jueves, 29 de julio de 2010

La pared - cuento infantil

LA PARED

A Jacobo, con todo mi amor

Esta tarde, cuando los pájaros daban sus últimos cantos al día antes de irse a sus nidos, oí un ruido en la casa que no había oído nunca. No es raro que en mi casa haya ruidos, sobretodo de noche, pero no son para preocuparse. La mayoría de las veces es el viento que pega contra la ventana y la hace vibrar. Otras veces se trata de las columnas y el piso de madera que se estrechan por el frío, y que suenan como si se hubieran roto por dentro. Pero no hay qué temer. La madera es fuerte y la casa está bien levantada. No por nada mi papá es un gran constructor de casas y siempre en el pueblo lo llaman para ayudar a otros en sus proyectos.
Al principio, creí que el ruido que había oído se había hecho en la cocina. Bajé las escaleras despacio, porque no quería espantar a lo que fuera que estaba haciendo ese ruido. Cuando llegué al final, me asomé a ver qué estaba pasando, pero nada, todo parecía normal, y hasta más silencioso que de costumbre, menos por lo que ya he dicho de las ventanas y la madera. Me senté en el último escalón y cerré los ojos. A veces, cuando uno cierra los ojos, oye mejor, y si se concentra mucho, los oídos se vuelven más desconfiados, y comienzan a sospechar de todo lo que oyen. Yo quería encontrar ese ruido, pero sin que nadie me ayudara, porque una voz dentro de mi cabeza me decía que ese ruido sólo yo lo podía encontrar. Me quedé ahí sentado un rato con los ojos bien cerrados y oyendo cosas. Descubrí que a las ventanas, cuando suenan, les ayuda el palito que cuelga del cordón para cerrarlas, rebotando una y otra vez sobre el vidrio. También descubrí los siguientes sonidos:
- El maullido de Jonás, cuando se mete de cabeza en la chimenea y pone las patas sobre los ladrillos negros, y que suena como si hubiera toda una familia de gatos dentro del tubo.
- Las gotas de agua que caen sobre el metal del lavaplatos con su ritmo, que rebotan y salpican mientras hacen el tiempo: tac… tac… tac… tac…
- El viento que silba bajo la puerta y que se cuela haciendo uuuuuuuuuuuuuu, uuuuuuuuuuu…
- Afuera de la casa, los columpios que me hizo mi papá y que les falta un poco de aceite.
Me quedé sentado otro rato cuando lo volví a oír. Era un sonido como de balón cuando rebota, pero rápido, con un zumbido de velocidad que daba un poquito de nervios. Sonaba muy dentro de la casa, como si fuera parte de ella. Me levanté de la escalera y seguí por la sala rodeado de los mapas de mi papá de todo el mundo, con los sitios a donde había viajado, con las banderitas azules pegadas con un alfiler en cada ciudad. Mi papá siempre me ha dicho que viajar es otra escuela para educarse, porque no hay nada más delicioso que hablar con alguien que haga cosas que te pueden parecer muy raras, pero igual las hacen y allá a nadie le parece raro.
Perseguí el sonido con los ojos cerrados otra vez. Desde el corazón de la pared parecía que susurraban algo, muy pasito, como si me quisieran contar un secreto, así que pegué mi oído y esperé a que se repitiera. De repente, sin que me lo esperara, sentí un golpe fuertísimo de tambor que me dio justo en la oreja y me hizo caer asustado. ¿Qué era eso? Una ola de calor me cayó sobre la cabeza y me hizo ver doble por un segundo. En el oído me retumbaba el sonido una y otra vez, como un eco en la montaña que repetía pummm… pum… pum… muchas veces, hasta que recuperé la visión normal y pude poner los pies sobre el suelo de nuevo. ¿Qué era? ¿Qué había hecho ese ruido que me había hecho doler la cabeza? Como no sabía, salí a correr. Atravesé a toda velocidad la sala hacia la puerta de salida, tenía miedo y pedí a mis piernas que se movieran más rápido de lo que jamás se habían movido porque creía que ese algo que estaba dentro de la pared me estaba persiguiendo, y en mi mente me lo imaginé detrás de mi hombro, listo para atraparme si me alcanzaba, salté sobre el sillón sin tocarlo -creo que impuse una nueva marca de salto alto- y llegué a la puerta agarrando la perilla como un rayo, salí de la casa y al fin giré para verla con sus luces encendidas en los dos pisos, tranquila, descansada, como si nada hubiera pasado, como si adentro no estuviera la criatura que yo había descubierto en mi expedición de ojos cerrados.
