la pared. Cuando se recobró, una niña con una muñeca bajo el brazo lo estaba mirando fijamente y estudiaba el maletín que tenía entre los pies.

-¿Quieres jugar?, preguntó la niña.

Andrés se volvió alrededor buscando a alguien que estuviera con la pequeña.

-Juguemos a que tú estabas dormido y yo llegaba y te despertaba y te presentaba a Susy. ¿Eres un doctor? Juguemos a que estabas dormido y yo traía a Susy que estaba muy enferma y tú la curabas con remedios y ella se ponía feliz. ¿Jugamos?

Andrés dio otro sorbo a su trago y miró a la niña que trataba de alcanzar el maletín. Lo empujó hacia atrás con el tacón de su zapato para dejarlo bajo el asiento.

-¿Esa es Susy?

- Sí. Ella es Susy. Está enferma y dice que tiene que ver a un doctor. ¿Tú no estás enfermo, cierto? Mi papá es doctor. Él siempre mejora a todas mis muñecas, pero la que más se enferma es Susy.

-Ah. ¿Y dónde está tu mamá?

-En el cielo.

-¿Y tu papá?

-En el cielo.

Andrés volvió a buscar entre la gente para ver si alguien llamaba a la niña, pero no vio a nadie interesado. Se inclinó un poco hacia delante en el asiento y estiró su mano para presentarse.

-Me llamo Andrés. ¿Y tú?

-Silvia.

-Mucho gusto Silvia. ¿Con quién viniste?

-Sola.

De pronto un par de guardias de seguridad se acercó a donde estaban hablando la niña y el hombre. Clavaron sus ojos en Andrés y luego vieron a la niña frente a él. Dijeron unas palabras por el walki-talkie y apuraron el paso. Al llegar le preguntaron a la niña cómo se llamaba y ella contestó, pero cuando la tomaron de un brazo para llevarla, soltó un berrido ensordecedor, se lanzó al piso y comenzó una pataleta con gritos, patadas, puños, lamentos y llantos que transformaron la dulce expresión de la niña en una figura como poseída por un ser diabólico. La madre llegó corriendo a la escena, con llanto en los ojos y moqueando. Se lanzó al suelo para levantar a la niña con un abrazo, recibiendo en el descenso un par de patadas en el pecho y el cuello. Cuando la alcanzó, la pequeña mordió la mano temblorosa de la madre y ésta, presa de la desesperación, la zozobra y la evacuación final de su angustia contenida durante la búsqueda de su hija, le descargó una tremenda bofetada que la paralizó y doblegó su rebeldía. Hubo un momento de silencio en la sala. Algunas personas desaprobaron la acción de la madre, sobre todo los jóvenes sin hijos, y otros asintieron en solidaridad. Pero nadie intervino. El sonido de la cachetada sobre el pómulo rosado y tierno de la niñita hizo a Andrés crisparse en su asiento. Todo pasó tan rápido que apenas tuvo tiempo de reaccionar subiendo los pies cuando la madre se abalanzó sobre la niña. Al volver en sí, la mujer lo miraba con los ojos inyectados y le sugería que cualquier persona en sus cabales se daría cuenta de que la niña estaba perdida y buscaría ayuda. Le dio una mirada a la caja de ron en el asiento contiguo y dio media vuelta.

Cuando se alejaban con paso rápido las dos siluetas cogidas de la mano, una bajita y otra alta, la niña se volvió, miró a Andrés, le sonrió con su boca desdentada, alzó su mano y se despidió sacudiéndola de un lado a otro, antes de recibir un tirón de la madre para que apurara el paso.

