jueves, 5 de agosto de 2010

VIAJE EN BUS

El segundo día de guayabo es el peor. Ya no se sienten las ganas de vomitar constantemente, pero la boca sabe a una mezcla de sangre y grasa y cosas rancias que suben por el esófago de vez en cuando. No lo calma nada y los antiácidos se juntan al sabor y lo empeoran.

El caso es que esta mañana me levanté con uno de esos. Hacía tiempo no me daba uno tan fuerte. Creí que no llegaba al baño, pero cuando estuve en el piso abrazando la taza sólo salieron muchas babas espesas que caían sobre el reflejo de mi cara en el agua. El estómago me pedía liberarse de algo que yo no podía soltar. Pensé que tal vez no le quedaban fuerzas a mi tórax ni siquiera para devolverme los venenos que le metía, pero bueno, qué le vamos a hacer. El cuerpo es más sabio que uno y si se confunde, hay que dejarlo pensar en calma y arreglárselas solo.

El despertador ya había sonado unas cuatro veces en intervalos de quince minutos. Una hora de retraso, mínimo, a menos que no me bañara y saliera corriendo con un pan en la boca a montarme al bus, con lo cual sería sólo media hora. Me quité los pantaloncillos, me miré desnudo en el espejo, me palmeé los testículos y le di un apretón al bulto sexual. Acerqué mi cara al espejo y estiré las ojeras azuleadas para mirar la carne roja bajo los párpados, saqué la lengua blanquecina y estiré los labios abiertos para ver las muelas. Hice una flexión de los brazos como los fisicoculturistas, me di una palmada en la panza que ya crecía y apreté la llanta que hacía rato quería eliminar con ejercicio, pero nunca me decidía. Me senté en la taza y cagué con dolor.

La ducha me hizo sentir mejor y hasta pensé en que podría comer algo. Llevaba dos días tomando cerveza sin comer, y ya quería algo de sal. Tal vez un huevo o una arepa con queso, queso campesino derretido, pero se demoraba mucho en preparar. Un huevo entonces. Frito, sin gracia. Salí de la ducha, me vestí y se me quitaron las ganas de desayunar. Le eché un ojo a la ventana de la vecina pero no la vi. No estaba de suerte.

Fui a la calle a buscar el bus. Caminé las tres cuadras desde mi casa hasta la avenida y esperé. Al menos no estaba lloviendo aunque no hubiera importado mucho, y vi a la gente entre los carros. Me pregunté cómo los pagaban. Todos se mueren de hambre en esta ciudad, pero cualquiera parece poder pagar millones en intereses al banco sólo para poder montarse tras un timón inmóvil a maldecir del tráfico. Algo estúpido.

El bus llegó y estaba atestado. Lleno de masas de carne y destartalado, otra basura con ruedas que anda por la ciudad a mil por hora matando gente. Me subí como pude y encontré la manera de sostenerme sin perder el equilibrio, agarrado de una varilla y de un tubo de metal junto a la registradora, con la punta del pie izquierdo sobre el primer escalón de la entrada y el otro volando en el aire. Quedé con el inmenso culo de una gorda en mi cara. Rogué para que la vieja no se me fuera a venir encima lanzándome al pavimento y de ahí a los infiernos. Era difícil, pero se lograba. El conductor seguía parando y más y más gente se metía de cualquier modo. La gorda soltó un gemido y se quejó con el tipo, ¡No más! ¿no ve que ya no cabemos? ¡Uich! ¡Tsszzzzs!

Mi cara estaba casi dentro del par de nalgas flácidas. Rogué otra vez para que no se fuera a tirar un pedo. Bajaron algunos y pude entrar poco a poco a la seguridad del interior, colgado ahora de una de las barras horizontales en el techo del aparato. La gorda miraba a todos los hombres sentados con desprecio y se quejó para sí misma de lo poco caballerosos que se habían vuelto. Nadie quitó los ojos de las ventanas. ¡Ayyy, uich! ¡Ay! ¡Ayy! Y carraspeaba la gorda y pasaba saliva y se quejaba y se tambaleaba con los frenazos y las arrancadas y las curvas sin aviso. Alguien frente a ella se levantó y pudo acomodar su gran culo en el asiento aplastando a quien estuviera en la ventana. Se abanicó con la mano y bombeó aire a sus tetas con la blusa ¡Ayy!...

Hasta allí todo normal. Cada vez que pierdo el transporte del Instituto, que pasa a las 7:20 en punto todas las mañanas, me toca irme en el público. Pero está bien. Excepto por esta mañana. Yo ya iba cansado y mareado y sentía que no podía respirar y que me iba a desaguar. Pensé en qué pasaría si, de repente, soltara un manantial de vómito anaranjado y cervecero a presión sobre todas esas cabezas sentadas, sobre todas las pelucas, las maletas, los uniformes, las corbatas, los maquillajes, los niños, la gorda. Me imaginé linchado por una turba furiosa de gente vomitada. Sonreí.