Tenía el pulso muy acelerado y el corazón me palpitaba con fuerza dentro del pecho. La carrera me había dejado con las manos en el pasto, nervioso, con la respiración agitada y preocupado por mi papá, que todavía estaba dentro de la casa y que no sabía de la existencia del intruso. Me sentí mal porque no alcancé a avisarle, pero el miedo me había hecho correr sin pensar. Algo seguro: tenía que rescatarlo. Pensé en gritar, pero luego pensé en que tal vez el intruso no supiera que yo lo había oído. Al fin y al cabo el que tenía la oreja sobre la pared era yo, y de pronto para los demás no había sido un ruido tan fuerte como para preocuparse. Pero yo sabía que había algo dentro de la pared y lo tenía que encontrar. Además, siempre que yo me caía, o me daba un golpe jugando, o lloraba, mi papá venía a rescatarme, me alzaba en sus brazos, me besaba en donde tuviera el golpe o la rapadura, y me tranquilizaba llevándome a comer un delicioso helado de nueces con vainilla. Esta vez, no. Esta vez yo lo iba a salvar a él y no él a mí.
Decidí entrar a la casa de nuevo. Me levanté y sacudí el pasto de mis pantalones, me metí la camiseta dentro del cinturón, pasé una mano por mi frente para quitarme el pelo de la cara, y caminé hacia la puerta que había dejado a medio abrir en la carrera de escape que esperaba nadie hubiera visto, porque comenzaba a darme vergüenza que creyeran que soy un cobarde, y eso sí que no. Nada de eso. Oí una voz en mi mente que decía: Esta es tu casa y la vas a proteger. ¡Esta es tu casa y la vas a proteger! ¡ESTA ES TU CASA Y LA VAS A PROTEGER! Eso me hizo más fuerte y decidido a volver a entrar. Subí los cuatro escalones hasta la puerta y miré hacia dentro a través de la ventana. Nada parecía estar en desorden. La luz seguía cayendo igual sobre los muebles, el reloj cucú seguía moviendo su péndulo de un lado a otro como si nada hubiera pasado, con la puertecita cerrada escondiendo al pájaro que salía a avisar la hora, el tapete estaba en su sitio. Todo estaba igual. Era como si sólo yo hubiera oído al entrometido visitante dentro de la pared, pero a la vez como si la casa supiera y lo estuviera escondiendo. Entré y cerré la puerta. Pensé en que no volvería a salir hasta que resolviera el misterio, o el misterio saliera por la puerta para no volver a molestarnos.
Fui hasta donde había oído el ruido. Miré la pared. Parecía un pedazo cualquiera de muro, con el papel de flores azules y rojas que llega hasta la altura de mi cabeza y que termina en un palito de madera que recorre toda la casa. Traje la lupa del escritorio de papá y comencé a investigar más de cerca, como en las películas. El papel se veía muy bonito y los colores se hacían más fuertes e intensos bajo la lente. Pude notar que la pintura tenía una especie de cráteres como en la luna, y que en algunas partes salían unos pelitos minúsculos que la brocha había dejado cuando pintaron, pero lo que más me impresionó fue que encontré una línea en relieve oculta que bajaba desde la altura de mis rodillas hasta el suelo. Busqué con los dedos dónde empezaba y dónde terminaba la línea bajo el papel de flores. Volví al escritorio y traje un lápiz con buena punta, lo puse sobre la línea suavemente, y se hundió e hizo un hoyo pequeñito en el papel. Saqué el lápiz, lo puse sobre otra parte en la línea y fue igual: se hundió y dejó un huequito en donde se hundió la punta. Esto estaba muy raro. Con mucho cuidado de no romper el papel, pero siguiendo la línea que se notaba por debajo, seguí la línea con el lápiz desde el suelo, subí hasta donde terminaba, seguí hacia la izquierda en un movimiento recto, llegué a la otra punta y comencé a bajar. Cuando volví a llegar al