Andrés sirvió lo que quedaba de su caja en el vaso, lo pintó con un chorrito de gaseosa y bebió la mitad de una vez. Decidió que estar quieto no era una opción, entonces se agachó para recoger su maletín y vio a Susy tirada boca abajo, abandonada por su dueña en medio de la conmoción. Tomó a la muñeca en su mano y sintió que era más pesada de lo que imaginó. Dio un pequeño apretón a la panza y, con su carita tiesa, del interior de los trapos y el plástico salió una voz que dijo: “Mami me quiere mucho, jijijiji”. Volvió a apretar y ahora oyó: “Estoy muy feliz de que seas mi mami…” y otra vez: “Quiero un abrazo. ¿Me das un abrazo?” La cara de la muñeca estaba sucia. Andrés sacó su pañuelo y envolvió una de la puntas con su dedo, la mojó con el charquito en el fondo del vaso y le limpió la frente y la barbilla. Abrió el maletín, la puso junto a su ropa doblada y lo cerró nuevamente dándole un par de palmadas al cuero mientras examinaba que nadie lo hubiera visto.

Fue hasta el baño con su equipaje rodando tras de sí. Entró y se miró en el espejo. “Le has robado a una niña, cabrón. ¡A una niña de ocho años!”, pensó. Abrió una de las llaves, humedeció su pañuelo y lo exprimió. Lo pasó por su cuello, por su frente y su boca, lo enjuagó y guardó de nuevo en el bolsillo. Orinó largamente. Regresó a las llaves, tomó agua en las cuencas de sus manos y bebió. Volvió a mirarse, esta vez, más alejado del reflejo. Se metió las puntas de la camisa y alisó los pliegues de su pantalón, brilló la chapa del cinturón con la manga del saco y volvió a parase frente a su imagen considerando los cambios efectuados. Pasó su mano por la frente moviendo el mechón de pelo hacia atrás y volvió a los pasillos que, con cada minuto, se veían más empachados de gente.

Decidió buscar una esquina poco transitada y se sentó sobre el maletín. Vio a una mujer en silla de ruedas empujada por una enfermera, con la cara apostada sobre el pecho y los ojos trémulos buscando fijarse en algo diferente a los baldosines del piso. El mentón desencajado y protuberante de la anciana le llamó la atención. Pasó la lengua por sus dientes y pensó en el hilo dental que nunca usaba. Colgado tras la silla de la mujer, una especie de contenedor negro oprimía un par de cilindros de oxígeno de los que salía un tubo de plástico transparente que llegaba hasta la nuca de la enferma y luego se metían por su nariz. Se imaginó a sí mismo con ochenta años, o noventa y luego entendió que no sería posible e, incluso, deseable llegar a esa edad, sin importar la condición física ni la salud del corazón.

De pronto, toda la idea del viaje le pareció ridícula y ver a todos varados, un pésimo vaticinio. El viaje en bus hasta la ciudad durante casi cuatro horas, las requisas, la solicitud de documentos en cada estación de control, el clima recio, los pilotos tomando café con las azafatas y ellas riéndose de sus majaderías, la niña pueril, bella y trastornada junto a su madre histérica, la anciana al filo de la muerte, el par de vigilantes simétricos y los tanques de oxígeno, la gente ansiosa agolpada en las ventanas y tratando de atrapar el sueño en los incómodos asientos, la muñeca en su maleta. Abrió su billetera y sacó el tiquete de abordaje. Lo miró por unos momentos, leyó todas las inscripciones en él, incluso las publicitarias, y lo guardó de nuevo en su lugar. Palpó sus bolsillos para ver cuánto le quedaba y contó mentalmente las monedas en ellos. Pensó en cómo sería Chile. Trató de recordar detalles de las fotos que habían llegado con el tiquete y las caras de esas personas, pero todas las imágenes eran vagas, como si fuera a otro a quien se dirigieran, como pasa con las fotos que vienen con los portarretratos nuevos. Recordó la nota de invitación para conocer a la familia de su hijo que decía “Te queremos abuelito”, pero él no se sentía abuelo de nadie. Se levantó y fue a dar un paseo por las tiendas de recuerdos y de artesanías, compró más ron, y se sentó a beber acompañado del barullo de las personas retrasadas para sus destinos en la cada vez más agolpada terminal.


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