El bus seguía por la novena en un tráfico del demonio. Calculé que me haría falta una media hora para llegar a la oficina, y dejé de preocuparme por eso. Todavía no había asientos disponibles. Cada vez que alguno se desocupaba saltaba alguno de los que estuviera parado a cogerlo, así fuera sólo por un par de cuadras. Yo no quería saber nada de eso.

Con el movimiento y la marea de hombros y codos que arrastra gente por el pasillo, llegué hasta un lugar en donde pude estar más cómodo y dejar que volviera sangre al brazo izquierdo. Me arreglé el maletín sobre el hombro y miré el asiento de abajo. Una mujer joven ocupaba el espacio de dos personas. Tenía las piernas cruzadas sobre los dos asientos y abrazaba el respaldo de las sillas. Su cuerpo se inclinaba hacia la ventana y miraba hacia la calle y lloraba con las respectivas convulsiones de los hombros. Tenía las mangas de la chaqueta llenas de los mocos que limpiaba hacia arriba respingando la nariz. Sorbía mocos y lloraba. No podía verle la cara, pero el anverso de sus manos estaba tostado y tenía surcos profundos parecidos a pliegues de papel crepé. Me parecieron unas manos horribles. La gente no parecía ponerle atención al hecho de que ellos estuvieran parados y que yo estuviera parado y que esta holgazana llorona estuviera ocupando el puesto de dos. Problema de ella si le pegan. No sé por qué, pero sólo pude pensar que el llanto fuera porque le pegaban. Su papá, su novio, su amante, su novia, su padrastro, qué sé yo. Tal vez me pareció del tipo de las que les pegan y les gusta sufrir por eso, por eso no veía razón a que trajera sus problemas a mi bus y por eso robar mi asiento.

Saqué el libro que estaba leyendo. La máquina de follar, de Bukowski. Cuando llevaba con mucho esfuerzo dos páginas que casi me hacen perder el conocimiento y que no leí de verdad verdad, la de las manos negras ya estaba sentada mirando al frente como todos los demás y me llamaba halando la punta de mi camisa.

- Hammshhh shuiper hmmm-, dijo viéndome con los ojos vidriosos manchados de rimel negro y azul. Yo le miré las ventanillas de la nariz que brillaban.

- ¿Ah? Hábleme más duro que no le entiendo-, dije mientras guardaba el libro en el maletín. Me acerqué un poco.

- Es que… que… es que no puedhhhsstres-

- Mire. Déjeme sentar y me dice qué quiere porque no le entiendo nada-.

Giró hacia un lado para que yo pudiera pasar hasta el asiento de la ventana. Me acomodé y noté que varios curiosos voltearon a mirar. Yo no le quité los ojos de encima, sobre todo para tratar de leerle los labios, porque en verdad no le entendía nada.

- Mi papá… necesito una cllíinica, no sé qué pasa… creo que me voy a desmayar… no puedo caminnarrr… me voy a caer… tengo que llamar a mi papá-. Mierda, pensé. Cuál pegaron. Esta vieja lo que está es más loca que el chofer.

- ¿Qué le pasa? ¿Está bien?

- Necesito una clínica. Me voy a caer…

- Aquí está la Santafé, ¿se quiere bajar?


Comenzó a llorar otra vez. Yo miré por la ventana y vi a unos gamines corriendo sobre un puente peatonal. Orinaban a algunos carros que pasaban por debajo. Estaban muertos de risa. La mujer abrió su cartera y sacó la billetera.

- Necesito ir aquí-, dijo señalándome el carnet de salud. -Yo le pago, pero présteme un minuto de su celular, por favor… nesssessito llamarr a mi papáa… ¡me caigo! Ahhhhhh-.

La gente en el bus miraba hacia la calle.

- Vea, no tengo minutos–, mentí, -y guarde su plata, no vaya y sea que la roben-.

- Es que sufro de ataques de pánico. Tengo miedo de caerme. Ansiedad. Ya me tomé tres Xanax y…

- ¿Tres Xanax? ¿Me está hablando en serio? Esas vainas son las que matan a la gente. ¿Por qué?

Metió su mano negra al fondo de la bolsa y sacó unas pastillas que me mostró. Eran Xanax. Me dieron ganas de quitárselas y tomarme unas tres o cuatro.

- ¿Y estuvo bebiendo con eso?

- Noooou… no no no… Yo no bebo ni fumo. Yo soy MUY sana. Yo rezo siempre el rosario. Mi papá… necesito hablar con mi papá… bujuuujjjuuuuu. No tenía tufo, así que le creí. Sentí que las náuseas volvían.