suelo, di un paso atrás y vi lo que había pintado. Había encontrado algo escondido en mi casa, algo que en mis exploraciones por todas partes nunca había encontrado y de lo que mi papá nunca me había hablado. Ahora tenía otro problema: ¿cómo se abría? Y otro más: ¿quería abrir eso que parecía una puerta? Estaba seguro de que allí se escondía lo que había hecho el ruido y tenía tanta curiosidad de saber qué era que me olvidé del miedo. Rompí el papel sobre el rectángulo y comenzó a verse un pedazo de madera diferente al que había en toda la casa, de un color más oscuro, pero con partes más claras que hacían figuras bonitas. Cuando retiré todo el papel y vi el cuadro de madera completo, lo toqué. Estaba caliente y me hizo retroceder, pero no tanto como para no intentarlo otra vez. Cuando me acerqué con la punta del dedo, comenzó a moverse agrietando la pared de la que caían pedazos al suelo, las lámparas comenzaron a apagarse a encenderse una y otra vez, y lo que antes parecía una puerta estaba saliendo de la pared en la forma de una caja cuadrada, retumbando y tratando de zafarse del marco que la contenía, en un esfuerzo que vibró por toda la casa haciendo mover las bombillas, los cuadros, los instrumentos del escritorio, los cubiertos sobre la mesa de la cocina, y cayeron pedazos de aserrín y madera al tiempo que el fuego de la chimenea daba una llamarada que subió por el tubo hacia el cielo que se la tragó. Creí que la casa se iba a venir abajo, cuando todo quedó quieto, en la oscuridad silenciosa excepto por unos rayos de luz azules, verdes, rojos y amarillos que salían del cubo, que ahora sufría de temblores pausados, cada tanto, haciendo el zumbido de pelota de antes pero más fuerte, sin pena de ser descubierto porque ya había salido de su escondite y estaba a la vista, aparentemente más tranquilo porque había salido de su trampa.
Creí que iba a desmayarme, pero resistí. Yo había descubierto esto encerrado dentro de la pared de mi casa, y yo mismo iba a averiguar de qué se trataba. Me acerque al cubo despacio. Las centellas de colores recorrían las paredes, el suelo y los techos de la sala oscura, pasaban por mi cuerpo de arriba abajo y de abajo hacia arriba, y eran tan fuertes que tuve que poner mi mano sobre los ojos para protegerlos, pero poco a poco me fui acostumbrando y ahora miraba maravillado aquella caja que guardaba algo poderoso. No sé por qué, pero sentí que esa cosa no iba a hacerme daño. Justo cuando estaba a punto de poner mi mano sobre la superficie lisa de la caja, hipnotizado por la danza de destellos de colores hermosos como de peces en un acuario, oí la voz de mi papá que me llamaba desde el piso de arriba, lo que obligó a los rayos a meterse de nuevo en los huecos a toda velocidad, dejando sólo la iluminación de siempre con los bombillos encendidos, el reloj a su ritmo, y el crujir de los leños dentro de la chimenea como siempre los dejaba encendidos mi papá en las noches de frío, o después de comer y sentarnos a ver las fotos en los álbumes de la familia mientras inventábamos historias con lo que creíamos que estaban pensando las personas en las fotos cuando se las tomaron.
Mi papá volvió a llamar. Subí los escalones de a dos por zancada y fui hasta su habitación. Abrí la puerta despacio y lo encontré recostado sobre el espaldar de su cama, con un libro en la mano y los anteojos apoyados sobre la punta de la nariz.
-¿Tienes hambre?, me preguntó-.
Yo estaba mudo.
-Hola…-, dijo, imitando la voz de una transmisión desde el espacio, con las manos puestas sobre la boca a modo de intercomunicador-,… -tierra llamando… repito, tierra llamaaaannnddddooooo…
Yo seguía mudo, asombrado de verlo tan tranquilo.
