sábado, 18 de septiembre de 2010

RECLUTAS

El día de la selección terminaba de vestirme junto a Helena. La vi caminar hacia el clóset con sus nalgas navegantes coronadas por un tatuaje nuevo y escondido de su mamá a ponerse ropa limpia. Habíamos hecho el amor toda la noche. Jugamos con dulces de chocolate a untárnoslos en todas partes, crema para postres y un aceite especial que produce calor al contacto con el aire. Ponía un poco en su espalda y soplaba. Los filos de sus omoplatos brillaban con la luz amarilla de la lámpara y me pareció de oro y terciopelo un instante, tan pequeña y hermosa, entregada a mí como si yo fuera su dueño. Pasé por todos lados con mi boca, besándola hambriento pero sin prisa. Ya había sido más de un año desde la primera vez, así que no se trataba sólo de mi pene dentro suyo, sino de la sensación de perder el aliento y tener convulsiones lentas, parecido al vaivén que se siente al quedar tirado en una playa justo donde las olas van de regreso al mar.


El Estado se encarga de escoger lo más fino de nuestros jóvenes para ponerlos a desfilar en tropas de mocosos que, de tocar, se cagarían en los camuflados al enfrentarse a un bravo o, peor, dispararían sin apuntar como queriendo matar el aire en rededor en ráfagas emborronadas por las lágrimas. El día señalado para los exámenes físicos llegamos todos al batallón un poco asustados. Los compañeros entraban en grupos de quince por una puerta a una sala en donde los revisaba un médico y salían por otra, la mayoría con cara de querer volver a tener ocho años, tirar un balón al suelo y salir corriendo a jugar escogiendo a quién para su equipo porque eran dueños del balón. Ese día no hubo dueños de nada. Nadie podía escoger su destino.

Cuando llegó nuestro turno, entramos juntos varios de los amigos. Era un salón largo iluminado con neón, en donde una nube de humo jugaba con las lámparas, libros y carpetas arrumadas en un costado. Sobre un escritorio viejo en frente de nosotros, estaba sentada una enfermera que parecía más una puta. Tuve la sensación que se tiene al abrir los ojos dentro de una piscina, la lentitud, la ingravidez, los movimientos pesados de la gente, el ahogo cuando se acaba el oxígeno en los pulmones. Cuando estuvimos enfilados a lo largo del salón, hombro a hombro, uno de los de uniforme nos gritó que nos quitáramos la ropa. Unos a otros nos miramos extrañados. Algunos se inclinaron a desatar los zapatos. Los demás hicimos lo mismo y al rato estábamos todos en calzoncillos, indefensos, sin moda ni gloria, sólo carne y vergüenza y risas socarronas que causaron la furia de un sargento que nos obligó a callar. La enfermera puta que hasta entonces había estado en silencio, se acomodó sobre el escritorio y dejó al descubierto un delicioso par de piernas que mecía en el aire mientras chupaba una colombina roja con sevicia. Nos miraba los quince bulticos de sexo. Se dejó la chupeta en la boca y se puso las manos bajo la falda. Pasaba el palito de un lado a otro y nos dejaba ver el rosado de su lengua en remolinos sexuales. Yo procuré no mirar, pero alguno no lo soportó y tuvo una erección. No recuerdo su nombre. Lo que sí tengo vivo en la memoria fue que la enfermera brincó al piso, y caminó lentamente hacia el desgraciado contoneando su cadera y sus muslos firmes, se puso en frente del tipo, le mostró la blusa que apretaba el par de tetas inmensas y le puso la mano en las pelotas.

-¡Un paso al frente!

El tipo dio un paso tembloroso.

-¿Fue que le gusté? ¿Ah? ¡Mi Sargento! Aquí tenemos uno que está como arrechito. ¿Qué ordena Mi Sargento?

El pobre tipo sudaba y miraba a los lados buscando solidaridad de los compañeros. Ya no había nadie sonriendo, ni secretos ni voces ni burlas. Todos parecíamos estar buscando fijar la mirada en las manchas del piso. Pensé en qué serían las machas del piso, si sangre o lágrimas o algún chicle que causó un bofetón. Los soldados se reían y les rebotaba el fusil sobre el pecho. El fulano Sargento le miraba el culo a la enfermera y movía el bigote de un lado a otro en zigzag.

-Si me quiere culiar, por lo menos míreme a los ojos, sea caballero. Así no se va a conseguir una noviecita que se lo dé-, le dijo la tipa al escuálido que, para entonces, ya había perdido todos sus colores y el interés morboso de su imaginación.

La enfermera juntó el dedo corazón con el pulgar y le descargó tal pastorejo en la verga que le hizo morderse la lengua.

–Eso le va por irrespetuoso. A las mujeres no nos gusta que nos miren como objetos. Ahora vuelva a la fila y, va para todos, al que se le ocurra volver a entretener la cabecita conmigo le advierto que le arranco las pelotas.

Uno a uno íbamos siendo revisados. Le enfermera-zorra recibía el montón de exámenes médicos que traía la mayoría y rechazaba toda excusa con un aullido de APTO que inmediatamente apuntaba uno de los soldados en una lista mientras la víctima enferma se vestía llena de resignación y odio. Uno en especial me dio lástima. Zamora, se llamaba. El tipo tenía astigmatismo, miopía, principios de presbicia, dos cirugías de corazón abierto, sólo un pulmón bueno, los riñones acabados, hepatitis A, B y C, elefantismo, síndrome de Koll, en fin, un NO APTO clarísimo, evidente, ineludible y todos los exámenes para probarlo. La respuesta, claro, fue APTO con el argumento de que al menos podría barrer las oficinas durante un año al servicio de la patria. Yo, en cambio, sólo llevaba un papelito firmado por un médico que me había operado la rodilla tres años antes para hacer una exploración. Cuando me tocó el turno, la golfa me preguntó:

-Y usted ¿qué tiene?

-Tengo problemas de rodilla.

-¿Ah sí? ¿y eso? ¿Seguro no serán problemas mentales?

- No. Son de rodilla. Me operaron y no quedé bien

-Muéstreme. Haga veinte sentadillas.

-No puedo.

-¡Que me muestre!

- De verdad, le digo que no puedo.

-Haga diez, entonces.

-Está bien.

Pasé al frente, me puse las manos detrás de la cabeza y comencé. Una, dos, y, a la tercera, milagrosamente, yo, que siempre he tenido una estrella que me acompaña en esas cosas, no sé cómo, logré que la rodilla hiciera un estruendo igual a como suena una camiseta cuando se rasga. Me quedé sentado y puse mi mano sobre la rodilla que había chillado en un gesto de dolor. La enfermera miró al Sargento del bigote. Se volvió a mí y me dijo que volviera a la fila. Me quitó el papel que llevaba con la firma de mi médico y aulló NO APTO y me indicó que saliera.

Afuera, la luz del día me cegó. Esperé a los demás y nos fuimos. Algunos me insultaron amistosamente por mi suerte. Esa misma tarde estábamos bebiendo cerveza en La Carrilera. Algunos comentaban de sus ilusiones en la tropa, otros se lamentaban por la pérdida de tiempo. Yo estaba feliz en silencio. Llamé a Helena, le conté lo que había pasado y le mandé un beso cuando colgamos. De los ciento veinte sólo siete nos salvamos. Vi cómo se metía el sol entre las nubes rojas y le di un largo tirón a mi cerveza.

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