- Mire. Hagamos una cosa-, dije. -Ya que no podemos hablar con su papá y que voy a llegar tarde al trabajo de todas formas, yo la acompaño hasta la clínica. ¿Le sirve Cafam?

- Sí, claro, siii.

- Bueno. Este bus pasa por La Floresta. Allí hay Centro Médico de Cafam, pero le advierto que se va a tener que quedar allá todo el día.

- Yo también trabajo. ¿Dónde estamos? ¿En qué calle vamos?-, preguntó la llorona.

- Casi en la 100. ¿Qué va a hacer?

- No sé… es que me voy a caer.

Yo estaba a punto de tirarla del bus para que por fin se cayera. Metió la mano a la bolsa y comenzó a escarbar desesperadamente. Sacó un cuaderno pequeño y se puso a anotar cosas con un bolígrafo mordido colgado del espiral. Se acercaba mucho al papel y lo alejaba cada tres garabatos. No me dieron ganas de leerlas. Luego abrió la última página y sacó la foto de una niña. Me la mostró. Era una niña muy fea y me dio lástima porque le iba a tocar sufrir mucho por culpa de la gente.

-Muy linda su hijita-, le dije.

-Es mi hermana. La niña de mi papá… Snifff… Frrrhummmm… Yo la quiero mucho… ¿Ya llegamos?

-Todavía no, pero estamos cerca. ¿Cómo se siente?

- Yo trabajo por acá. Voy a llegar tarde…

- No va a llegar-, le dije. En la clínica la van a demorar todo el día. No creo que la vayan a atender apenas llegue. ¿Tiene el teléfono de su psiquiatra?

- Ajá.

- ¿Por qué no lo llama?

- La

- ¿La qué?

- “La” llama. Es una mujer.

- Ah, bueno, LA llama, entonces. Dígale cómo se siente.
-Yo tengo pánico, tengo angustia y estrés… Siento que me quemo… Qué vergüenza con ese muchacho de la guitarra. Se asustó conmigo. Él creyó que yo le iba a hacer algo…

- No se preocupe-, dije. La gente es así de boba. Se deja asustar por otra gente como usted. Un tipo joven abrazaba un estuche negro de guitarra contra una ventana. Se estremeció y bajó la vista al piso.

Miré las rodillas de la loca y las apretaba bien juntas y me pareció que estaba buena. Tenía una boca sabrosa. Las quemaduras en sus manos parecían recientes, como sanguijuelas rosadas sobre una piedra negra. Maldije mi suerte.

-¿Cómo es que se quema?-, le pregunté.

- Siento que me arde la piel, que me arde la garganta, como si me hubiera tragado un cuchillo. Siento como hormigas encima de mí. Yo soy muy delicada…

- Mire. ¿Por qué no trata de ir a trabajar? Eso la distrae un poco y tal vez se sienta mejor. ¿Qué le parece? Y si se siente mal a medio día entonces ahí si sale para la clínica, pero déjese al menos ver en el trabajo. ¿Cuánto lleva ahí?

- Dos semanas.

- Por eso. Váyase a trabajar. Vea que si pierde el trabajo ahí si se jodió del todo.

- Pues si… tiene razón… ya he llegado tarde tres veces y… si me echan… buuujjuuuuujujuju…

- ¿En dónde queda su trabajo?


Me señaló un edificio café en la esquina de la 100 con Suba mientras pasaba de nuevo la manga de la chaqueta por la nariz.

- Venga le ayudo a timbrar para que se baje. ¿Puede pararse?

- Si, creo.

- Bueno, venga pues.

Tan pronto se levantó se abalanzó contra una de las sillas en el lado opuesto del bus que ya estaba más o menos desocupado. Los dos que estaban sentados se petrificaron y me miraron como pidiendo una explicación. Yo los desvié y le dije a la mujer que se agarrara duro de uno de los tubos mientras yo alzaba la mano para timbrar. La cogí de la chaqueta por la espalda y la sostuve. Cuando el bus paró se bajó despacio y hacía ruiditos con la garganta. Balbuceó algo que no entendí. La puerta se cerró, el bus arrancó y comenzamos a alejarnos dejándola sobre la acera, loca y perdida. Volví a mi asiento y a mi lectura. La historia se trataba de un tipo al que le toca ir a entregar folletos publicitarios con unos vagabundos, se emborracha, bota los folletos en un carro abandonado y regresa a su casa para meterse entre las cobijas y sentir el culo caliente de su mujer a quien despierta metiéndole el dedo del medio entre la humedad de sus piernas. Hacen el amor, toman vino en la cama y duermen hasta la madrugada. Tuve una erección. Mi guayabo no mejoraba. Me dio envidia de otras vidas.



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