-Bueno, ni modo-, dijo mi papá, –Creo que este micrófono está dañado. Tendremos que esperar a que la nave de la vuelta a la luna para intentar otra vez…
-Papá-, dije, -¿no sentiste el terremoto? ¿no viste cómo se apagaban y prendían los bombillos de la casa? ¿y las llamaradas? ¿y las luces? ¿nada?
-El único terremoto que he sentido vino de mi estómago. Tengo tanta hambre que podría comerme este libro. ¿Tú no quieres algo? Qué tal un rico sándwich de atún con limón, mayonesa, pimienta y los bordes del pan cortados, ¿eh? ¿No te parece un manjar? Y qué tal acompañarlo con un delicioso vaso de jugo frío, ¿ah?... se me hace agua la boca de sólo decirlo…
-Estás loco, pá. La casa acaba de temblar, retumbar, rezongar, chirriar, graznar y chasquear y tú te quedas ahí fresco como pozo de lluvia, -dije casi enfadado.
-Haber, ven aquí-, me dijo, -déjame verte-. Me acerque hasta su lado y me apretó entre sus brazos, me dio un gran beso en la frente y me miró a los ojos. Estiró mis párpados hacia abajo, me pidió que abriera la boca, que subiera y bajara la lengua y que hiciera AHHHHHHH… me dio otro fuerte apretón contra su pecho y dijo: -Te quiero, precioso, pero parece que aquí el loquito no soy yo. Ahora anda mientras yo acabo de leer este capítulo y luego comemos juntos, ¿te parece?
Salí del cuarto y bajé las escaleras despacio, dejando un pie en cada escalón y viendo a través de la baranda hacia la sala. ¿Sería que lo había imaginado todo? No podía ser. Estaba seguro de lo que había visto y que había temblado muy fuerte. Pensé en los destrozos y los escombros, y supuse que sería prueba suficiente para mi papá de que algo grande había pasado. Para mi asombro, tan pronto llegué hasta el sitio en donde estaban los trozos de papel por el suelo, los restos de pared dejados por los temblores de la caja tratando de salir, y el reguero de aserrín que cayó del techo, no encontré nada. Todo estaba en su lugar acomodado perfectamente, y la caja había desaparecido de nuevo tras la pared que se veía intacta, sin rasgaduras ni rayones ni pedazos de papel colgantes. Al parecer, aquí no había pasado nada y todo estaba en orden como de costumbre.
Me acerqué a la pared a buscar el relieve de la línea que había encontrado antes, pero no estaba. Era un pedazo de pared pintado común y corriente, como cualquier otro de la casa. Tomé el lápiz del escritorio, lo llevé hasta el mismo sitio en donde había visto que se rompía el papel, pero en lugar de que pasara lo mismo de antes, la punta se partió y cayó al suelo. Me senté sobre el apoyo de brazos del sillón y me quedé viendo a la pared.
No recuerdo bien, pero pude haberme quedado dormido. Cuando abrí los ojos, mi papá me llevaba cargado sobre su pecho y abrazaba mi espalda, mientras que con la mano sostenía mi cabeza sobre su hombro. El suelo se hacía más pequeño con cada escalón que subía y que hacía mover mis pies colgantes de atrás hacia adelante. Justo cuando iba a dar la vuelta en el corredor para entrar a mi cuarto, entre las barandas del segundo piso, lo vi, o por lo menos vi el mismo brillo de antes que salía por la esquina de la pared, pero el sueño era tan pesado que me hizo cerrar los ojos sin remedio.
Anoche volví a soñar con él. Estoy seguro de que hay un sol en la pared, no importa lo que digan. Me pide que lo libere, pero tiene que ser de día para que pueda unirse a los otros rayos de sol que están en todas partes. El problema es que he ido durante una semana y no lo encuentro. No sé si intentarlo de noche porque mi papá siempre está en la casa y al pobre solecito le da miedo salir cuando está él. Me he soñado que es pequeñito y muy brillante, y que lo puedo coger con mis manos porque no quema, y que me cuenta que quedó atrapado cuando hicieron la casa porque se distrajo un momento cuando subieron la pared y le tocó conformarse con la caja en madera en donde está seguro porque nadie, sólo yo, puede verlo. Cuando por fin lo libere, le voy a decir que, por favor, cuando la vea en su regreso, le diga a mamá que la extraño y que la quiero.

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